Grace sonrió.
– ¿No deberíamos presentar una solicitud para pincharle el teléfono, Roy? -propuso David Browne.
– No creo que tengamos suficiente para eso, de momento, pero sí para pedir una orden de registro de las llamadas a ese número.
– Posiblemente esa tal Lynn Beckett también tenga un móvil -observó Guy Batchelor.
– Sí, alguien tendrá que ponerse en contacto con las operadoras de telefonía móvil y ver qué tienen registrado con ese nombre y esa dirección -dijo. Luego volvió a sus notas-. Mañana me voy a Múnich; volveré por la tarde. La inspectora Mantle tomará el mando hasta que yo vuelva. ¿Alguna pregunta?
No hubo ninguna hasta después de terminar la reunión, cuando Glenn Branson alcanzó a Roy Grace mientras éste volvía a su despacho por el laberinto de pasillos. Se pararon enfrente de un diagrama que recordaba una telaraña, clavado a un tablón de fieltro rojo con el epígrafe «Habituales motivos posibles».
– Eh, colega -dijo Glenn-. Ese viaje a Múnich… No tendrá que ver con Sandy, ¿verdad?
Grace negó con la cabeza.
– No, por Dios. Tengo una cita con la vendedora de órganos. Voy a fingir que soy un cliente. Y mientras estoy por allí, mi amigo de la LKA me va a pasar unos archivos… bajo mano.
En el diagrama que había tras la cabeza de Glenn, Grace leyó las palabras: «deseo, control del poder, odio, venganza».
Glenn se le quedó mirando.
– ¿Estás seguro de que ése es el único motivo de tu visita? Es que…, ya sabes…, tú y yo no hemos hablado de Sandy desde hace mucho tiempo y ahora te vas al lugar donde declararon que la habían visto.
– Aquello era una pista falsa, Glenn. ¿Sabes lo que creo realmente?
– No, nunca me has dicho lo que crees realmente. ¿Tienes tiempo para una copa?
Grace consultó su reloj.
– En realidad tengo que pasar por casa para coger algo de ropa, pero primero tengo para media hora en mi despacho. ¿Dónde te apetece ir?
– ¿Al de siempre?
Grace se encogió de hombros. El Black Lion no era su pub favorito, en una ciudad llena de locales estupendos, pero estaba a mano y tenía aparcamiento propio. Volvió a mirar el reloj.
– Nos vemos allí a las ocho menos cuarto. Pero sólo una copa.
Cuando Grace llegó, diez minutos más tarde de lo acordado, Glenn ya estaba sentado en una mesa tranquila en un rincón, con una pinta de cerveza delante y un vaso de whisky con hielo, con una jarrita de agua al lado, para Grace.
– ¿Glennfiddich? -dijo Branson.
– Buen chico.
– No sé cómo puede gustarte eso.
– Sí, bueno, yo no sé cómo puede gustarte la Guinness.
– No, lo que quiero decir es que el Glenfiddich no es un malta «puro», ¿no?
– Ya, pero de todos los que he bebido es el que más me gusta. ¿Eso te causa un problema?
– ¿Te acuerdas de la película Whisky a go go?
– ¿La del naufragio de aquel barco frente a las costas de Escocia, con las bodegas llenas de whisky?
– Estoy impresionado. A veces me sorprendes realmente. No eres un completo analfabeto cultural. Aunque tengas un gusto horrendo en cuanto a ropa y música.
– Sí, bueno, no querría ser demasiado perfecto -respondió, burlón.
– Bueno, ¿y cómo estás? ¿Cómo está la señora Branson?
– No hablemos del tema siquiera -dijo Glenn, sacudiendo la cabeza-. Es un jodido desastre. -Levantó su pinta y bebió. Luego, limpiándose la espuma de la boca con el dorso de la mano, dijo-: Yo quiero que me hables de Múnich…, ¿y de Sandy, quizá?
Grace cogió su vaso e hizo girar los cubitos de hielo. Por los altavoces del pub se oía la voz nasal de Johnny Cash cantando Ring of fire.
– Eso sí que es música.
Branson puso los ojos en blanco.
Grace dio un sorbo al whisky y dejó el vaso en la mesa.
– Creo que Sandy está muerta, y que lleva muerta mucho tiempo. He sido un tonto por mantener las esperanzas. Lo único que he conseguido es perder nueve años de mi vida. -Se encogió de hombros-. Todos esos médiums. -Dio otro sorbo al whisky-. ¿Sabes? Muchos de ellos decían lo mismo, que no podían contactar con ella, lo que significaba que no estaba en forma de espíritu, en el mundo de los espíritus.
– ¿Y eso qué significa?
– Si no está en el mundo de los espíritus -es decir, muerta-, se supone que tiene que estar viva, según su lógica. -Bebió un poco más y, sorprendido, observó que había vaciado el vaso. Lo levantó-. ¿Eso era uno doble?
Glenn asintió.
– Me pediré otro, uno normal, para no pasar del límite. ¿Media pinta más para ti?
– Una entera. Soy un tío grande. ¡Lo asimilo mejor que tú!
Grace volvió con las bebidas y se sentó. Observó que, en su ausencia, Branson había vaciado su primera pinta.
– Así pues, ¿no crees en esos médiums? -preguntó Branson-. ¿Aunque siempre hayas creído en lo paranormal?
– No sé qué creer. El año que viene se cumplirán diez años de su desaparición. Es suficiente tiempo. O está físicamente muerta o, por lo menos, está muerta para mí. Si está viva y no ha contactado conmigo en diez años, ya no lo hará. -Se quedó en silencio por un momento-. No quiero perder a Cleo, Glenn.
– Una mujer estupenda. En eso estoy de acuerdo contigo.
– Si no me libero de Sandy la perderé. Y no voy a dejar que eso ocurra.
Glenn tocó apenas el rostro de su amigo con el puño.
– Buen chico. Es la primera vez que te oigo hablar así.
Grace asintió.
– Es la primera vez que me siento así. He dado instrucciones a mi abogado para que inicie el proceso para declararla legalmente muerta.
– Pero ya sabes, colega -dijo Glenn, mirándolo fijamente-, no se trata del proceso legal; lo más importante es el proceso mental.
– ¿Qué quieres decir con eso?
Glenn se dio unos golpecitos con el dedo en la sien.
– Se trata de creérselo. Aquí dentro.
– Ya lo hago -dijo Roy Grace, con una sonrisa irónica!-. Créeme, soy poli.
81
El doctor Ross Hunter estaba sentado al borde de la cama de Caitlin, mientras Lynn le preparaba a toda prisa una taza de té en la planta baja.
La caótica habitación estaba desordenada y mal ventilada, impregnada del olor acre del sudor de Caitlin. El médico sentía el calor sofocante que desprendía mientras observaba a través de sus gafas de media luna con montura de carey aquel rostro ictérico y sus profundas ojeras. Caitlin, con el cabello enredado, yacía bajo las sábanas, apoyada en las almohadas, con un camisón y una bata rosa. Tenía los auriculares por el cuello y el pequeño iPod blanco sobre el edredón, junto a un libro sobre la vida de la modelo Jordan y varios ositos de peluche.
– ¿Cómo te encuentras, Caitlin? -preguntó el doctor.
– Me han enviado purpurina -masculló con una voz apenas audible.
– ¿Purpurina? -preguntó él, frunciendo el ceño.
– Me han enviado purpurina, en Facebook -murmuró ella, críptica.
– ¿Qué quieres decir exactamente con «purpurina»?
– Es como…, una cosa del Facebook; Mi amiga Gemma me la ha enviado. Y Mitzi me ha dado un toque.
– ¡Oh! -respondió él, aparentemente divertido.
– Mitch Symons me ha enviado ruedas, ya sabe, para que me pueda mover mejor.
El médico miró por la habitación en busca de ruedas. Se quedó mirando a la diana de la pared, con una boa púrpura colgada de los dardos. Y al estuche del saxofón apoyado en una pared. Luego a un minúsculo caballo de juguete con ruedas, entre los zapatos tirados por la moqueta.
– ¿Esas ruedas?
Ella sacudió la cabeza.
– No -murmuró, haciendo girar la mano derecha, como si quisiera rescatar una idea del interior de su cabeza. Es una especie de cosa del Facebook. Para moverse. Son virtuales.