Cerró los ojos, exhausta por el esfuerzo de hablar.
Él se agachó y abrió su maletín. En aquel momento, Lynn volvía con el té y una galleta en el platillo. El médico le dio las gracias y luego se centró en Caitlin.
– Sólo quiero tomarte la temperatura y la tensión. ¿Vale?
Sin abrir los ojos siquiera, Caitlin asintió. Luego susurró:
– Lo que sea.
Diez minutos más tarde bajó las escaleras, seguido de Lynn. Entraron en la cocina y se sentaron a la mesa. Ella sabía lo que iba a decir antes de que abriera la boca, sólo por la expresión preocupada de su cara.
– Estoy muy preocupado por ella, Lynn. Está muy enferma.
Lynn notó que se le humedecían los ojos y sintió la tentación desesperada de sincerarse y contarle lo que estaba haciendo. Pero no podía predecir su reacción. Sabía que era un hombre absolutamente íntegro y que, creyera o no en la opción que había tomado, nunca podría perdonárselo. Así que se limitó a asentir, compungida, en silencio.
– Sí -respondió ella, con el corazón en un puño-, lo sé.
– Necesita volver al hospital. ¿Puedo llamar una ambulancia?
– Ross -reaccionó ella-, mira… -Entonces sacudió la cabeza y hundió la cara entre las manos, intentando desesperadamente pensar con claridad-. Dios santo, Ross, estoy perdiendo la cabeza.
– Lynn -dijo él, con delicadeza-. Sé que crees que puedes cuidarla aquí, pero la pobre chica está sufriendo mucho, además de correr un gran peligro. Tiene todo el cuerpo en carne viva de rascarse, y mucha fiebre. Está empeorando muy rápidamente. Me ha impresionado lo mucho que se ha deteriorado desde la última vez que la vi. Si quieres que te diga la verdad con toda crudeza, aquí, en ese estado, no va a sobrevivir. He hablado de ella con el doctor Granger hace un rato. El trasplante es la única opción y lo necesita muy urgentemente, antes de que se debilite demasiado.
– ¿Quieres que vuelva al Royal?
– Sí. Enseguida. Esta misma noche.
– ¿Has estado allí alguna vez, Ross?
– No, hace años que no.
– Ese sitio es una pesadilla. No es culpa suya. También hay buena gente. No sé de quién es la culpa…, pero es un infierno. Es fácil para ti decir que debe estar en un hospital, pero ¿eso qué significa? ¿Meterla en un pabellón mixto, con ancianos dementes que intentan meterse en su cama a medianoche? ¿Donde tienes que pelearte para conseguir una silla de ruedas para llevarla de un sitio a otro? ¿Donde no me permiten estar con ella, consolarla, a partir de las ocho y media de la tarde?
– Lynn, no ponen a niños en pabellones de adultos.
– Lo han hecho. Cuando estaban desbordados.
– Estoy seguro de que podemos asegurarnos de que eso no ocurre otra vez.
– Me muero de miedo por ella, Ross.
– Ahora conseguirá el trasplante enseguida.
– ¿Estás seguro, Ross? ¿Estás realmente seguro? ¿Sabes cómo funciona el sistema?
– El doctor Granger se asegurará de eso.
Ella negó con la cabeza.
– Estoy segura de que el doctor Granger actúa de buena fe, pero no conoce el maldito sistema más que tú. Se reúnen una vez a la semana, los miércoles, para decidir quién recibe los trasplantes esa semana, y eso suponiendo que aparezca un hígado apto. Hoy es jueves por la noche, así que, con suerte, nos darían luz verde el próximo miércoles. Casi una semana entera. ¿Va a sobrevivir una semana?
– Aquí no sobrevivirá -dijo él, sin rodeos.
Ella alargó la mano y cogió la suya, y hecha un mar de lágrimas dijo:
– Aquí tiene más posibilidades, Ross, créeme. Las tiene. Tú no preguntes. Por favor, no preguntes.
– ¿Qué quieres decir con eso, Lynn?
Ella se quedó callada un momento. Luego dijo:
– La llevaré al Royal en el momento en que tengáis un hígado para ella. Hasta entonces, se queda aquí. Eso es lo que quiero decir. ¿De acuerdo?
– Haré todo lo que pueda -replicó él-. Te lo prometo.
– Sé que lo harás. Pero entiende que yo soy su madre, y yo también haré lo que «yo» pueda.
82
La nieve caía a gruesos copos en el momento en que Ian Tilling aparcaba su destartalado Opel Kadett en un tramo vacío de la calle, a sólo unos doscientos metros de la entrada de la Gara de Nord. Como siempre, al apagar el contacto, el motor siguió traqueteando y girando unos segundos hasta darse por vencido.
Salió del coche, con Andreea e Ileana, y cerró de un portazo. Le gustaba Ileana. Era una cuidadora comprometida, dedicada plenamente a ayudar a los más desfavorecidos de Bucarest. Tenía una bonita cara, pese a su nariz aguileña, pero, casi como si quisiera alejar a los admiradores deliberadamente, llevaba la melena comprimida en un moño de matrona, unas gafas que no le favorecían nada y una ropa más funcional que femenina.
En más de una ocasión, cuando habían trabajado juntos, él había pensado en el impresionante aspecto que tendría si se maquillara un poco. También le divertía la persistencia del cachondo subcomisario Radu Constantinescu al insistirle para que la convenciera de que saliera a tomar una copa con él, y la desenvoltura de ella para rechazarlo en todas las ocasiones.
En aquella calle a veces había prostitutas, pero para decepción suya no había ninguna aquella noche. Allí era donde esperaba encontrar a la tal Raluca. Sintiendo el aire glacial de la noche, subió los escalones tras Ileana y entró en la lúgubre y enorme estación término de Bucarest. Casi inmediatamente, Ian vio un grupito de niños de la calle a su izquierda. Cien metros más allá, bajo la débil luz de sodio de las bombillas del techo, un pequeño grupo de policías fumaban y bromeaban.
– Ésos son amigos de Raluca, allí -le dijo Ileana en voz baja, señalando con el pulgar, enfundado en un guante, hacia el grupo.
– Muy bien. Llevémosles algo.
Seguido por las dos chicas, atravesó el vestíbulo desierto, pasando junto al café Metropol, ya cerrado, y junto a un viejo barbudo con un gorro de lana, vestido con harapos y botas de lluvia que agitaba una botella de licor y que llevaba allí desde siempre, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared, en aquel mismo lugar y con aquellas mismas ropas. Se detuvo un momento y dejó caer un billete de cinco leis sobre las cuatro monedas colocadas frente al viejo, y a cambio recibió un alegre saludo.
En aquel silencio cavernoso, Tilling oyó el traqueteo de las ruedas de un tren que iban adquiriendo velocidad en algún andén cercano, y la mirada se le fue automáticamente al tablón de salidas y llegadas. El puesto de golosinas estaba a punto de cerrar, pero Ian convenció al antipático propietario para que les vendiera un montón de chocolatinas, galletas, patatas fritas y refrescos, que metieron en varias bolsas de plástico y llevaron a los pequeños vagabundos.
A unos cuantos los conocía. Había un chico alto y delgado de unos diecinueve años llamado Tavian que llevaba un gorro de lana azul con orejeras, una chaqueta militar de camuflaje sobre una cazadora de nailon gris y varias capas de ropa debajo. Tenía en brazos un bebé dormido, vestido con un mono de pana y envuelto en una manta. Tavian siempre sonreía; Tilling no sabía si era por naturaleza o porque estaba permanentemente colocado con Aurolac, pero sospechaba que por lo segundó.
– Os he traído unos regalos -dijo el ex policía inglés en rumano, tendiéndoles las bolsas.
El grupo las agarró. Se las disputaron para mirar dentro y escarbaron en ellas con las manos. Nadie le dio las gracias.
Ileana se dirigió a otra chica del grupo, una gitana de una edad indeterminada vestida con una chaqueta de chándal rosa fluorescente y unos pantalones verdes brillantes, con una bufanda al cuello.
– Stefania, ¿cómo estás? -le dijo en rumano.
– No muy bien -dijo la chica, abriendo una bolsa de patatas-. Hace un tiempo de mierda. Y es una época muy mala. Nadie tiene dinero para dárselo a los mendigos. ¿Dónde están los turistas? Las Navidades se acercan, ¿verdad? Pero nadie tiene dinero.