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En los diecisiete años que llevaba batallando con las autoridades de aquel país, Ian Tilling había aprendido a apreciar los pequeños gestos.

69

Mal Becket nunca le había resultado fácil hablar con su ex esposa, y ahora que estaba sentado frente a ella, en el tranquilo café de Church Road, a pesar de tener en común la difícil situación de su hija, se sentía tan incómodo como siempre.

El problema se remontaba a los primeros días tras su separación, cuando él la había dejado por su entonces amante -y ahora esposa-, Jane. Como se sentía culpable, y preocupado por la estabilidad mental de Lynn, había insistido en que se vieran cada varios meses para almorzar. Y ella siempre empezaba con la misma pregunta: «¿Eres feliz?».

Aquello le dejaba en una posición sin escapatoria posible. Si le decía que sí, que era feliz, tenía la sensación de que aquello a ella le haría sentir aún peor. Así que durante sus primeros encuentros solía decirle que no, que no era feliz. Y Lynn procedía a contárselo inmediatamente a sus amigas. Dado que Brighton era a la vez una gran ciudad y un pueblito, a Jane enseguida le llegó el rumor de que Mal no era feliz con ella.

Así que él había aprendido a eludir la cuestión con un «Estoy bien» muy neutro. Pero ahora, mientras se llevaba una cucharada de espuma de su capuchino a la boca y miraba al otro lado de la mesa de plástico, se dio cuenta de que ambos habían superado ya aquel juego. Se sentía realmente apenado por Lynn, que seguía sola, y le sorprendió la cantidad de peso que había perdido desde la última vez que se habían visto, un par de meses antes.

Tampoco a Lynn le resultó nunca fácil ver a Mal. Al verlo allí enfrente, con una sudadera de color azul desvaído, con un grueso anorak colgado del respaldo de la silla, observó que llevaba bien el paso de los años; si acaso tenía aún mejor aspecto, con un aire más duro y varonil. Si le hubiera pedido que volviera con él, ella le habría dicho que sí sin pensarlo. Aquello no iba a suceder, pero ¡cuánto lo necesitaba!

– Gracias por hacerme un hueco, Mal.

Él miró su reloj.

– Faltaba más. Pero tengo que irme a la una en punto para no perder la marea de la tarde.

Ella esbozó una sonrisa nostálgica, y sin malicia dijo:

– ¡Cuántas veces te he oído decir a lo largo de los años «me voy para no perder la marea»!

Sus ojos se cruzaron en un momento de ternura compartida.

– Quizá tendría que usarlo como epitafio -propuso él.

– ¿No sería un poco difícil? Pensé que querías un funeral en alta mar.

– Sí. -Se rio-. Eso era…

De pronto se quedó a media frase. A Lynn no le extrañaría que Jane le hubiera hecho por fin cambiar de opinión. Ella misma lo había intentado, en vano, durante todos sus años de matrimonio.

El café estaba tranquilo. Eran poco más de las doce y todavía no había empezado la hora de máxima afluencia para el almuerzo. Esperaron un momento a que la camarera les trajera la comida: un bocadillo de carne en conserva para Mal; una ensalada de atún pequeña para Lynn.

– ¿Doscientas cincuenta mil libras? -preguntó él.

Lynn asintió.

– ¿Sabes que sacamos un cadáver del agua? ¿El que quedó atrapado en la cabeza de dragado? ¿El que sale en todos los periódicos?

– Lo he leído -dijo ella-. Debe de haber sido un golpe para ti.

– ¿Has oído los rumores?

– He estado tan preocupada que apenas me he fijado en los periódicos -mintió Lynn.

– Era un adolescente. No saben de dónde es, pero se especula que lo mataron para quitarle los órganos. Para un asunto de tráfico ilegal.

Lynn se encogió de hombros.

– Es terrible. Pero eso no tiene nada que ver con nuestra situación con Caitlin, ¿verdad?

El hizo aún más patente su preocupación.

– Después se han encontrado otros dos cuerpos. Y a todos les faltaban órganos internos.

Se llevó otra cucharadita de espuma a la boca, que le dejó una marca blanca y de polvo marrón de cacao en el labio superior. Unos años atrás, ella se habría acercado y se la habría limpiado con una servilleta.

– ¿Qué me estás diciendo, Mal?

– Tú quieres comprar un hígado para Caitlin. ¿Sabes de dónde viene?

– Sí, de alguna víctima de accidente en algún lugar. Probablemente de un accidente de tráfico. Eso es lo que dijo Frau Hartmann.

Él se quedó mirando su bocadillo, levantó la rebanada de arriba y echó mostaza de un bote de plástico sobre la carne y los pepinillos.

– ¿Puedes estar segura de que es un hígado limpio?

– ¿Sabes qué, Mal? -respondió ella, cada vez más irritada-. Mientras sea un hígado apto y sano, la verdad es que no me importa de dónde venga. Lo que me preocupa es salvar la vida de mi hija. Perdón -se corrigió, mirándolo con intención-: la vida de «nuestra» hija.

El dejó el bote de la mostaza y volvió a colocar la rebanada de pan sobre la carne rosada. Luego cogió el bocadillo, abrió la boca, buscando el lugar donde dar el primer bocado, y volvió a dejarlo en el plato, como si de pronto hubiera perdido el apetito.

– Mierda -dijo él, sacudiendo la cabeza.

– Ya sé que tú tienes otras prioridades, Mal.

Él volvió a sacudir la cabeza.

– ¿Doscientas cincuenta mil libras?

– Sí. Bueno, en la última hora ha bajado a 225.000. Mi madre tiene veinticinco en una sociedad de crédito hipotecario. Son sus ahorros de toda la vida, pero me los cede.

– Eso está muy bien. ¡Pero 225.000 libras es una cantidad imposible de conseguir!

– Yo soy cobradora de impagos. Oigo eso veinte veces al día. Es lo que me dicen prácticamente todos mis clientes: «Imposible, imposible». ¿Sabes qué? No hay ninguna cantidad imposible de conseguir, es una cuestión de voluntad. Siempre hay un modo. No he venido aquí a escuchar que vas a dejar que Caitlin se muera porque no podemos encontrar 250.000 libras. Quiero que me ayudes a encontrarlas.

– Aunque las encontráramos, ¿qué garantías tenemos, ya sabes, de que esa mujer va a cumplir? ¿De que funcionará? ¿De que no nos encontraremos en esta misma situación dentro de seis meses?

– Ninguna -dijo ella, con decisión.

Él se quedó mirándola en silencio.

– Sólo hay una cosa que te puedo garantizar, Mal. Que si yo…, que si nosotros no encontramos ese dinero, Caitlin estará muerta para Navidad, o poco después.

Sus grandes hombros de pronto cayeron, sin fuerza.

– Tengo algunos ahorros -dijo-. Poco más de cincuenta mil. Aumenté la hipoteca hace un par de años, para conseguir algo de efectivo y hacer una ampliación. Pero hemos tenido problemas con el proyecto. -Estaba a punto de añadir que Jane se pondría hecha una fiera si le daba el dinero a Lynn, pero eso se lo calló-. Puedo darte ese dinero, si sirve de algo.

Lynn se abalanzó sobre la mesa, casi derramando las bebidas, y le besó torpemente en la mejilla.

«¡Ya sólo me faltan 175.000 libras!», pensó.

70

El bonito legado arquitectónico de la ciudad de Brighton y Hove siempre había sido uno de sus mayores atractivos, tanto para los vecinos como para los visitantes. Aunque en algunas zonas se había visto invadida por edificios modernos y funcionales, a la vuelta de cualquier esquina se podía encontrar una calle o un pasaje de casas georgianas, victorianas o eduardianas, algunas en buen estado y otras no tanto.

Silwood Road era una de aquellas joyas, pero había vivido tiempos mejores. Los visitantes que entendieran de arquitectura y se dirigieran hacia el sur, al paseo marítimo, desde el soso barrio comercial de Western Road, podían tomar Silwood Road y algunos se paraban a mirar, pero no por su exuberancia, sino por la impresión que producía que entre aquella serie de casas adosadas victorianas tan perfectas pudiera encontrarse algo así.