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Capítulo V

En la habitación del mayordomo

—¿Qué le parece si visitamos la habitación del mayordomo? —preguntó Satterthwaite al advertir el rubor de su compañero.

—Me parece muy bien. Precisamente, ahora se lo iba a proponer.

—Por supuesto, la policía habrá registrado ya todos los rincones.

—La policía...

Aristide Duval hizo un gesto que demostraba el desdén que sentía por la policía. Deseoso de olvidar su momentánea debilidad, se consagró de lleno a su papel.

—Todos los policías son unos cabezotas. ¿Qué han buscado en la habitación de Ellis? Pruebas de su culpabilidad, ¿verdad? Pues nosotros buscaremos pruebas de su inocencia, lo cual es muy distinto.

—¿Cree usted en la inocencia de Ellis?

—Si no nos equivocamos con respecto a la muerte de Babbington, tiene que ser inocente.

—Sí, además...

Satterthwaite no llegó a completar la frase. Iba a sugerir que Ellis era un criminal que habría sido descubierto por sir Bartholomew y que, en consecuencia, Ellis lo habría tenido que asesinar por lo que el crimen sería de un absurdo supino. Pero justo a tiempo recordó que sir Bartholomew era un buen amigo de Cartwright y que este había sufrido duramente la pérdida.

A primera vista, la habitación de Ellis no prometía ningún descubrimiento notable. Los trajes colocados en el armario, todos de un corte excelente, llevaban etiquetas de distintos sastres. Era indudable que se los habían regalado diferentes dueños. La ropa interior era del mismo estilo. Los zapatos, muy limpios, estaban en sus cajas.

Satterthwaite cogió un zapato y murmuró: «Treinta y nueve». Pero como no había ninguna huella de zapato en el caso, el tamaño de estos no tenía la menor importancia.

Parecía evidente que Ellis se había llevado su uniforme de mayordomo y el señor Satterthwaite apuntó a sir Charles que esto era un hecho bastante notable.

—Ningún hombre en sus cabales se marcha así de una casa. Al contrario, se hubiera puesto un traje corriente.

—Sí, es extraño. Aunque sea absurdo, parece que en realidad no haya salido de la casa. Pero eso, claro, es una tontería.

Siguieron sus pesquisas. No había ni cartas ni documentos, excepto un recorte de periódico que hablaba de la curación de los callos y otro que se refería a la próxima boda de la hija de un duque.

Había también, sobre una mesita, un papel secante y un frasquito de tinta, pero ninguna pluma. Sir Charles acercó el secante al espejo sin el menor resultado. Estaba muy usado y la tinta parecía muy vieja.

—O bien no ha escrito ninguna carta desde aquí o no las secó —dijo Satterthwaite—. Este papel secante es muy viejo. ¡Ah, sí! —exclamó y señaló triunfalmente un casi indescifrable «L. Baker»—. Juraría que Ellis ni siquiera lo ha usado.

—Es muy extraño, ¿verdad? —puntualizó sir Charles calmosamente.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que es muy corriente que un hombre escriba cartas.

—No, si es un criminal.

—Tal vez tenga usted razón. Es indudable que debe de haber algo turbio en su vida para que desaparezca como lo ha hecho. Todo lo que podemos decir es que él no mató a Tollie.

Inspeccionaron con minuciosidad el cuarto: levantaron la alfombra, miraron debajo de la cama. No había nada. Tan solo una mancha de tinta junto a la chimenea. La habitación estaba decepcionantemente vacía.

Se marcharon, desilusionados. Como detectives, habían fracasado. Es muy posible que cruzase por sus cabezas el pensamiento de que las cosas están mucho mejor dispuestas en los libros.

Tuvieron una charla con los restantes miembros del servicio, los más jóvenes a cargo de la señora Leckie y Beatrice Church, pero no consiguieron nada más.

Por fin llegó la hora de irse.

—Bueno, Satterthwaite —dijo sir Charles mientras atravesaban el parque, donde el chófer de Satterthwaite les esperaba con el coche—. ¿No se le ocurre nada?

Satterthwaite reflexionó. No le gustaba que le apremiasen a contestar. Reconocer que la excursión había sido solo una manera de perder el tiempo, quedaba descartado. Repasó las declaraciones de los criados y vio que, en realidad, habían sacado muy poco en limpio.

La señorita Wills había fisgoneado, la señora Dacres no se había emocionado lo más mínimo y el capitán Dacres se había emborrachado. Era un resultado muy pobre a menos que se considerara que la complacencia de Freddie Dacres mostraba su escaso sentimiento de culpabilidad. Pero, como ya sabía el señor Satterthwaite, se emborrachaba tan a menudo que...

—¿Y bien? —repitió el actor impaciente.

—No se me ocurre nada —confesó el otro de mala gana—. Excepto, claro está, que Ellis tiene callos como parece indicar el recorte.

Cartwright sonrió.

—Es una deducción muy razonable, pero ¿nos conduce a algún sitio?

Satterthwaite confesó que no.

—Hay otra cosa —empezó a decir.

—Adelante, hombre. Cualquier cosa será de gran ayuda.

—Pues que me parece un poco extraño que sir Bartholomew gastase bromas a su mayordomo. ¿Recuerda usted lo que dijo la camarera? Me parece algo impropio de él.

—Lo es. Conocía a Tollie desde hace muchos años y le aseguro que no era un bromista. No hubiera hablado así de no haber algún motivo. Tiene usted razón, Satterthwaite, es un detalle. Veamos, ¿qué es lo que podemos sacar en limpio?

—Bueno... —empezó Satterthwaite.

Pero la pregunta de sir Charles había sido un simple pretexto. En realidad, no le interesaba en lo más mínimo el punto de vista de Satterthwaite, sino exponer el suyo propio.

—¿Recuerda usted cuándo ocurrió ese incidente? —le interrumpió—. Fue inmediatamente después de que Ellis llevara ese mensaje que había recibido por teléfono. Por lo tanto, lo más probable es que fuese ese recado lo que le hizo gracia a Tollie. Recordará usted que se lo hice contar a la camarera.

Satterthwaite asintió.

—Sí, el mensaje decía que una mujer llamada la señora de Rushbridger había llegado al sanatorio —dijo para demostrar que él también había escuchado con atención—. Sin embargo, no me parece que haya nada de particular.

—En realidad, no lo parece. Pero si nuestro razonamiento no es equivocado, el recado tiene que tener algún significado.

—¿Usted cree?

—Desde luego. Hemos de descubrir ese significado. Tengo la impresión de que se trata de algún código. Si Tollie había estado haciendo investigaciones sobre la muerte de Babbington, eso quizá tuviera relación con ellas. Tal vez empleó a algún detective privado para aclarar algo diciéndole que, si por casualidad sus sospechas resultaban justificadas, lo llamara y dijera una frase convenida que no llamara la atención a nadie, lo que explicaría su buen humor y también que le preguntara a Ellis si había entendido con toda exactitud el nombre de esa señora, cuando él sabía muy bien que tal persona no existía. De hecho, eso explicaría el ligero desequilibrio que una persona muestra cuando ha conseguido lo que se podría llamar un buen tanto.

—Entonces, ¿le parece a usted que no existe esa señora de Rushbridger?

—¡Hombre! Creo que deberíamos cerciorarnos de su existencia.

—¿Cómo?

—Iremos al sanatorio y se lo preguntaremos a la directora.

—Se extrañarán.

—Déjelo usted en mis manos.

Dieron media vuelta y se dirigieron al sanatorio.

—Y usted, Cartwright, ¿ha sacado algo en limpio de la visita?

—Sí, algo me llamó la atención, pero no sé qué diablos es. No puedo recordarlo.

Satterthwaite le miró sorprendido.

—No sé cómo explicárselo —siguió el actor—. Fue algo que, en el momento de oírlo, me resultó extraño, pero no tuve tiempo de pensar en ello. ¡Qué rabia! Sin duda se ha escondido en algún rincón de mi cerebro.

—¿No consigue usted recordar de qué se trata?