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—No, solo recuerdo que en cierto momento me dije: Esto es extraño.

—¿Fue cuando interrogábamos a las criadas? ¿Cuál de ellas?

—Ya le he dicho que no lo recuerdo y, cuantos más esfuerzos hago, peor. Hay que dejarlo estar y ya volverá por sí solo.

Llegaron al sanatorio. Era un edificio moderno, separado del jardín por una valla. Fueron hasta la casa y preguntaron por la directora.

Era una mujer delgada, de mediana edad y de rostro inteligente. Conocía de nombre a sir Charles como amigo de sir Bartholomew Strange.

Sir Charles le explicó que acababa de llegar del extranjero y que se había horrorizado ante la muerte de su amigo y las terribles sospechas que tenía la policía. Había ido a la casa para averiguar el máximo número de detalles posibles. La directora habló en términos calurosos de sir Bartholomew y de sus éxitos como médico. Sir Charles se interesó por lo que iba a ocurrir con el sanatorio. La señora le explicó que sir Bartholomew tenía dos socios, ambos médicos. Uno de ellos vivía allí.

—Sir Bartholomew estaba muy orgulloso de este lugar —dijo sir Charles.

—Sí, su tratamiento tenía mucho éxito.

—La mayoría eran enfermos nerviosos, ¿verdad?

—Sí.

—Esto me trae a la memoria a una señora que encontré en Montecarlo. Me dijo que pensaba venir aquí. No recuerdo su nombre... ¡Ah, sí! Es un nombre tan extraño... de Rushbridger, de Rushbridger o algo parecido.

—¿La señora de Rushbridger dice usted?

—¡Eso es! ¿Está aquí?

—Sí. Pero de momento no la podrá usted visitar. Está en tratamiento —la directora sonrió—. No le está permitido recibir cartas, ni visitas que la exciten.

—No estará muy mal, ¿verdad?

—Tiene los nervios destrozados, le falla la memoria... Su curación es solo cosa de tiempo.

La directora sonrió tranquilizadora.

—Creo recordar haberle oído decir a Tollie, sabe usted, sir Bartholomew, que más que una paciente era una amiga. ¿Es verdad?

—No lo creo. Por lo menos, el doctor nunca lo dijo. Hace poco que ella ha llegado de la India y, por cierto, que ocurrió una cosa muy graciosa relacionada con ella. El nombre de esa señora es muy difícil de recordar y, como la criada que tenemos aquí es medio tonta, cuando vino a anunciarme la llegada de la paciente, me dijo: «La señora india ha llegado».

—Sí, realmente es muy gracioso. Bien, muchas gracias por todo y créame que ha sido un gran placer conocerla. Sir Bartholomew me hablaba de usted y de la mucha estima en que la tenía por lo acertado de su proceder —terminó sir Charles mintiendo.

—El doctor exageraba —replicó la directora, ruborizada de placer—. ¡Era un hombre tan bueno! ¡Ha sido una gran pérdida para nosotros! ¡Y pensar que lo han asesinado! ¿Quién podría desearle ningún mal al doctor Strange? No lo sé, es increíble. Ese odioso mayordomo... Espero que la policía lo capture. Además, lo asesinó sin ningún motivo.

Cartwright meneó la cabeza mostrando su pesar y se despidieron. Emprendieron el camino de regreso a la carretera donde les esperaba el coche.

Para desquitarse del forzado silencio que había guardado durante la conversación de su amigo con la directora, Satterthwaite demostró un gran interés por el accidente de Oliver Manders, acosando a preguntas al guardián de la finca con verdadero interés.

—Sí, aquel es el lugar donde chocó el joven que iba en la motocicleta. Yo no lo presencié. Oí el ruido y salí a ver qué pasaba. El joven estaba en el mismo sitio en que se halla el otro caballero —Y señaló a sir Charles—. No tenía ninguna herida. Preguntó dónde estaba y, al enterarse de que era la finca de sir Bartholomew Strange, dijo: «¡Vaya suerte!», y entró en la casa. Parecía muy tranquilo.

El guardián no se explicaba cómo había sufrido aquel accidente. Era extraño, ¡pero a veces pasan cosas tan raras!

—Fue un accidente extraño —murmuró Satterthwaite.

Miró a su alrededor. No vio ni baches, ni curvas peligrosas, ni nada que explicara que un motorista se diera de narices contra una pared.

—¿Qué está usted pensando, Satterthwaite? —preguntó el actor con curiosidad.

—Nada, nada.

—¡Es realmente extraño! —murmuró a su vez sir Charles y contempló pensativo el lugar del accidente.

Los dos amigos subieron al coche de Satterthwaite.

Este último estaba preocupado por lo de la señora de Rushbridger. La teoría de Cartwright había quedado destruida. No se trataba de una clave, sino de una persona. ¿Estaría acaso aquella persona ligada al crimen? ¿Era tal vez un testigo o solo un caso interesante que había sacado a sir Bartholomew de su habitual serenidad? ¿Se trataría de una mujer hermosa? Enamorarse a los cincuenta y cinco años cambia por completo el carácter de un hombre. Eso lo había observado infinidad de veces. Sus pensamientos fueron interrumpidos por sir Charles.

—Satterthwaite, ¿le importaría que volviésemos atrás?

Sin esperar contestación, cogió el tubo acústico y le dio una orden al chófer. El coche dio media vuelta y, unos segundos más tarde, se dirigían otra vez hacia la abadía.

—¿Qué ocurre? —preguntó Satterthwaite.

—Acabo de recordar lo que encontré extraño. Fue aquella mancha de tinta en el suelo de la habitación del mayordomo.

Capítulo VI

La mancha de tinta

El señor Satterthwaite miró sorprendido a su amigo.

—¿La mancha de tinta? ¿Qué quiere usted decir?

—¿La recuerda?

—Sí, ¡claro!

—¿Se fijó usted dónde estaba?

—Exactamente, no.

—Junto a la chimenea.

—¡Ah, sí! Ahora lo recuerdo.

—¿Cómo cree usted que cayó allí esa mancha?

—No es una mancha grande, así que no se le cayó el frasco de tinta. Supongo que al mayordomo se le cayó la estilográfica, recuerde que no encontramos ninguna —Así verá que yo me fijo en las cosas tanto como él, pensó Satterthwaite—. Desde luego, si el hombre escribió algo, lo hizo con una estilográfica, aunque no hay nada que lo indique.

—Sí que lo hay: la mancha de tinta.

—Puede ser que no estuviera escribiendo. Quizá simplemente se le cayera la pluma al suelo.

—Pero no habría dejado una mancha de no estar sin el capuchón.

—Es verdad, no había pensado en eso. Ahora bien, no veo nada extraño en eso.

—Puede ser que no, pero de todas maneras no estaré convencido hasta que lo haya examinado por mí mismo.

En aquel momento, llegaban ante la verja de la abadía.

Poco después estaban otra vez dentro de la casa y sir Charles, para disimular sus intenciones, dijo que se había dejado un lápiz en la habitación del mayordomo.

—Ahora —exclamó Cartwright cerrando la puerta después de haber alejado a la servicial señora Leckie con una excusa—, veamos si soy tonto de remate o bien sacamos algo en limpio de mi idea.

En opinión de Satterthwaite, lo primero era lo más probable, pero su exquisita educación no le permitía manifestar en voz alta sus pensamientos. Se sentó en la cama y se puso a observar las maniobras de su amigo.

—Aquí está la mancha —Cartwright la señaló con el pie—, en el extremo opuesto de la mesa. ¿Qué le ha de ocurrir a un hombre para que se le caiga una pluma aquí?

—Una pluma puede caerse en cualquier sitio.

—Claro que también es posible tirarla desde el extremo opuesto de la habitación, pero no es corriente tratar así las estilográficas. Sin embargo, no sería extraño. Esa clase de plumas a veces hacen perder la paciencia al más santo. En cuanto uno las necesita, la tinta se niega a salir y no hay manera de escribir con ellas. Es posible que esa sea la solución. Quizá Ellis tratase de escribir y, perdiendo la paciencia, tirase la pluma contra la chimenea.

—Me parece que hay muchas otras explicaciones posibles. Quizá dejó la pluma sobre la repisa de la chimenea y se cayó al suelo.