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Era un barrio decididamente popular. El que se hubiera convertido en una zona de burdeles no contribuía a mejorar su nivel social.

A las cinco de la tarde, ya de noche cerrada, Bella Moy le dijo a Nick Nicholl, que estaba al volante:

– Aparca donde puedas.

El agente metió el Ford Focus gris sin marcas en un aparcamiento con el cartel «Sólo residentes» y apagó el motor.

– ¿Alguna vez has estado en un burdel? -preguntó ella.

El House of Babes iba a ser el primero de su vida.

– No, la verdad es que no -respondió él, azorado.

– Tienen un olor particular.

– ¿Qué tipo de olor?

– Ya lo verás. Podrías vendarme los ojos y sabría que estoy en uno.

Salieron del coche y caminaron unos metros por la calle sintiendo el embate del viento. El agente llevaba su cuaderno en la mano. Siguió a Bella hasta la puerta principal de una de las casas y se quedó allí, bajo el ojo silencioso de la cámara de seguridad, esperando pacientemente mientras ella llamaba al timbre. Bella iba vestida con un traje pantalón marrón -que parecía venirle una talla grande- y unos burdos zapatos negros.

– ¿Sí? -dijo una voz de mujer con acento de Yorkshire, por el interfono.

– Sargento Moy y agente Nicholl, del DIC de Sussex.

El interfono emitió un sonido rasposo y luego se oyó un sonoro clic. Bella empujó la puerta y Nick la siguió, olfateando el aire, pero lo único que detectó fue un rastro de humo de cigarrillo y de comida para llevar.

El sombrío vestíbulo estaba iluminado con una bombilla roja de baja potencia. El suelo estaba cubierto con una moqueta rosa claro muy gastada y el papel de las paredes tenía un relieve de terciopelo rosa intenso. En una pantalla de plasma colgada de la pared, una mujer negra le hacía una felación a un musculoso hombre blanco con tatuajes que tenía un pene mayor de lo que Nick Nicholl habría creído posible.

Apareció una mujer cincuentona, baja y vestida con unos pantalones de chándal y una blusa con un escote enorme. Tenía una larga melena marrón y debía de haber sido una mujer guapa en su juventud, con unos sesenta kilos menos, pensó Nick.

– ¡Sargento Moy! -dijo, con una vocecilla de niña-. Me alegro de verla. ¡Siempre es una alegría!

– Buenas tardes, Joey. Éste es mi colega, el agente Nick Nicholl -respondió Bella escuetamente. A Nick le pareció algo brusca.

– Encantada de conocerle, agente Nicholl -saludó la mujer-. Bonito nombre, Nick. Yo tengo un hijo que se llama Nick, ¿sabe?

– Ah -dijo él-. Ya.

Los llevó a un salón que sorprendió a Nick. Por lo que había visto en libros y películas, se esperaba encontrar un salón con espejos, dorados y terciopelo. Sin embargo, aquello era una pequeña sala con dos viejos sofás, un escritorio atestado sobre el que había un bote de fideos instantáneos abierto aún humeante y un tenedor de plástico que sobresalía, una serie de tazas de té de aspecto mugriento y varios ceniceros repletos de colillas. En el escritorio también había un viejo teléfono, junto a un fax anticuado. En la pared vio una lista de precios.

– ¿Puedo ofrecerles algo de beber? ¿Café, té, Coca-Cola? -dijo, y se sentó de nuevo. Echó un vistazo a sus fideos instantáneos, pero dejó que siguieran humeando, a medio comer.

– No, gracias -respondió Bella con decisión, para alivio de Nicholl, que volvió a mirar las mugrientas tazas.

Había un pacto tácito entre los burdeles de la ciudad y la Policía que decía que, mientras no usaran a chicas menores o procedentes del tráfico ilegal, la Policía se mantendría al margen -siempre que permitieran alguna inspección al azar y sin previo aviso-. La mayoría de los propietarios y gestores de burdeles -entre ellos aquella mujer- respetaban aquel pacto, pero Bella había aprendido a no permitir que nadie confundiera la tolerancia con la amistad.

Le enseñó a Joey los tres retratos robot.

– ¿Ha visto alguna vez a alguna de estas personas?

Ella estudió la imagen de la chica muerta atentamente, luego las de los dos chicos. Sacudió la cabeza.

– No, nunca.

– ¿Cuántas chicas tiene hoy aquí? -preguntó Bella.

– Ahora mismo cinco.

– ¿Hay alguna nueva?

– Sí, dos recién llegadas de Europa. Una tal Anca y otra que se llama Nusha.

– ¿De dónde son?

– De Rumania -dijo ella-. Bucarest -precisó, como intentando demostrar su voluntad de cooperar.

– ¿Son…, mmm…, libres? -dijo Bella, con delicadeza.

– No les he visto ningún documento -dijo la madame, nerviosa-. Anca tiene diecinueve años. Nusha, veinte.

Se oyó un agudo zumbido. La mirada de la mujer se posó en un monitor de televisión colgado de la pared. En la pantalla en color, de baja calidad, pudieron ver un hombre más bien calvo de ojos saltones vestido con traje y corbata. Ella les guiñó un ojo a los dos policías y les dijo, algo incómoda:

– Es uno de mis clientes habituales. ¿Quieren verlas por separado o juntas?

– Por separado -dijo Bella.

Ella los condujo al vestíbulo y les hizo pasar por una puerta que daba a una habitación pequeña.

– Voy a buscarlas.

Cerró la puerta. Y entonces Nick Nicholl notó el olor al que se refería Bella. Había un penetrante aroma a desinfectante, mezclado con un intenso olor barato y almizclado. Se quedó mirando, pasmado, la pequeña habitación pintada de rosa en la que estaban. Había una cama de matrimonio con una colcha con estampado de leopardo y una toalla blanca doblada, un televisor en el que se veía una película pornográfica, una mesilla de noche con artículos de aseo y un rollo de papel de váter, un gran espejo en la pared y un montón de DVD eróticos.

– Esto es de lo más cutre -dijo.

– Normal -respondió Bella, encogiéndose de hombros-. ¿Ves lo del olor que te decía?

Él asintió, aspirándolo lentamente de nuevo.

Unos momentos después volvió a abrirse la puerta y Joey hizo pasar a una chica guapa, con una larga melena oscura, vestida con un mísero camisón rosa que transparentaba la ropa interior oscura. Parecía nerviosa y reticente.

– Ésta es Anca. ¡Ahora vuelvo! -dijo la madame en un susurro, cerrando la puerta.

– Hola, Anca -saludó Bella-. Siéntate -le indicó, señalando la cama.

La chica se sentó, pasando la mirada del uno al otro. Tenía en la mano un paquete de cigarrillos y un encendedor, como si fueran parte del atrezo.

– Somos agentes de policía, Anca -dijo Bella-. ¿Hablas inglés?

Ella sacudió la cabeza.

– Poco.

– Muy bien. No estamos aquí para causarte problemas. ¿Lo entiendes?

Anca se quedó mirando, perdida.

– Sólo queremos asegurarnos de que estás bien. ¿Estás contenta de estar aquí?

Anca había recibido instrucciones. Cosmescu le había avisado de que quizá la Policía le hiciera preguntas. Y le había advertido de las consecuencias que tendría decir algo negativo.

– Sí, está bien aquí -respondió con un acento gutural.

– ¿Estás segura de eso? ¿Quieres estar aquí?

– Quiere, sí.

Bella le lanzó una mirada a su colega, que no parecía saber qué hacer.

– Acabas de llegar de Rumania. ¿Es eso cierto?

– Rumania. Yo.

Bella le enseñó los tres retratos robot y observó su expresión atentamente.

– ¿Reconoces a alguno de estos chicos?

La joven rumana los miró sin reaccionar. Luego sacudió la cabeza.

– No.

A Bella le parecía que decía la verdad.

– Muy bien. Lo que quiero saber es quién te ha traído aquí.

Anca sacudió la cabeza y soltó la respuesta que Cosmescu le había enseñado para estos casos:

– No entender.

Lentamente y con mucha paciencia, gesticulando y con signos, Bella le preguntó:

– ¿Quién te ha traído aquí?