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Un joven alto y taciturno con un pequeño bigote y un gorro de lana bordado, una chaqueta negra de borreguillo y unos vaqueros mugrientos llevaba en la mano una botellita de plástico, sin duda de Aurolac. Empezó a quejarse de cómo les estaban tratando últimamente los «pavos» -como llamaban ellos a los policías-. Entonces miró en el interior de una de las bolsas que Stefania tenía abierta y sacó una chocolatina.

– No nos dejan en paz. Es que no nos dejan en paz.

– Estoy buscando a Raluca -dijo Ileana-. ¿Alguien la ha visto esta noche?

Se miraron unos a otros. Estaba claro que todos la conocían, pero sacudieron la cabeza.

– No -dijo Stefania-. No conocemos a ninguna Raluca.

– Venga ya, si estaba aquí con vosotros la semana pasada. ¡Hablé con ella y estabais todos!

– ¿Qué ha hecho de malo? -preguntó otra chica.

– No ha hecho nada de malo -la tranquilizó Ileana-. Necesitamos que nos ayude. Algunos de vosotros estáis en peligro. Queríamos advertiros de una cosa.

– ¿Advertirnos de qué? -preguntó el joven taciturno del bigote.

– Nosotros siempre estamos en peligro. No le importamos a nadie.

– ¿A alguno os han ofrecido trabajos en el extranjero? -preguntó Tilling.

El joven se rio, socarrón:

– Aún estamos aquí, ¿no? -Partió un trozo de chocolate y se lo metió en la boca-. ¿Crees que aún estaríamos aquí si nos hubieran ofrecido un modo de irnos? -dijo, mientras masticaba.

– ¿Quién es este hombre? -preguntó una chica muy tensa desde la parte de atrás del grupo, señalando sospechosamente a Ian Tilling.

– Es un buen amigo nuestro -dijo Ileana.

Andreea sacó los retratos robot de los tres adolescentes muertos de Brighton que llevaba en uno de los bolsillos de su anorak.

– ¿Podéis mirar todos estas fotos y decirme si reconocéis a alguno? -les pidió-. Es muy importante.

El grupo se las pasó, algunos mirando con atención, otros con indiferencia. Stefania fue la que más rato se las miró y luego, señalando el rostro de la chica muerta, preguntó:

– ¿Ésa puede ser Bogdana?

Otra chica cogió la fotografía y la estudió:

– No, conozco a Bogdana. Compartimos refugio un año. No es ella.

Le devolvieron las fotos a Ileana.

– ¿Alguien conoce a un chico llamado Rares? -preguntó Ian Tilling, con el primer plano del tatuaje en la mano.

Una vez más, todos negaron con la cabeza.

De pronto, Stefania se quedó mirando por detrás de ellos. Tilling se giró y vio a una chica de unos quince años, con el cabello largo y oscuro sujeto con clips. Llevaba una chaqueta de cuero, una minifalda del mismo tejido y unas botas negras brillantes hasta la rodilla, y caminaba hacia ellos. Parecía furiosa. Cuando se acercó, Tilling vio que tenía un ojo morado y un arañazo en la otra mejilla.

– ¡Hijo de puta! -dijo Raluca, rabiosa, dirigiéndose a todos y a ninguno en particular-. ¿Sabéis lo que quería ese tipo que le hiciera en su camión? No os lo diré. Le he dicho que se fuera a la mierda y me ha pegado. ¡Y luego me ha tirado a la calle de un empujón!

Ileana se apartó del grupo, rodeó a Raluca con un brazo y se la llevó a unos metros de allí, lejos del alcance de los oídos de los demás. Le examinó el ojo y el arañazo un momento y le preguntó si quería ir a un hospital. La chica se negó en redondo.

– Necesito ayuda, Raluca -dijo Ileana.

Raluca se encogió de hombros, aún furiosa.

– ¿Ayuda? ¿Y a mí quién me ayuda?

– Escucha un momento, por favor, Raluca -le imploró, sin hacer caso al comentario-. Hace unas semanas me dijiste que habías oído hablar de una mujer que les ofrecía trabajos en el extranjero a los chicos, y un apartamento. ¿Sí o no?

Volvió a encogerse de hombros, admitiendo que lo había dicho.

Ileana le enseñó las fotografías.

– ¿Reconoces a alguno de éstos?

Raluca señaló a uno de los chicos.

– Su cara… Lo he visto por ahí, pero no sé cómo se llama.

– Esto es realmente importante, Raluca, créeme. La semana pasada, estos chicos rumanos fueron encontrados muertos en Inglaterra. Les habían quitado todos los órganos internos. Tienes que contarme lo que sepas de esa mujer que ofrece los trabajos.

Raluca se quedó pálida.

– No la conozco, pero yo… -De pronto parecía muy asustada-. ¿Conoces a Simona, y a Romeo, su amigo?

– No.

– Vi a Simona hace un par de días. Estaba contentísima. Me habló de una mujer que le había ofrecido un trabajo en Inglaterra. Va a ir… Se hizo un chequeo… -Se frenó de pronto-. ¡Mierda! ¿Tienes un cigarrillo?

Ileana le dio un cigarrillo, cogió uno también para ella y sacó el encendedor.

Raluca dio una calada y exhaló el humo enseguida.

– ¿Un chequeo?

– La mujer le dijo que tenía que hacerse un chequeo médico…, para conseguir los documentos de viaje.

– ¿Dónde está?

– Vive con su chico, Romeo, y un grupo, bajo la calle, junto a la tubería de calefacción.

– ¿Dónde?

– No lo sé exactamente. Sé en qué zona. Sólo me dijo eso.

– Tenemos que encontrarla -dijo Ileana-. ¿Vendrás con nosotros?

– Necesito dinero para mis drogas. No tengo tiempo.

– Te daremos dinero. Lo mismo que podrías ganar esta noche. ¿Vale?

Unos minutos más tarde se dirigían a toda prisa hacia el coche de Ian Tilling.

83

El Airbus estaba aproximándose a la pista, descendiendo progresivamente por el cielo, claro pero agitado. La luz de los cinturones se acababa de encender. Grace comprobó que tenía el asiento en posición vertical, aunque no lo había tocado durante todo el vuelo. Había estado concentrado en las notas sobre el fallo hepático que un investigador le había preparado, y pensando en lo que quería sacar de la reunión que iba a tener aquella misma mañana con la vendedora de órganos alemana.

Llegaban con veinticinco minutos de retraso, debido al tráfico a la hora del despegue, y aquello era una pega importante, con el poco tiempo que tenía. Miró al suelo desde su ventanilla. El paisaje nevado tenía un aspecto muy diferente al de la última vez que había venido, en verano. Entonces el suelo era un mosaico de colores de campos de cultivo; ahora no era más que una gran superficie blanca. Debía de haber caído una intensa nevada, porque la mayoría de los árboles estaban cubiertos de nieve.

El suelo estaba cada vez más cerca, los edificios se volvían más grandes a cada segundo. Vio grupitos de casas blancas, con los tejados cubiertos de nieve, luego unos bosquecillos y un pueblo. Más grupitos de casas y edificios. La luz era tan intensa que, por un momento, lamentó no llevar gafas de sol.

Resultaba curioso pensar en cómo lo cambiaba todo el tiempo. Sólo unos meses atrás había llegado a Múnich con la esperanza de poder encontrar por fin a Sandy, después de que un amigo cercano le hubiera dicho que estaba seguro de haberla visto en un parque. Pero ahora todas aquellas emociones habían desaparecido; se habían evaporado. Podía decir, con sinceridad, que ya no sentía nada por ella. Era realmente consciente, por primera vez en las últimas semanas, de que estaba en las últimas fases del proceso de dar carpetazo a tantos y tan complejos recuerdos. Había pasado de la oscuridad a la luz.

Grace oyó el ruido del tren de aterrizaje desplegándose bajo sus pies y sintió un breve momento de angustia. Por primera vez en mucho, mucho tiempo, tenía algo por lo que vivir. Su querida Cleo. Estaba convencido de que no se podía querer más de lo que él la quería a ella. La llevaba en su interior, en su corazón, en su alma, en su piel, en sus huesos, en su sangre, cada segundo de su vida.

La idea de que le pudiera suceder algo malo le resultaba insoportable. Y por primera vez, hasta donde le alcanzaba la memoria, se sintió nervioso por su propia seguridad. Nervioso ante la idea de que le pudiera pasar algo que les impidiera estar juntos. Justo ahora que se habían encontrado. Por ejemplo, algo como que ese avión se estrellara al aterrizar y acabara con todos sus ocupantes.