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– Hay muchos lugares que superan los sesenta metros. Así pues, ¿por qué tirarlos a veinte?

– ¿Por las prisas? -sugirió Glenn Branson-. A la gente a veces le entra el pánico con los cadáveres, ¿no?

– No a tipos como éstos, Glenn -le corrigió el superintendente.

– A lo mejor realmente no vieron la zona de dragado en el mapa -sugirió Bella Moy.

Grace sacudió la cabeza.

– Bella, eso no lo descarto, pero estoy proponiendo que quizá los tiraran allí deliberadamente.

– Pero no entiendo el porqué -dijo la inspectora Mantle.

– Con la esperanza de que los encontráramos.

– ¿Con qué motivo? -preguntó Nick Nicholl.

– Alguien que no está de acuerdo con lo que están haciendo -respondió Grace-. Tiró allí los cuerpos, sabiendo que había posibilidades de que alguien los encontrara.

– Si no le gustaba lo que estaban haciendo, ¿por qué no llamó directamente a la Policía? -preguntó Glenn Branson.

– Podría haber muchas razones. La primera de mi lista personal es que podría tratarse de un patrón de barco o un piloto a quien le gustara el dinero, pero que tuviera conciencia. Si los delataba, se le acababa el negocio. De este modo se limpiaba la conciencia. Los dejaba a una profundidad al alcance de los buzos. Si la draga no los encontraba, podría incluso dar el chivatazo a la Policía…, pero pasado un tiempo.

El equipo se quedó en silencio un momento.

– Acepto que puedo estar meando fuera del tiesto, pero quiero iniciar una nueva línea de investigación: tenemos que comprobar todas las embarcaciones, empezando por el puerto de Shoreham. Podemos pedirle ayuda al práctico del puerto, a los operadores de la esclusa y al guardacostas. Los barcos que deberíamos seguir más de cerca son las lanchas rápidas y los barcos de pesca. Y todos los barcos de alquiler. Glenn, tú estás con el caso de ese barco de pesca desaparecido, el Scoob-Eee. ¿Alguna novedad?

El sargento levantó un sobre acolchado marrón.

– Acaba de llegar de la operadora telefónica O2, Roy. Es un registro de todas las señales que envió el teléfono del capitán a los repetidores el viernes por la noche. Es poco probable que cruzara el canal, así que con un poco de suerte deberíamos poder trazar sus movimientos por la costa sur. Ray Packard y yo vamos a trabajar en ello en cuanto acabe esta reunión.

– Bien pensado. Pero no podemos dar por sentado que el Scoob-Eee estuviera implicado, así que deberíamos investigar también al resto de los barcos.

Grace encargó la tarea a dos agentes presentes en la reunión. Luego miró a Potting.

– Muy bien, Norman. Antes he dicho que quizás estemos buscando entre la gente «equivocada».

Potting frunció el ceño.

– Te encargué que contactaras con todos los coordinadores de trasplantes para ver si alguna de las víctimas les resultaban familiares, pero aún no has encontrado nada, ¿verdad?

– Así es, jefe. Y hemos avanzado bastante en la búsqueda.

– Tengo algo que podría ser mejor. No sé cómo no se nos ha ocurrido antes. Lo que tenemos que hacer es investigar a todas las personas que han estado en una lista de trasplantes a la espera de un corazón, un pulmón, un hígado o un riñón y que no hayan recibido un trasplante, pero que, aun así, se hayan borrado de la lista.

– Habrá muchas razones por las que podrían borrarse de la lista, ¿no, Roy? -dijo Potting.

Grace sacudió la cabeza.

Tal como yo lo veo, nadie que esté a la espera de un riñón o un hígado se cura por sí solo, salvo que se produzca un milagro. Si se retiran de la lista es por uno de dos motivos: o ya han conseguido el trasplante por otros medios… o han muerto.

Su teléfono móvil empezó a sonar. Lo sacó y miró la pantalla. Al instante reconoció el prefijo de Alemania, el +49, al principio del número que aparecía. Era Marcel Kullen, que llamaba desde Múnich.

Levantando una mano a modo de disculpa, salió de la sala de reuniones, al pasillo.

– Roy -dijo el policía alemán-, querías que llamara a ti cuando la vendedora de órganos, Marlene Hartmann, volviera a Múnich. ¿Sí?

– ¡Sí, gracias!

A Grace le divertía que el alemán alterara constantemente el orden de los verbos y los pronombres.

Volvió anoche, a última hora. Y esta mañana ya ha hecho tres llamadas telefónicas a un número de tu ciudad, Brighton.

– ¡Genial! ¿Hay posibilidades de que me des el número?

– ¿No revelarás la fuente?

– Tienes mi palabra.

Kullen se lo leyó.

77

A las nueve menos cuarto de la mañana, Lynn estaba sentada en la cocina, con su ordenador portátil abierto, estudiando los cinco mensajes de correo electrónico que habían llegado por la noche. Luke, que había pasado parte de la noche con Caitlin y luego tirado en el sofá del salón, se sentó a su lado. Todos los mensajes eran testimonios de clientes de Transplantation-Zentrale. Uno era de una madre de Phoenix, en Estados Unidos, cuyo hijo de trece años había recibido un hígado a través de la alemana dos años antes, y le daba un número de teléfono por si Lynn quería llamarla. Decía estar encantada con el servicio y segura de que su hijo no estaría vivo en aquel momento si no hubiera sido por la ayuda de Marlene Hartmann.

Otro era de un hombre en Ciudad del Cabo que había recibido un nuevo corazón a través de la compañía hacía sólo ocho meses. Él también afirmaba estar encantado y le daba un número de teléfono.

El tercero era también de Estados Unidos, y resultaba especialmente conmovedor; era de la hermana de una chica de veinte años de Madison, en el estado de Wisconsin, que había recibido un riñón y decía que Lynn podía llamarla en cualquier momento. El cuarto era de una mujer sueca de Estocolmo cuyo marido, de treinta años, había recibido un corazón y unos pulmones. El quinto era de una mujer de Manchester cuya hija de dieciocho años había recibido un trasplante de hígado hacía un año. Le daba su número de casa y de móvil.

Lynn, aún con la bata puesta, dio un sorbo a su taza de té. Apenas había pegado ojo en toda la noche debido a la excitación. En una ocasión, Caitlin había entrado en su habitación, llorando por el escozor que tenía después de haberse rascado las piernas y los brazos hasta levantarse la piel. Después de curarla no había podido volver a dormir, intentando repasarlo todo mentalmente.

Aceptar el dinero de Luke le suponía un peso enorme. Igual que aceptar los ahorros de su madre. La contribución de Mal le preocupaba menos; al fin y al cabo, Caitlin también era hija suya. Pero ¿y si el trasplante no funcionaba? El contrato que le había dejado Frau Hartmann cubría la posibilidad de que el hígado trasplantado no funcionara bien. En caso de fallo o rechazo, se le proporcionaría otro hígado al cabo de menos de seis meses y sin cargo. Pero, aun así, no tenían garantías de que el trasplante saliera bien.

Y, suponiendo que fuera todo bien, luego estaba el problema de encontrar varios miles de libras al año para pagar los fármacos antirrechazo durante toda la vida.

No obstante, lo que estaba claro es que no había alternativa. Más que lo impensable.

¿Y si Marlene Hartmann era una impostora? Después de entregarle todo aquel dinero, recolectado con tanta dificultad, podría desaparecer. Desde luego, la empresa figuraba en todos los registros a tenor de las investigaciones que había hecho, furtivamente, desde el trabajo el día anterior, y ahora tenía aquellos contactos de referencia, con quienes sin duda contactaría. Pero igualmente le preocupaba tremendamente dar el siguiente paso: firmar y enviar el contrato por fax y hacer una transferencia del cincuenta por ciento de los honorarios, 150.000 euros, a Múnich.

En la televisión daban Breakfast, pero tenía el volumen apagado. Los presentadores estaban sentados en el sofá, charlando y riéndose con una invitada, una bella joven de poco más de veinte años que reconoció vagamente, pero que no consiguió situar. Tenía el pelo oscuro y una constitución similar a la de Caitlin. Y de pronto vio a Caitlin allí sentada, en aquel sofá, charlando y riéndose con los presentadores. Diciéndoles que había estado a punto de morir, pero que había vencido al sistema. ¡Sííííí!