—Mamá, ya he mirado el mar. ¿Qué hago ahora?
¡Qué admirable pregunta!, se dijo Poirot.
Se puso de pie y se alejó lentamente en dirección a las oficinas de Wagon Lits.
Capítulo II
El mayordomo desaparecido
Sir Charles y Satterthwaite estaban sentados en el despacho del coronel Johnson. El jefe de policía era un hombre fornido, de rostro rojizo, voz áspera y maneras cordiales.
Había saludado, muy alegre, a Satterthwaite y se mostró encantado de conocer al famoso Charles Cartwright.
—Mi esposa es una gran aficionada al teatro. Es una de sus... ¿cómo lo llaman los norteamericanos...?, eso... fans. A mí también me gusta ver una buena obra, pero de las limpias, sin esas cosas escandalosas que ponen hoy en día en los escenarios. ¡Qué horror!
Sir Charles, consciente de la lisonja, respondió, con su habitual y encantadora modestia, que nunca actuaba en esas obras tan «avanzadas». Cuando explicaron el motivo de su visita, Johnson estaba ya dispuesto a contarles todo lo que sabía.
—¿Amigo de ustedes, dicen? ¡Es muy triste, muy triste! Aquí era muy popular. Ese sanatorio que hizo construir decía mucho en favor de él. Sir Bartholomew era una buena persona a carta cabal y en la cumbre de su profesión. Amable, generoso y muy popular. Es el último hombre del mundo a quien uno esperaría que asesinasen. No hay el menor indicio de suicidio y eso de que la muerte ocurriese por accidente no hay ni que hablar.
—Satterthwaite y yo acabamos de llegar del extranjero. Solo hemos leído lo que cuentan los periódicos.
—Y, naturalmente, desean saberlo todo. Bien, yo se lo explicaré con mucho gusto. Creo que el hombre al que hemos de detener es al mayordomo. Era nuevo en la casa, apenas hacía dos semanas que estaba al servicio de sir Bartholomew. Tan pronto se hubo cometido el crimen, desapareció, se desvaneció en el aire. Parece algo fantástico, ¿verdad?
—¿Tiene usted alguna sospecha de adonde ha podido ir?
El rostro del coronel se encendió aún más.
—Piensa usted que ha habido negligencia por nuestra parte. Reconozco que todo parece corroborarlo. Como es natural, el sujeto en cuestión fue sometido a vigilancia como todos los demás. Contestó satisfactoriamente a nuestras preguntas, dio el nombre de la agencia por medio de la cual había obtenido aquel empleo. Había trabajado en casa de sir Horace Bird. Al principio, demostró una gran educación y no dio la menor señal de estar asustado. Luego, lo único que supimos de él es que se había escapado, a pesar de que la casa estaba vigilada por todas partes. Ninguno de mis hombres cerró los ojos, me lo han jurado.
—¡Muy curioso! —murmuró Satterthwaite.
—Sin embargo, lo que ha hecho ese hombre me parece una locura —opinó sir Charles—. Él sabía que en principio no era sospechoso. Lo único que ha logrado con su fuga es atraer la atención sobre él.
—Exacto. Y no puede albergar esperanzas de escapar. Su descripción ha sido difundida. Es solo cuestión de días que lo atrapemos.
—¡Es muy extraño! ¡No lo comprendo!
—No. Al contrario, es muy comprensible. Perdió la cabeza.
—¿Acaso un hombre que ha tenido la suficiente serenidad como para cometer un crimen puede perderla después?
—Depende. Conozco a los criminales. La mayoría son cobardes. Pensó que sospechaban de él y se escapó.
—¿Ha comprobado sus declaraciones?
—Naturalmente, sir Charles. Esto entra en la rutina de nuestro trabajo. La agencia de Londres confirma su relato. La carta de recomendación de Bird hablaba de sus servicios en términos muy calurosos, pero sir Horace está ahora en África Oriental.
—Entonces, la recomendación quizá fuera falsificada.
—Eso mismo —dijo Johnson, sonriéndole a sir Charles como un maestro que felicita a un alumno aventajado—. Hemos telegrafiado a sir Horace, desde luego, pero pasará algún tiempo antes de que recibamos su contestación. Está cazando en el interior.
—¿Cuándo desapareció el mayordomo?
—A la mañana siguiente del asesinato. A la fiesta asistió un médico, sir Jocelyn Campbell, especialista en toxicología según creo. Él y Davis, el médico del pueblo, investigaron inmediatamente el caso. Ellis, el mayordomo, se marchó a su cuarto, como de costumbre, y hasta la mañana siguiente no se descubrió su desaparición. Su cama no presentaba señales de que hubiera dormido en ella.
—Huyó amparándose en la oscuridad de la noche, ¿verdad?
—Eso parece. Una de las invitadas, la señorita Sutcliffe, la actriz. Creo que usted la conoce, ¿no es cierto?
—¡Ya lo creo!
—Pues esa señorita nos sugirió que tal vez el mayordomo había salido de la casa por un pasadizo secreto —El coronel arrugó la nariz, como excusándose—. Eso suena a novela de Edgar Wallace. Sin embargo, parece ser que en la finca había uno de esos pasadizos. Sir Bartholomew, orgulloso de él, se lo había enseñado a la señorita Sutcliffe. Ese pasadizo termina en una casa en ruinas situada a media milla del sanatorio.
—Esa sería una explicación —convino sir Charles—. Ahora bien: ¿es posible que el mayordomo conociese la existencia de ese camino?
—No sé. Mi esposa siempre dice que los criados lo saben todo. Tal vez tenga razón.
—Tengo entendido que el veneno era nicotina, ¿verdad? —preguntó Satterthwaite.
—Sí. Por cierto que es un veneno que se emplea muy poco. En un hombre tan fumador como sir Bartholomew serviría para complicar más la cosa. Vamos, quiero decir que podría haber muerto de una intoxicación natural. Claro que sucedió de forma muy repentina para que así fuera.
—¿Cómo se la administraron?
—No lo sabemos. Esta es la parte más complicada del caso. Según las conclusiones de los médicos, tuvo que ingerir el veneno pocos minutos antes de su muerte.
—Creo haber leído que estaba bebiendo oporto.
—Es verdad, de modo que parecía que el veneno tuviera que estar en el vino, pero no fue así. Hemos analizado el oporto que quedó en la copa y ni rastro de nicotina. Las demás copas retiradas de la mesa, que estaban todavía sin fregar en una bandeja, fueron analizadas con idéntico resultado. Su comida fue también la misma que los demás: sopa, lenguado, faisán, chocolate soufflé, tostadas con caviar. La cocinera estaba a su servicio desde hacía quince años. Por ningún lado se descubre el medio del que se valieron para darle el veneno y, sin embargo, éste estaba en su estómago. La verdad es que resulta un problema exasperante.
Sir Charles se volvió hacia Satterthwaite.
—¡Lo mismo! —afirmó excitado—. Exactamente igual que la otra vez. —Luego, dirigiéndose al jefe de policía, prosiguió—: Me refiero a una muerte que ocurrió en mi casa de Cornualles.
—Me parece que la señorita Lytton Gore me ha hablado de ese desagradable suceso —comentó Johnson interesado.
—Sí, ella lo presenció. ¿Se lo ha explicado todo?
—Sí. Está muy segura de su teoría. Pero a mí, la verdad, no me convence. No aclara la huida del mayordomo. ¿Acaso desapareció también el suyo?
—Yo no tenía mayordomo, sino camarera.
—Tal vez fuese un hombre disfrazado.
Sir Charles sonrió al pensar en la muy femenina Temple.
Johnson sonrió también con aire de disculpa.
—Solo era una idea. No, no me convence mucho la teoría de la señorita Lytton Gore. Es que, según tengo entendido, el muerto en cuestión era un anciano clérigo, ¿y quién podría tener interés en despachar de ese modo a un clérigo?
—Eso es lo más desconcertante del suceso —afirmó sir Charles.
—Convendrá usted en que es una rara coincidencia. Indiscutiblemente, el mayordomo es nuestro hombre. No cabe la menor duda de que se trata de un criminal muy hábil. Por desgracia, no hemos podido encontrar ninguna huella dactilar. Tuvimos a un experto en dactiloscopia peinando la habitación del mayordomo, pero sin éxito.