Su madre había pasado antes por casa, luego había ido Luke, así que Caitlin tenía compañía -y, sobre todo, alguien que la vigilara-. Incluso el imbécil de Luke servía para eso.
Pocos de sus colegas seguían en el trabajo. Aparte de un par de rezagados, las salas de los Silver Sharks, los Leaping Leopards y los Denarii Demons estaban desiertas. El indicador del «Incentivo acumulado» indicaba ya 1.150 libras. Tal como iban las cosas, era imposible que se acercara siquiera a conseguirlo aquella semana.
Y tampoco estaba lo suficientemente concentrada. Se quedó mirando la fotografía de Caitlin clavada en el biombo separador rojo. Pensando.
Ciento setenta y cinco mil libras determinarían si Caitlin debía vivir o morir. Era una suma enorme y, sin embargo, al mismo tiempo era minúscula. Por aquellas oficinas pasaban cantidades similares, o mucho mayores, cada semana.
Una idea siniestra le pasó por la mente. La desterró, pero volvió, como la llamada decidida de un vendedor a domicilio: «Es habitual que la gente robe dinero a sus jefes».
Cada pocos días leía en los periódicos que algún empleado de un despacho de abogados, o de una empresa de fondos de inversión, o de un banco, o de cualquier otro tipo de negocio en el que se trabajara con grandes sumas de dinero, había estado desviando dinero. En muchos casos, durante años. Habían desaparecido millones, sin que nadie se diera cuenta.
Ella no necesitaba más que unas míseras 175.000 libras. Una minucia para Denarii.
Pero ¿cómo podría «tomar prestado» el dinero sin que nadie se diera cuenta? Había todo tipo de controles y procedimientos.
De pronto vio que se encendía una luz en su teléfono. Su línea directa.
Respondió, pensando que sería Caitlin. Pero comprobó decepcionada que era su cliente favorito, el repugnante Reg Okuma.
– ¿Lynn Beckett? -dijo, con su tenebrosa voz.
– Sí -respondió ella, seca.
– Hoy trabaja hasta tarde, preciosa. Es un privilegio para mí hablar con usted.
«El placer es todo mío», estuvo a punto de decir. Pero se limitó a responder:
– ¿Qué puedo hacer por usted?
– Bueno -dijo él-, la situación es la siguiente: ayer hice una solicitud de préstamo para un nuevo coche. Necesito moverme, ya sabe, para mi nuevo trabajo, para la nueva empresa que voy a montar, que revolucionará Internet.
Ella no dijo nada.
– ¿Me oye?
– Estoy escuchando.
– Sigo deseando tener una maravillosa velada de sexo con usted. Me encantaría hacer el amor con usted, Lynn.
– ¿Entiende que esta llamada está siendo grabada con fines didácticos y de monitorización?
– Lo entiendo.
– Bien. Si me llama porque quiere que establezcamos un plan de pagos, escucharé. Si no, voy a colgar. ¿De acuerdo?
– No, por favor, escuche. Ayer rechazaron mi solicitud de financiación para el coche. Cuando pregunté por qué, me dijeron que era porque Experian me consideraba un mal pagador.
– ¿Le sorprende? -replicó ella.
Experian era una de las empresas líderes de valoración crediticia del Reino Unido. Todos los bancos y financieras recurrían a estas empresas para informarse sobre los clientes.
– No paga sus deudas. ¿Qué tipo de valoración crediticia espera que le den?
– Bueno, escuche. He contactado con Experian, la Ley de Protección de Datos me otorga derechos, y me han informado de que su empresa es la responsable de esta evaluación negativa.
– Hay una solución muy simple, señor Okuma. Acuerde un plan de pagos con nosotros, y puedo solucionar eso.
– Bueno, sí, claro, pero no es tan sencillo.
– Yo creo que sí. ¿Qué parte es la que no entiende?
– ¿Es necesario que sea tan hostil conmigo?
– Estoy muy cansada, señor Okuma. Si quiere llamarme otro día para proponerme un plan de pagos, veré lo que puedo hacer con Experian. Hasta entonces, gracias y buenas noches.
Colgó.
Un momento más tarde, la luz volvió a encenderse. No hizo caso, salió de la oficina y se dispuso a marcharse a casa. Pero en el momento en que salía del ascensor, en la planta baja, de pronto se le ocurrió una idea.
73
Grace estaba sentado solo en su oficina, mientras un viento del suroeste cada vez más fuerte sacudía las contraventanas y caía la lluvia. Iba a ser otra noche de tormenta, pensó. Incluso las luces de la calle y del aparcamiento del supermercado se veían más apagadas que de costumbre. También hacía frío, como si la humedad del temporal atravesara los muros y le llegara hasta los huesos. Según su reloj eran las ocho y cinco.
Había excusado a Glenn Branson de la reunión de la tarde. La esposa del sargento había aceptado que pasara por casa y le ayudara a bañar a los niños y a acostarlos, sin duda por consejo de su abogado, pensó él, cínicamente.
Leyó atentamente las notas que había tomado durante la reunión y luego echó un vistazo a las notas mecanografiadas de sus «Líneas de investigación». Una luz indicaba una llamada entrante, pero no era su línea directa, así que dejó que la cogiera otro, si es que había alguien más en el edificio, aparte del siempre risueño Duncan, uno de los vigilantes de seguridad, que estaba abajo, en recepción. Aquello parecía el Mary Celeste (el bergantín inglés, considerado un «buque fantasma», que se encontró en 1872, mientras navegaba a toda vela y sin tripulación), aunque sabía que varios de los miembros de su equipo estarían trabajando hasta tarde en la SR-1, en particular dos mecanógrafas y Juliet Jones, la analista del HOLMES.
Juliet seguía ocupada con su búsqueda de todos los delitos potencialmente relevantes, resueltos o no, cometidos en el Reino Unido. Era una tarea ardua pero esencial, que Grace a veces comparaba con la pesca. Introducir una serie interminable de palabras y frases, buscar víctimas similares en cualquier punto del Reino Unido, o cualquier caso de robo de órganos.
Hasta aquella tarde, sus pesquisas -que llevaba haciendo desde el sábado- no habían dado ningún resultado.
Durante los últimos nueve años, Grace había pasado muchas horas a solas, sin ninguna compañía, y se había dedicado a estudiar la historia de la ciencia forense. Un hombre que admiraba especialmente era el médico francés Edmond Locard, nacido en 1877 y que acabó siendo conocido como el Sherlock Holmes de Francia. Fue Locard quien estableció el principio básico de la ciencia forense: «todo contacto deja un rastro»; se conocería como el Principio del Intercambio de Locard.
¿Cuál era el elemento que se le escapaba, en los contactos que habían tenido aquellos tres cuerpos? ¿Dónde estaba el instrumental quirúrgico que había entrado en contacto con los cuerpos? Ya estaría todo esterilizado, por supuesto. A lo mejor aún quedarían rastros microscópicos que cotejar, pero primero tenían que encontrarlo. ¿Dónde? Además, era probable que quienquiera que hubiera extirpado los órganos a los adolescentes -a menos que fuera un loco solitario- estuviera vestido para el quirófano. Toda aquella ropa -los guantes de goma, especialmente- conservarían rastros. Pero aún no tenían ni idea de dónde empezar a mirar, y rebuscar entre los cubos de basura y los carros de la lavandería de todos los hospitales y clínicas del sur de Inglaterra no era una opción que pudieran plantearse.
Si el Departamento de Huellas conseguía sacar las del motor fuera borda con la nueva tecnología que estaban poniendo a prueba, ¿podrían sacarlas quizá también de las lonas de plástico en las que estaban envueltos los cuerpos?
Tomó otra nota y pasó a repasar rápidamente las tres páginas mecanografiadas del documento de las líneas de investigación, del que cada miembro de su equipo tenía una copia. Había que actualizarlo, y tenía cosas importantes que añadir. Pero también tenía muchas ganas de ver a Cleo. Lo que tuviera que hacer, podía hacerlo igual de bien en su casa que en aquella fría y solitaria oficina.