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Glenn Branson sacudió la cabeza.

– No, yo no creo que se saliera de la zona de cobertura.

Levantó la vista. Todos los demás tenían el ceño fruncido.

– Éste es el punto desde donde se transmitió la última señal, la última «actualización de la localización» -precisó-. Ahora bien, el rango de alcance de las estaciones base estándar en dirección al mar es de unos treinta y dos kilómetros. Pero me han dicho que las compañías de telefonía móvil, siempre que pueden, construyen los repetidores de la costa en posiciones excepcionalmente altas para aumentar su alcance, para poder cobrar lucrativas tarifas de roaming a los barcos extranjeros que pasan por ahí, de modo que la cobertura en este lugar probablemente llegue algo más lejos; podría ser de hasta cincuenta kilómetros.

Gonzo garabateó unas operaciones en un cuaderno.

– Bueno -dijo Glenn-, todos conocéis el Scoob-Eee. No es un barco rápido: su velocidad máxima es de diez nudos, unos dieciocho kilómetros por hora. Cuando se recibió esta última señal, sólo llevaba en el mar noventa minutos, y seguía una ruta en diagonal, con lo que se habría adentrado unos dieciséis kilómetros en el mar, en una zona con perfecta cobertura.

Hubo unos momentos de silencio, mientras todos pensaban en aquello. Fue Tania Whitlock quien lo rompió.

– ¿A lo mejor se le acabó la batería? -sugirió.

– Es posible, pero era un navegante experimentado y el teléfono era una de sus herramientas básicas de trabajo. ¿No crees que es poco probable que se hiciera a la mar sin un cargador o con una batería sin carga?

– Pudo habérsele caído por la borda -propuso Gonzo.

– Sí, es cierto -concedió Glenn-. Pero también es poco probable en un navegante experimentado.

Gonzo se encogió de hombros.

– Sí, Towers sabía lo que se hacía, pero eso puede suceder. ¿Tú crees que pasó otra cosa?

Branson se lo quedó mirando fríamente.

– ¿Y la posibilidad de que se hundiera?

– ¡Ah, ahora lo pillo! -dijo Arf-. Tú quieres que vayamos hasta allí y echemos un vistazo, que rastreemos el fondo…

– ¡Veo que lo habéis pillado enseguida! -exclamó Branson.

– Es un barco muy sólido, hecho para soportar mucho oleaje -dijo JIPE-. Es poco probable que se hundiera.

– ¿Y si sufrió un accidente? -replicó Branson-. ¿Un choque? ¿Un incendio? ¿Un sabotaje? O algo más siniestro.

– ¿Como qué, Glenn? -preguntó Tania.

– Ese «crucero» no tenía ningún sentido -explicó Branson-. He interrogado a su mujer. El viernes por la noche celebraban su aniversario de boda. Tenían una reserva en un restaurante. No tenía ninguna travesía nocturna de pesca programada con ningún cliente. Y sin embargo, en lugar de irse a casa, se subió al barco y se hizo a la mar.

– Sí, bueno, yo puedo entenderlo -dijo Arf-. Entre una cena con la parienta o salir a navegar solo… No hay color.

Todos sonrieron. Tania, que sólo llevaba casada unos meses, con menos convicción que sus colegas.

Gonzo señaló a la ventana.

– Ahí fuera sopla un vendaval de fuerza nueve. ¿Sabes cómo estará el mar en estos momentos?

– Algo movidito, imagino -respondió Glenn, mirándolo socarronamente.

– Sí tú quieres salir con nosotros, colega, iremos -dijo JIPE-. Pero tú te vienes.

79

Lynn estaba sentada a su mesa, en el despacho de los Harriet Hornets, con los auriculares del teléfono puestos. Echó un vistazo al calendario, clavado en el biombo separador rojo, a la derecha de la pantalla del ordenador.

«Aún tres semanas para Navidad», pensó. Nunca se había sentido tan poco preparada -o tan poco interesada- en su vida. Sólo había un regalo de Navidad que le interesara.

Su amiga Sue Shackleton le había dicho que podía conseguirle 10.000 libras enseguida. Aquello dejaba un déficit de 15.000 libras.

En aquel mismo momento, Luke estaba en su banco, preparándolo todo para la transferencia de 150.000 euros a la Transplantation-Zentrale de Marlene Hartmann. Pero no efectuaría la transferencia hasta que hubieran comprobado todas las referencias.

De momento, en aquel sentido, iba muy bien. Había hablado con la mujer de Manchester, que se llamaba Marilyn Franks. El trasplante de hígado de su hija se había hecho en una clínica de Sussex, cerca de Brighton, y había sido un éxito completo. Marilyn Franks no se cansaba de cantar las alabanzas de Marlene Hartmann.

Lo mismo ocurría con el hombre de Ciudad del Cabo. Al principio había tenido complicaciones, pero le aseguró a Lynn que los cuidados tras la operación habían sido mucho más completos de lo que se habría podido imaginar. La mujer de Estocolmo a cuyo marido le habían trasplantado el corazón y los pulmones tampoco escatimaba en elogios. En aquellos dos casos, las operaciones se habían llevado a cabo en clínicas de la zona.

Aún era demasiado pronto para llamar a Estados Unidos, pero con lo que había oído, Lynn ya estaba convencida. Aun así, tenía que completar las comprobaciones. Se lo debía a Luke, especialmente. Y no iba a haber una segunda oportunidad.

Si todo iba bien, aquella misma tarde, o al día siguiente como mucho, después de que hubiera hablado con los otros dos contactos de referencia, habrían efectuado la transferencia de la primera mitad del dinero. El otro cincuenta por ciento tendrían que entregarlo en efectivo el día del trasplante. Lo que le daba unos días, como mucho, para encontrar las 15.000 libras restantes.

Había sondeado a la alemana sobre lo que ocurriría si no conseguía la totalidad del dinero y Marlene se había mostrado inflexible. Era todo o nada. No podía ser más clara.

Quince mil. Aún era mucho dinero, y aún más si tenía que conseguirlo en una semana, o quizá menos. Por si fuera poco, se preveía que el cambio de la libra con respecto al euro empeorara. Aquello significaba que aún le faltaría más dinero.

En el momento en que Luke hiciera la transferencia empezaría la cuenta atrás. Los días siguientes, Lynn podía recibir una llamada de la alemana en cualquier momento, para anunciarles a ella y a Caitlin que las recogerían en un plazo de dos horas para llevarlas a la clínica. Tal como Marlene había explicado, no se podía predecir cuándo iba a producirse un accidente del que resultara un órgano apto.

Miró a su alrededor. En las mesas del despacho empezaban a aparecer tarjetas de Navidad, y pequeños toques de espumillón aquí y allá, y ramitos de muérdago. Pero la empresa tenía unos cuantos empleados musulmanes, por lo que se había decidido que la Navidad no se celebrara abiertamente, para no ofender a los no cristianos. Así que, un año más, no habría adornos de Navidad ni comida oficial.

El año anterior aquello le había sentado muy mal, pero ahora a Lynn no le importaba. En aquel momento sólo le preocupaba una cosa. La hora. Era la una menos cinco. A la una se producía un éxodo para el almuerzo y varios de sus colegas de los Harrier Hornets desaparecían puntualmente. En particular Katie y Jim, que se sentaban a su lado y que, si se ponían a escuchar, podían oír todo lo que decía, así como su directora de equipo, Liv Thomas.

En la pantalla de la pared, el incentivo acumulado había aumentado a 1.450 libras. Era la gran campaña prenavideña, para hacerse con el dinero antes de que los clientes se lo fundieran todo en regalos y bebida.

Haciendo un gran esfuerzo por concentrarse en el trabajo, pero sin ninguna esperanza de conseguir el bote de la semana, marcó el siguiente número de su lista. Unos momentos más tarde le respondió una voz femenina que arrastraba las palabras.

– ¿Señora Hall?

– ¿Quién es?

– Soy Lynn, de Denarii. Hemos visto que este lunes no ha hecho su pago semanal.