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Los propietarios anteriores eran una pareja de ancianos; cuando Lynn se había mudado, tenía un montón de planes para redecorarla. Pero siete años después aún no había podido pagarse siquiera la sustitución de las viejas moquetas, así que mucho menos llevar a cabo sus planes más ambiciosos de tirar tabiques y cambiar el jardín.

Lo único que había conseguido hasta ahora era pintar y cambiar el papel pintado. La deprimente cocina aún tenía un trasnochado olor a viejo, a pesar de todos sus esfuerzos con hierbas secas y ambientadores en los enchufes.

«Un día -solía prometerse a sí misma-. Un día.»

El mismo «día» que pretendía construirse un pequeño taller en el jardín. Le encantaba pintar paisajes de Brighton a la acuarela y había conseguido vender algunos.

Abrió la puerta principal y entró en el estrecho recibidor. Miró a lo alto de la escalera, preguntándose si Caitlin se habría levantado ya, pero no oyó nada.

Acongojada, subió las escaleras. En lo alto, pegado a la puerta de Caitlin, había un gran cartel escrito a mano en rojo sobre blanco y que decía: «Llama antes de entrar». Llevaba ahí más tiempo del que podía recordar. Llamó.

No hubo respuesta, como era habitual. Caitlin estaría dormida o machacándose los tímpanos con la música. Entró. Por el aspecto del interior de la habitación parecía que una excavadora hubiera recogido un montón de cosas de una tienda al por mayor y las hubiera dejado caer a través de la ventana.

Entre la maraña de ropa, peluches, CD, DVD, zapatos, estuches de maquillaje, una papelera rosa rebosante, un taburete rosa boca abajo, muñecas, un móvil de mariposas de metacrilato, bolsas de plástico de Top Shop, River Island, Monsoon, Abercrombie and Fitch, GAP y Zara, y una diana con una boa violeta colgando, estaba la cama. Caitlin estaba tumbada de lado, en una de las muchas posiciones estrambóticas en las que dormía, con los brazos y las piernas en jarras y una almohada sobre la cabeza, el culo y los muslos a la vista, asomando por el edredón, los auriculares del iPod encajados en las orejas y el televisor encendido, con lo que debía de ser una reemisión de The Hills.

Parecía como si estuviera muerta.

Y en un momento de pánico Lynn pensó que lo estaba. Se acercó de un salto, enredándose los pies en el cable del cargador del móvil de su hija, y le tocó el brazo, largo y fino.

– Estoy dormida -protestó Caitlin.

Lynn sintió una oleada de alivio. La enfermedad había alterado los patrones de sueño de su hija. Sonrió, se sentó al borde de la cama y le frotó la espalda. Con su pelo corto y negro engominado, a veces Caitlin parecía una muñeca articulada. Alta, desgarbada y demacrada de tan delgada, daba la impresión de que, en vez de huesos, tenía un alambre flexible bajo la piel.

– ¿Cómo te encuentras?

– Me pica.

– ¿Quieres desayunar? -preguntó, esperanzada.

Caitlin no era una anoréxica patológica, pero estaba cerca.

Le obsesionaba su peso, odiaba comer cosas como el queso o la pasta, que decía que era «comer grasa», y se pesaba constantemente.

Sacudió la cabeza.

– Necesito hablar contigo, cariño.

Miró el reloj. Eran las 10.05. El día anterior ya había avisado en el trabajo que llegaría tarde, y tendría que volver a llamar dentro de un rato y decirles que no iba a estar en todo el día. El médico sólo tenía un margen de tiempo limitado, por la tarde, para ver a Caitlin.

– Estoy ocupada -gruñó su hija.

En un arranque de rabia, Lynn le quitó los auriculares.

– Es importante.

– ¡Relájate, tía! -replicó Caitlin.

Lynn se mordió el labio y se quedó callada un momento. Luego dijo:

– He pedido hora con el doctor Hunter para esta tarde. A las dos y media.

– Me estás agobiando. Esta tarde he quedado con Luke.

Luke era su novio. Estudiaba algo de tecnologías de la información en la Universidad de Brighton, algo que nunca había sabido explicarle de un modo que ella lo entendiera. De entre los haraganes que había conocido Lynn en toda su vida, Luke era todo un espécimen. Caitlin llevaba saliendo con él algo más de un año. Y en todo aquel tiempo, sólo había conseguido extraerle unas cinco palabras, y no sin dificultad. «Sí, eso, bueno, ya sabes» parecían ser los límites absolutos de su vocabulario. Empezaba a pensar que la atracción que sentían debía deberse a que ambos procedían del mismo planeta, algún lugar en la otra punta del universo. Algún rincón en el culo de la galaxia.

Besó a su hija en la mejilla y le acarició con dulzura el pelo tieso.

– ¿Cómo te encuentras hoy, tesoro? ¿Aparte del picor?

– Bueno, bien. Estoy cansada.

– Acabo de ver al doctor Hunter. Tenemos que hablar de esto.

– Ahora no. Estoy frita. ¿Vale?

Lynn se quedó sentada, muy quieta, y respiró hondo, intentando controlar los nervios.

– Cariño, la cita con el doctor Hunter es muy importante. Quiere que te mejores. Parece que el único modo de conseguirlo es haciéndote un trasplante de hígado. Quiere hablar contigo al respecto.

Caitlin asintió.

– ¿Me devuelves los auriculares? Ésta es una de mis canciones favoritas.

– ¿Qué estás escuchando?

– Rihanna.

– ¿Has oído lo que te he dicho, tesoro? ¿Sobre lo del trasplante de hígado?

Caitlin se encogió de hombros y luego gruñó.

– Lo que tú quieras.

9

Navegando a una velocidad cansina de apenas doce nudos, el Arco Dee tardó algo menos de una hora y media en llegar a la zona de dragado. Malcolm Beckett pasaba la mayor parte de su tiempo llevando a cabo comprobaciones rutinarias de las cuarenta y dos alertas sonoras y luminosas del barco. Acababa de completar unas labores de mantenimiento en tres de ellas, la alarma de la sala de máquinas, la del pantoque y la de fallo del propulsor de proa, y ahora estaba en el puente, comprobando cada una de las luces de aviso correspondientes en el panel.

A pesar del viento frío y cortante, lucía un sol espléndido y el suave balanceo del barco resultaba cómodo para todos los tripulantes. Aquellos días eran los que más le gustaban para navegar. Pero en esta ocasión una nube gris le empañaba el ánimo: Caitlin.

Cuando acabó con las luces, comprobó la pantalla de información meteorológica para ver si había alguna novedad, y comprobó, aliviado, que la previsión para el resto del día seguía siendo buena. La del día siguiente daba viento de suroeste de fuerza 5 a 7, rolando a oeste de fuerza 5 ó 6, con mar moderada o agitada y alguna lluvia ocasional. Menos agradable, pero nada preocupante. El Arco Dee podía dragar con un viento constante de fuerza 7, pero a partir de ahí las condiciones de trabajo eran demasiado peligrosas y el equipo de dragado podía dañarse, especialmente la cabeza de dragado al golpearse contra el lecho marino.

Originalmente el barco había sido construido para trabajar junto a la costa, en aguas tranquilas, y el fondo plano le daba un calado de sólo cuatro metros con carga. Aquello resultaba útil para trabajar en puertos con arenales, como el de Shoreham, donde, con marea baja, la bocana del puerto tenía tan poca profundidad que dificultaba el paso de los barcos. El Arco Dee podía entrar y salir hasta una hora antes o después del momento de menos agua; el inconveniente es que a cambio resultaba más incómodo en alta mar.

En la reconfortante calidez del amplio puente, equipado con los aparatos más modernos, había un ambiente de calma y concentración. Estaban a diez millas náuticas del sureste de Brighton, casi en la zona de dragado. Unas líneas amarillas, verdes y azules en una pantalla negra trazaban un rectángulo torcido que marcaba los 260 kilómetros cuadrados de lecho marino de la concesión que había obtenido del Gobierno el Hanson Group, grupo empresarial propietario de aquella flota de dragas. El terreno estaba tan delimitado como el de cualquier finca en tierra, y si se salían de aquella zona exacta se arriesgaban a recibir multas considerables y a perder los derechos de dragado.