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En aquel momento, el hombre se volvió hacia la madre y entonces Satterthwaite le reconoció.

—¡Monsieur Poirot! ¡Qué sorpresa más agradable!

Poirot se puso en pie y le saludó ceremoniosamente.

Enchanté, monsieur.

Se estrecharon las manos y Satterthwaite se sentó junto al detective.

—Parece que todo el mundo está en Montecarlo. No hace ni media hora que me he encontrado con Cartwright y ahora me encuentro con usted.

—¿Sir Charles está también aquí?

—Sí, navega. ¿Sabía usted que cerró su casa de Loomouth?

—No, no lo sabía. Es una sorpresa.

—No para mí. Cartwright es de esos hombres que no son capaces de vivir mucho tiempo alejados del mundo.

—En eso estoy de acuerdo con usted, pero mi sorpresa es por otra causa. A mí me dio la sensación de que sir Charles tenía un motivo particular para permanecer en Loomouth. Un motivo muy encantador, ¿verdad? ¿Tengo razón o no? Aquella mademoiselle de nombre tan gracioso: Egg[3], ¿verdad?

Los ojos del detective brillaron risueños.

—¿Se fijó usted en ello?

—¡Claro que sí! Siento debilidad por los enamorados. Me parece que usted también la siente. ¡La jeunesse es tan encantadora!

—Entonces, supongo que ya se habrá dado usted cuenta de que la razón que obligó a sir Charles a marcharse de Loomouth. Fue una huida.

—¿De la señorita Egg? ¿Por qué huyó si está enamorado de ella?

—¡Ah! Usted no conoce la mentalidad anglosajona.

—Desde luego, es un buen sistema. Huye de una mujer y ella te seguirá. Sin duda. Como hombre de gran experiencia que es, sabe el resultado.

Satterthwaite sonrió divertido.

—No, no fue ese el motivo. Pero ahora cuénteme, ¿qué está usted haciendo aquí? ¿Está de vacaciones?

—Mis vacaciones son permanentes. He tenido mucha suerte en la vida. Ahora soy rico. Me he retirado de mi profesión y me dedico a recorrer el mundo.

—¡Magnífico!

N'est-ce pas?

—Mamá —dijo en aquel momento el niño inglés—, ¿es que no hay nada que hacer aquí?

—¡Querido! —le reprochó la madre—. ¿No te parece bastante haber salido al extranjero y gozar del calor del sol de este país?

—Sí, ¡pero no se puede hacer nada!

—¡Corre, juega, acércate al mar!

Maman —dijo una niña francesa apareciendo de repente—, joue avec moi.

La madre francesa levantó la vista del libro que estaba leyendo.

Amuse toi avec ta balle, Marcelle.

Obediente, la chiquilla francesa hizo botar la pelota, pero su carita siguió más seria que nunca.

Je m'amuse. —añadió Poirot con una expresión extraña. Luego, como contestando a algo que leyó en el rostro de Satterthwaite, continuó—: Pues sí, es usted muy sagaz. Estoy haciendo lo que usted piensa. Sepa que en mi casa éramos muy pobres. Éramos muchos hermanos y todos tuvimos que marcharnos a recorrer mundo. Yo entré en la policía. Trabajé de firme y, poco a poco, fui ascendiendo en el cuerpo hasta conseguir una reputación internacional. Al final, me tuve que retirar. Después vino la guerra. Fui herido. Llegué a Inglaterra como un triste refugiado. Una bondadosa señora me invitó a hospedarme en su casa. A los pocos días moría, no de muerte natural, sino asesinada. Eh bien, puse mi cerebro en acción y descubrí al asesino. Comprendí que aún no estaba acabado. No, al contrario, me encontraba mejor que nunca. Entonces empecé mi segunda carrera, la de investigador privado, en Inglaterra. He resuelto varios casos desconcertantes. ¡Ah, monsieur, he vivido! La psicología humana es maravillosa. Poco a poco me fui haciendo rico, hasta que llegó un día en que me dije que, cuando tuviera el dinero necesario, por fin habría llegado la hora de realizar todos mis sueños.

Apoyó una mano en la rodilla de Satterthwaite y continuó:

—Amigo mío, ¡ay del día en que sus sueños se hagan realidad! Esa chiquilla que está junto a nosotros seguramente ha soñado también en ir al extranjero, en el placer que eso le proporcionaría y en lo distinto que sería todo en otro país. ¿Me comprende usted?

—Sí, sí. Eso quiere decir que usted no se divierte.

—¡Eso es!

Satterthwaite guardó silencio unos instantes. Parecía un duende. Él era uno de ellos. Su cara se contrajo impulsivamente. Vaciló. ¿Debería o no debería decírselo? Al final, lentamente, desdobló el periódico que llevaba en la mano.

—¿Ha visto usted esto, monsieur Poirot?

Le señaló la noticia de la muerte de sir Bartholomew.

El detective cogió el periódico. Satterthwaite le miraba mientras lo leía. No se operó ningún cambio en su rostro, pero el inglés tuvo la impresión de que su cuerpo se estremecía como el de un fox-terrier cuando husmea un nido de ratas.

Poirot leyó dos veces la noticia, luego dobló el periódico y se lo devolvió a Satterthwaite.

—Es muy interesante.

—Sí. Por lo visto, sir Charles tenía razón y nosotros estábamos equivocados, ¿no le parece?

—Sí, parece que nos equivocamos, lo confieso. ¿Quién hubiese creído que un hombre tan bondadoso, tan simpático, pudiese ser asesinado? ¡Bueno, aquella vez me equivoqué! Pero también es posible que esta otra muerte no fuese más que una coincidencia. En la vida ocurren coincidencias muy extrañas. Yo mismo conozco algunas que le sorprenderían.

Se detuvo un momento y luego continuó:

—Quizá el instinto le dijese la verdad a sir Charles. Es un artista y, por lo tanto, un hombre sensible, impresionable, que siente las cosas sin que pueda explicar por qué las siente. Me gustaría saber dónde está ahora.

—Pues en las oficinas de Wagon Lits. Él y yo volvemos a Inglaterra esta misma noche.

—¡Ah, ah! ¡Qué celo tiene nuestro sir Charles! ¿Se ha decidido, por fin, a interpretar el papel de policía aficionado? ¿O hay alguna otra razón?

Satterthwaite no contestó. Sin embargo, Poirot pareció deducir una respuesta convincente de su silencio.

—Comprendo. Los brillantes ojos de mademoiselle andan por medio. No es solo el crimen lo que le atrae, ¿verdad?

—Ella le ha escrito pidiéndole que vuelva.

—Me preguntaba... ¡Ahora sí que no lo entiendo! —empezó a decir.

Pero Satterthwaite lo interrumpió.

—¿No entiende a las muchachas inglesas modernas? No me extraña. Yo mismo tampoco las entiendo. Una muchacha como la señorita Lytton Gore...

Ahora fue Poirot quien le interrumpió.

—Perdone. No me ha entendido usted bien. Comprendo a la perfección a la señorita Lytton Gore. He conocido a muchas chicas así. Usted las llama «modernas», pero no es verdad. Son más bien... ¿cómo lo diría...?, antiguas.

Satterthwaite estaba anonadado. Al final llegó a la conclusión de que él y solo él entendía a Egg. El prepotente extranjero no sabía nada sobre los sentimientos de las jóvenes inglesas.

Poirot siguió hablando en un tono soñador:

—El conocimiento de la naturaleza humana puede ser una cosa muy peligrosa.

—Al contrario, una cosa muy útil —corrigió Satterthwaite.

—Tal vez, pero depende del punto de vista.

—Bueno. —Satterthwaite sufría una gran decepción. Había echado el anzuelo, pero el pez no había picado. Comprendiendo que su conocimiento de la naturaleza de aquel hombre era deficiente, acabó diciendo—: Le deseo unas agradables vacaciones.

—Gracias.

—Espero que cuando vaya usted a Londres me visitará —Sacó una tarjeta—. Esta es mi dirección.

—Es usted muy amable, señor Satterthwaite. Será un gran placer.

—Adiós y bon voyage.

Satterthwaite se alejó. Poirot le miró durante unos instantes y luego se enfrascó otra vez en la contemplación del Mediterráneo. Así permaneció durante diez minutos.

El chiquillo inglés reapareció.