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—¿Qué me dice de la señora Dacres?

—No creo que haya nada capaz de conmover a esa señora.

Por el tono de Beatrice se deducía que no le gustaba Cynthia Dacres.

—Solo pensaba en marcharse lo antes posible. Decía que su negocio se resentía. Es una modista muy importante de Londres. Nos lo dijo el señor Ellis.

—¿Y su marido?

—Pues calmaba sus nervios con copas de coñac, o se los estropeaba, como dirían algunos.

—¿Y lady Mary Lytton Gore?

—Una señora muy simpática. Mi tía estuvo al servicio de su padre en su castillo. Creo que de joven era una muchacha encantadora. Será pobre, pero se ve enseguida que es alguien. Además, ¡es tan considerada! Nunca molesta y habla siempre con amabilidad. Su hija es también una muchacha muy simpática. No conocían muy bien al señor Bartholomew, pero estaban muy afligidos.

—¿Y la señorita Wills?

Algo de la rigidez de Beatrice reapareció.

—No puedo decirle nada de los sentimientos de la señorita Wills.

—¿Qué impresión le causó a usted esa señorita? —preguntó Cartwright—. Venga, Beatrice, sea un poco más humana.

Una inesperada sonrisa apareció en el rostro de la camarera. Había algo tan sugestivo en los modos de sir Charles, que ella tampoco pudo resistir aquel encanto que el público experimentaba noche tras noche.

—No sé qué quiere usted decir —dijo Beatrice un poco menos seria.

—Dígame solo qué impresión le causó la señorita Wills.

—Ninguna, señor, ninguna en absoluto. No era... ¿cómo le diría...?

—Siga, Beatrice.

—Quiero decir que no era de la misma clase que los demás. Ya sé que no es culpa suya, pero hacía cosas que una verdadera señora no hubiera hecho. No paraba de fisgar y escuchar lo que decían todos.

Sir Charles intentó que la mujer ampliara su declaración, pero Beatrice continuó con su ambigüedad. La señorita Wills había fisgado e incordiado por todas partes, pero presionada para que concretara, Beatrice era incapaz de encontrar un ejemplo. Lo único que repitió fue que la señorita Wills no hacía más que meterse en cosas que no eran de su incumbencia.

Al final dejaron de lado a la escritora y Satterthwaite preguntó:

—El joven Manders llegó aquel día inesperadamente, ¿verdad?

—Sí, señor. Su motocicleta sufrió un accidente junto a la valla de la casa. Dijo que había sido una verdadera suerte que le hubiera ocurrido allí. La casa estaba llena, pero la señorita Lyndon le arregló una cama en un despacho.

—¿Se sorprendieron al verle?

—¡Ya lo creo!

Al preguntarle qué opinión le merecía Ellis, Beatrice no pudo ser muy explícita. No sabía gran cosa de él. Su huida demostraba que era culpable, por más que ni ella ni nadie se podía imaginar por qué había asesinado a sir Bartholomew.

—Y el doctor, ¿cómo estaba? ¿Estuvo muy atento a lo que pasaba en su fiesta? ¿Parecía preocupado?

—Al contrario, estaba más alegre que nunca. Sonreía solo, como si tuviese algo muy gracioso en perspectiva. Hasta le vi gastar algunas bromas al señor Ellis, cosa que nunca había hecho con el señor Baker. Solía ser un poco brusco con los criados. Bondadoso, eso sí, pero nunca hablaba demasiado.

—¿Qué clase de bromas? —preguntó Satterthwaite, interesado.

—No recuerdo con exactitud las palabras. El señor Ellis entró a informarle de un recado telefónico y sir Bartholomew le preguntó si había entendido bien los nombres. El señor Ellis le contestó muy respetuosamente que creía que sí. El doctor le dijo, riendo: «Es usted un buen muchacho, Ellis, un mayordomo de primera. ¿Verdad, Beatrice?», añadió dirigiéndose a mí. Yo me quedé tan sorprendida de que el señor hablase de aquella manera, tan impropia de él, que no supe qué contestar.

—¿Y Ellis?

—Parecía desaprobar la conducta del señor. Se veía que no estaba acostumbrado a aquellas muestras de confianza.

—¿Cuál fue el mensaje telefónico? ¿Lo recuerda? —preguntó Cartwright.

—Llamaron del sanatorio para decir que acababa de llegar una paciente importante y que había tenido un buen viaje.

—¿Recuerda usted el nombre?

—Era muy extraño... —Beatrice reflexionó unos instantes—... algo así como la señora de Rushbridger.

—Sí, claro —afirmó sir Charles—, no es un nombre fácil de entender por teléfono. Muchas gracias, Beatrice. Ahora hablaremos con Alice.

Cuando la primera camarera abandonó la habitación, sir Charles y Satterthwaite se miraron.

—La señorita Wills fisgoneando, el capitán Dacres borracho, la señora Dacres sin expresar la menor emoción. No se puede sacar nada en limpio de todo esto.

—Muy poco, realmente.

—Confiemos en Alice.

Alice era una mujer muy seria, de ojos oscuros. Aparentaba unos treinta años. Estaba muy dispuesta a hablar.

No creía en la culpabilidad del señor Ellis. Era demasiado caballero. La policía había sugerido la idea de que tal vez fuese solo un ladrón, pero Alice estaba segura de que no lo era.

—¿Está usted convencida de que era un honrado y típico mayordomo? —preguntó sir Charles.

—No, típico no. No se parecía a ninguno de los mayordomos que yo conozco. Lo hacía todo de una manera muy distinta.

—Usted no cree que él envenenase a su señor, ¿verdad?

—No sé cómo hubiera podido hacerlo. Yo servía la cena con él y no hubiera tenido la oportunidad de poner nada en la comida de sir Bartholomew sin que yo lo viera.

—¿Y en la bebida?

—Fue sirviendo de las botellas. Primero, jerez con la sopa. Luego, vino del Rin y clarete. Si hubiera habido algo en el vino, se hubiesen envenenado todos los que bebieron. El señor no tomó nada diferente de los demás invitados. Con el oporto, pasó lo mismo: todos los caballeros bebieron y algunas señoras también tomaron algunas copitas.

—¿Se llevaron todas las copas en una bandeja?

—Sí, yo sostenía la bandeja y el señor Ellis las recogía. Luego llevó la bandeja a la despensa y allí estuvieron hasta que la policía las hizo examinar. Las copas de oporto estaban todavía en la mesa, pero la policía no encontró nada en ellas.

—¿Está usted segura de que el doctor no tomó o bebió algo que no tomaran o bebieran los que le acompañaban?

—Que yo viese, no. Estoy segura de que no.

—¿Nada que le diera alguno de los invitados?

—¡Oh, no!

—¿Sabe usted algo de cierto pasadizo secreto que hay en algún sitio de la casa?

—Uno de los jardineros me contó no sé qué de un pasadizo. Creo que llega hasta el bosque, donde hay algunas paredes y ruinas, pero yo nunca he visto ningún acceso en la casa.

—¿Lo conocía Ellis?

—No, estoy segura de que no sabía nada de ese pasadizo.

—¿Quién cree usted, Alice, que mató a su señor?

—No tengo la menor idea. No puedo sospechar de ninguno de los invitados. Más bien creo que fue un accidente.

—Muchas gracias, Alice.

—Si no fuese por la muerte de Babbington —opinó sir Charles cuando la muchacha se retiró—, podríamos creer que la criminal fue ella. Es una muchacha muy atractiva. Además, estaba en el comedor. Pero no, no es factible. Está el asesinato de Babbington. Además, Tollie nunca se fijó en las mujeres guapas, no era ese tipo de hombre.

—Pero tenía cincuenta y cinco años —le recordó Satterthwaite.

—¿Por qué lo dice?

—Es la edad en que los hombres suelen perder la cabeza por una mujer. Aunque nunca lo hayan hecho antes.

—Hombre, Satterthwaite, ¡que yo estoy cerca de los cincuenta y cinco!

—Ya lo sé.

Ante la mirada de su amigo, sir Charles bajó los ojos y el rubor invadió su rostro.