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—Si, en efecto, fue el mayordomo, ¿qué motivos cree usted que le impulsarían a cometer el crimen?

—Ese es, desde luego, uno de los problemas. Tal vez estuviera en la casa con intención de robar y sir Bartholomew lo despidiera.

Sir Charles y el señor Satterthwaite guardaron un cortés silencio. Johnson pareció comprender que la sugestión carecía de verosimilitud.

—Lo cierto es que, de momento, solo se pueden hacer conjeturas. Una vez que tengamos a John Ellis entre rejas y sepamos quién es y cómo se nos escurrió de entre las manos, entonces tal vez el motivo quede claro como la luz del día.

—Habrá usted inspeccionado los papeles de sir Bartholomew, ¿verdad?

—Naturalmente, sir Charles. Lo hemos hecho con mucha atención. Le presentaré al inspector Crossfield, que está a cargo del asunto. Es un hombre muy inteligente. Los dos creemos que la profesión de sir Bartholomew está relacionada con el crimen. Un médico conoce infinidad de secretos. Crossfield y la secretaria de sir Bartholomew, la señorita Lyndon, examinaron con atención uno por uno todos los documentos.

—¿No encontraron nada?

—Nada en absoluto.

—¿Se echó de menos algo en la casa: cubiertos, joyas o algo por el estilo?

—No faltaba nada.

—¿Quiénes estaban en la casa?

—Hice una lista, ¿dónde está? ¡Ah! Creo que la tiene Crossfield. Deben ver a Crossfield. De hecho, le espero de un momento a otro para que presente su informe.

En aquel preciso instante sonó un timbre.

—Seguro que es él.

Crossfield era un hombre vigoroso, alto, de hablar lento y mirada aguda. Saludó a su superior y luego fue presentado a los dos visitantes.

Es posible que, de haber estado Satterthwaite solo, no hubiera logrado sacarle gran cosa a Crossfield. Éste no sentía simpatía por los caballeros que venían de Londres con ideas de aficionado. Pero sir Charles era distinto. Había visto trabajar dos veces a Charles Cartwright y la emoción que le causó ver ante él a aquel héroe de las candilejas lo convirtió en una persona locuaz y dicharachera.

—Le vi a usted en Londres, sir Charles. Fui al teatro con mi mujer. La obra era El dilema de lord Aintree. Tuvimos que hacer cola durante dos horas para adquirir las localidades, pero mi mujer estaba decidida a verle actuar. Fue en el teatro Pall Mall.

—Aunque hace tiempo que me he retirado de la escena, como usted ya sabe, todavía me recuerdan en el Pall Mall.

Sacó una tarjeta y escribió unas cuantas palabras en ella.

—Cuando usted y su esposa vayan a Londres, entreguen esta tarjeta en la taquilla y les darán las dos mejores localidades.

—Es usted muy amable, sir Charles. Mi mujer se volverá loca de alegría cuando se lo diga.

Después de aquello, Crossfield fue como cera en las manos del actor.

—Es un suceso muy extraño. En toda mi vida me había encontrado ante un caso de envenenamiento por nicotina. Y el doctor Davis tampoco.

—Yo creí que se trataba de una enfermedad causada por fumar demasiado.

—Si he de decirle la verdad, yo también lo creía. Pero el doctor dice que el alcaloide puro es un líquido inodoro y que bastan unas gotas para matar a un hombre casi en el acto.

Sir Charles lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Un veneno muy potente!

—En efecto, sir Charles. Sin embargo, se emplea para usos comunes. En solución, se utiliza para rociar los rosales. También puede obtenerse extrayéndolo del tabaco ordinario.

—¿Para los rosales? —murmuró sir Charles—. ¿Dónde he oído eso?

Frunció el entrecejo y al fin movió la cabeza.

—¿No tiene usted nada nuevo, Crossfield? —preguntó el coronel.

—Nada definitivo. Tenemos informes de que nuestro hombre ha sido visto en Durham, Ipswich, en Balham, en Land's End y en otros doce lugares. Se están haciendo investigaciones para descubrir qué hay de verdad en todo eso.

Luego, volviéndose hacia los otros dos, les explicó:

—En el momento en que se busca a un hombre y se publican sus señas, resulta que no hay pueblo en Inglaterra en el que no haya sido visto.

—¿Qué señas son las de ese hombre? —preguntó Cartwright.

Johnson cogió un papel de encima de la mesa.

—John Ellis, estatura mediana, un poco cargado de espaldas, cabellos grises, patillas cortas, ojos oscuros, voz chillona. Le falta uno de los dientes superiores y no tiene ninguna señal característica.

—Una descripción muy vaga. Fuera de las patillas, que ya se habrá afeitado en este momento, y del diente, no podrá usted basarse más que en su sonrisa.

—Lo malo es que nadie se fija en nada. Yo sé lo que me ha costado obtener esos informes de las criadas del sanatorio. Siempre pasa lo mismo. Me han llegado a describir al mismo hombre diciéndome que era alto, delgado, bajo, robusto, de estatura mediana, enclenque... Entre cincuenta personas ni una sola emplea los ojos debidamente.

—¿Está usted convencido, inspector, de que Ellis es el asesino?

—¿Por qué huyó, si no?

—Esa es la incógnita —replicó sir Charles pensativo.

Crossfield le comentó al coronel las medidas que se estaban tomando. Su superior las aprobó y luego le pidió la lista de los que se hallaban en casa de sir Bartholomew la noche del crimen, lista que fue ofrecida a los dos visitantes:

Martha Leckie: cocinera.

Beatrice Church: primera camarera.

Doris Coker: doncella.

Victoria Balclass="underline" doncella.

Alice West: camarera.

Violet Bassington: pinche de cocina.

Todos los arriba citados estaban al servicio de sir Bartholomew desde hacía bastante tiempo. La señora Leckie llevaba en la casa quince años.

Gladys Lyndon: secretaria, treinta y cinco años. Hacía tres que era secretaria de sir Bartholomew a su entera satisfacción.

Invitados:

Lord y lady Eden: 187 Cadogan Square.

Sir Jocelyn y lady Campbelclass="underline" 1256 Harley Street.

Señorita Angela Sutcliffe: 28 Cantrell Mansions, SW3.

Capitán Dacres y señora: 3 St. John's House, Wl. (La señora Dacres es conocida en el mundo de los negocios como propietaria de Ambrosine Ltd., Brook Street).

Lady Mary y señorita Hermione Lytton Gore: Rose Cottage, Loomouth.

Señorita Muriel Wills: 5 Upper Cathcart Road, Tooting. (Conocida con el seudónimo de Anthony Astor.)

Señor Oliver Manders: Messrs. Speier & Ross, Old Broad Street, EC2.

—En los periódicos no se mencionaba a Manders —dijo sir Charles.

—Estaba allí por accidente —le explicó el inspector—. La motocicleta de ese joven chocó contra una valla, frente al sanatorio, y sir Bartholomew, que según creo le conocía, le invitó a pasar la noche en la casa.

—Qué cosa más curiosa —apuntó sir Charles.

—Sin duda llevaba alguna copa de más —siguió el inspector—. De lo contrario, no se comprende cómo pudo darse de narices contra aquella valla.

—Debieron de ser los vapores del alcohol.

—Es lo que creo yo.

—Bueno, muchas gracias, inspector. ¿Tiene usted algún inconveniente, coronel, en que vayamos a echar un vistazo a la abadía?

—Claro que no. Aunque no creo que descubra usted mucho más de lo que yo le he contado.

—¿Queda alguien en la casa?

—Solo el servicio —contestó Crossfield—. Los invitados se marcharon en cuanto terminó la investigación y la señorita Lyndon volvió a Harley Street.

—¿Podríamos ver al doctor... cómo se llama...? Ah, sí, Davis.

—Es una buena idea.

Tras anotar la dirección del médico, dieron las gracias al coronel Johnson y salieron.