Выбрать главу

Sir Charles y el señor Satterthwaite fueron recibidos por la señora Leckie, la cocinera, una mujer majestuosa, vestida enteramente de negro. Conocía a sir Charles y a él se dirigió durante toda la conversación.

—Ya comprenderá usted lo que significa para mí la muerte de mi señor. Luego, esos dichosos policías metiendo las narices por todos los rincones, haciendo preguntas y más preguntas. No pueden dar un paso sin preguntar algo. ¡Oh, que una haya vivido para ver una cosa así! La muerte de sir Bartholomew ha sido una desgracia terrible para todos nosotros, que Beatrice y yo nunca olvidaremos, aunque ella ha estado aquí dos años menos que yo. Y ese mamarracho de inspector (no le llamaré caballero porque sé muy bien lo que es un caballero y sé cómo son), mamarracho le llamaré aunque sea un superintendente —La señora Leckie hizo una pausa y tomó aliento para proseguir su intrincada exposición donde la había dejado—. Y ese tipo queriéndome sonsacar chismes de todas las sirvientas. ¡Con lo buenas chicas que son! Claro que Doris no se levanta a la hora que debe por la mañana y siempre tengo que estar riñéndola por eso. Y que Vickie es bastante impertinente, pero son jóvenes y sus madres no las han educado bien. De todos modos, son buenas chicas y no habrá inspector de policía que me haga decir lo contrario. «Sí», le dije, «no me haga más preguntas, voy a decirle todo lo que sé de mis muchachas. Son unas buenas chicas y no tienen nada en absoluto que ver con el crimen, y es muy mezquino de su parte insinuar algo así.»

La señora Leckie hizo una pausa.

—El señor Ellis —continuó— es otra cosa: no sé nada y no puedo responder de él. De lo único que estoy enterada es de que vino de Londres para ocupar la plaza durante las vacaciones del señor Baker.

—¿Baker? —preguntó Satterthwaite.

—El señor Baker ha sido el mayordomo de sir Bartholomew durante los últimos siete años. Pasaba la mayor parte del tiempo en Londres, en Harley Street. Usted lo debe de recordar.

Sir Charles asintió.

—Sir Bartholomew le hacía venir aquí siempre que daba alguna fiesta. Pero como hacía tiempo que no estaba bien de salud, el señor le dio dos meses de vacaciones pagadas y se fue a un pueblo junto al mar, cerca de Brighton. ¡El doctor era el más bueno de los señores! Por eso contrató temporalmente al señor Ellis. Como ya le dije al inspector, no puedo decir gran cosa respecto al mayordomo. Únicamente que, según decía él mismo, había servido en las mejores casas. Sí, se le notaba que había estado entre gente educada.

—¿No advirtió usted nada extraño en él? —preguntó Cartwright.

—Es difícil decirlo, señor, porque... no sé si me entenderá usted: noté y no noté.

Sir Charles la miró, invitándola a continuar y a decir cuanto supiera.

—No puedo precisar lo que era, pero había algo extraño en él.

Siempre pasa así, pensó Satterthwaite: En cuanto se sospecha que una persona ha cometido un delito, todos han notado algo extraño en ella.

—Una cosa me desagradaba en él, a pesar de su educación, y es que dedicaba a sí mismo infinidad de tiempo: se pasaba horas y horas sin salir de su habitación. Era... no sé cómo decirlo, me resulta imposible. En fin, había en él algo... algo extraño.

—¿Sospechó usted, acaso, que no se trataba de un verdadero mayordomo? —sugirió Satterthwaite.

—Eso sí que no. El servicio lo hacía muy bien. ¡Y la de cosas que sabía y muchas de personalidades de la alta sociedad también!

—¿Por ejemplo? —preguntó Cartwright con gentileza.

Pero la señora Leckie no quiso comprometerse. No iba a andarse con chismorreos de criados. Eso hubiera ofendido su sentido de lo correcto.

—Tal vez nos pueda usted describir su aspecto —dijo Satterthwaite.

—¡Ya lo creo! Era un hombre de aspecto respetable, de cabellos grises, un poco cargado de espaldas y muy fuerte. Le temblaban un poco las manos, pero no por el motivo que ustedes se imaginan. Era un completo abstemio, no como tantos otros que conozco. Tenía la vista un poco delicada, la luz le molestaba, especialmente la luz potente. Entre nosotros llevaba gafas oscuras, pero cuando estaba de servicio se las quitaba.

—¿No tenía alguna característica especial? —preguntó sir Charles—. ¿Ninguna cicatriz? ¿No le faltaba ningún dedo? ¿Ninguna marca de nacimiento?

—No, señor. No tenía nada de eso.

—Lo cierto es que las novelas detectivescas son muy superiores a la vida real —opinó sir Charles—. En ellas el culpable siempre tiene alguna señal distintiva.

—Al mayordomo le faltaba un diente —señaló Satterthwaite.

—Creo que sí, señor, aunque yo personalmente nunca lo observé.

—¿Qué aspecto tenía la noche del crimen? —preguntó Cartwright.

—En realidad, no puedo decir nada. Yo ya tenía bastante con vigilar la cocina. No estaba para fijarme en nada más, créame.

—¡Claro!

—Cuando nos enteramos de que el señor había muerto, nos quedamos todos de piedra. Yo me puse a gritar, lo mismo que Beatrice. Las jóvenes también estaban muy afectadas. El señor Ellis, naturalmente, no estaba tan excitado como nosotras, él era nuevo en la casa. Sin embargo, se comportó de una manera muy considerada y nos hizo tomar a Beatrice y a mí unos vasitos de oporto para superar la impresión. ¡Y pensar que fue él... el muy canalla!

A la señora Leckie le fallaron las palabras. Sus ojos brillaban de indignación.

—Creo que desapareció aquella noche, ¿verdad?

—Sí, señor. Se retiró a su habitación, como todos nosotros y, al llegar la mañana, ya no estaba allí. Eso fue lo que hizo que la policía sospechara de él.

—Realmente cometió una locura. ¿Tiene usted alguna idea de cómo salió de la casa?

—No, señor. Según parece, la policía vigiló la casa durante toda la noche y no lo vieron salir. Pero claro, los policías, aunque no lo parezcan, son seres humanos.

—He oído algo de una salida secreta —dijo sir Charles.

—Eso es lo que dice la policía —contestó la cocinera.

—¿Existe ese pasadizo?

—Lo he oído mencionar —replicó la señora Leckie con cautela.

—¿Sabe usted dónde está?

—No, señor. Los pasadizos secretos no están al alcance del servicio. Les daría muchas ideas a las chicas. Se les podría ocurrir largarse. Mis chicas solo salen por la puerta trasera y así siempre sabemos dónde están.

—Muy bien, señora Leckie, es usted muy lista. Ahora me gustaría hacerles algunas preguntas a los demás criados.

—Desde luego, señor, pero no creo que sean capaces de contarle mucho más de lo que le he dicho yo.

—Ya me lo figuro. Pero no se trata de Ellis, sino de sir Bartholomew. Quisiera saber qué aspecto tenía la noche de su muerte. ¡Era un gran amigo mío!

—Ya lo sé, señor. Llame a Beatrice y a Alice. Alice era la que servía en el comedor.

—Entonces, me gustaría hablar con Alice.

Pero la señora Leckie confiaba más en la mayor y por tanto fue Beatrice Church, la primera camarera, la que entró en la habitación.

Era una mujer alta y delgada, de labios finos y aspecto huraño.

Después de unas preguntas sin importancia, sir Charles llevó la conversación hacia el comportamiento de los invitados durante aquella noche. ¿Se habían conmovido mucho? ¿Qué habían dicho o hecho?

Beatrice se animó un poco. Era uno de esos seres a quienes les encantan las tragedias.

—La señorita Sutcliffe se desmayó. Es muy impresionable. Yo la conocía porque había estado aquí otras veces. Le aconsejé que tomase una copita de coñac o una taza de té, pero no quiso escucharme. Me parece que tomó una aspirina. Dijo que estaba convencida de que no podría dormir. Pero a la mañana siguiente, cuando fui a llevarle el té, dormía como un niño.