El actor hizo el experimento con un lápiz. Lo hizo rodar por la repisa hasta el borde. El lápiz cayó a un palmo de la mancha.
—¡Bueno! —preguntó Satterthwaite—. ¿Cuál es la explicación que le da usted?
—Estoy tratando de encontrar una.
Satterthwaite observó los movimientos de sir Charles, los cuales, por cierto, le hacían mucha gracia.
Este trataba, sin conseguirlo, de dejar caer el lápiz exactamente sobre la mancha. Para ello era preciso agacharse, meter la mano dentro de la chimenea y dejar caer la pluma junto a la estufa de gas.
—¡Es imposible! —murmuró sir Charles—. Si hubiese estado quemando papeles...
De pronto, se puso en pie de un salto. Meditaba.
Unos instantes después, Satterthwaite contemplaba al gran actor en plena actuación.
Cartwright se había convertido en Ellis, el mayordomo. Se sentó a la mesa e hizo ver que escribía. De vez en cuando levantaba la vista del papel y miraba inquieto a su alrededor. De pronto, le pareció oír algo. El señor Satterthwaite hubiera jurado que aquel algo era una pisada en el pasillo. La conciencia del mayordomo no estaba tranquila. Cogió la hoja de papel con una mano y, con la otra, la pluma. Se acercó a la chimenea. Trató de esconder el papel debajo de la estufa y, para poder tener libres las dos manos, tiró impaciente la pluma. El lápiz de sir Charles cayó exactamente en la mancha de tinta.
—¡Bravo! —aplaudió Satterthwaite.
Había sido todo tan bien interpretado, que tuvo la impresión de que aquello era lo único que había podido ocurrir.
—¿Ha visto usted? —preguntó sir Charles, recobrando su personalidad—. Si nuestro mayordomo oyó acercarse a la policía, o lo que él creyó que era la policía, y tenía que ocultar lo que estaba escribiendo, ¿dónde iba a esconderlo? No en un cajón o debajo del colchón, pues si la policía registraba la habitación lo hubiera encontrado enseguida. No tenía tiempo de levantar una baldosa y esconderlo debajo. No, debajo de la estufa era el único sitio posible.
—Lo que hay que hacer ahora es ver si hay algo ahí, en la estufa.
—¡Claro! Pero quizá fue una falsa alarma y, entonces, tal vez retiró lo que había escondido. Pero, al fin y al cabo, mirarlo no cuesta nada.
Sir Charles se quitó la americana, se arremangó, e inclinándose, miró debajo de la estufa.
—Parece que aquí hay algo. Es una cosa blanca. ¿Cómo podríamos sacarla? Probemos con un alfiler de sombrero.
—Las mujeres ya no usan alfiler en los sombreros. Tal vez le vaya bien un cortaplumas.
Pero el cortaplumas resultó demasiado corto.
Al fin, Satterthwaite salió de la habitación y volvió al poco rato con una aguja de hacer media de Beatrice, quien, aunque muerta de curiosidad de saber para qué la quería, no lo preguntó por su sentido del decoro.
La aguja dio el resultado esperado. En pocos momentos, sir Charles sacó media docena de hojas de papel hechas una bola.
Las alisaron con las manos temblorosas por la emoción. Eran varios borradores escritos con una letra menuda y clara que empezaban así:
La presente es para decirle que el que suscribe esta carta no desea causarle ningún perjuicio y podría muy bien haberse equivocado en lo que ha creído ver esta noche, pero...
Sin duda el autor de la carta, descontento de ella, la había interrumpido para empezar otra:
John Ellis, mayordomo, tiene en su poder algunos detalles referentes a la muerte del doctor. Todavía no le ha contado nada a la policía...
No satisfecho tampoco con esta carta, empezó otra:
John Ellis, mayordomo, presenta a usted sus respetos y le agradecería enormemente que le concediese una entrevista para hablar del triste suceso de esta noche antes de ir a la policía con ciertos informes que posee...
En la siguiente, el empleo de la tercera persona había sido abandonado:
Necesito dinero. Mil libras me sacarían de apuros. Sé varias cosas que podría contar a la policía, pero no quiero causar ningún perjuicio...
La última era todavía más explícita:
Sé cómo murió el doctor. No he dicho nada todavía a la policía. Si quiere encontrarse conmigo en...
Esta carta terminaba de una manera distinta que las demás. Las cinco últimas palabras estaban borrosas, la tinta se había corrido, manchando todo el papel. Indudablemente, Ellis la estaba escribiendo cuando algo le alarmó. Hizo una bola con todos los borradores y se apresuró a esconderlos.
Satterthwaite, un tanto sorprendido, lanzó un profundo suspiro.
—Le felicito, Cartwright. Su instinto no le engañó. Lo de la mancha de tinta ha sido un buen trabajo. Ahora consideremos el punto en que estamos. Como pensábamos, Ellis es un bribón. No era el asesino, pero sabía quién cometió el crimen y se disponía a sacar dinero de él o de ella mediante chantaje.
—Él o ella —interrumpió sir Charles—. ¡Qué lástima que no sepamos el sexo del criminal! Bien podría haber empezado alguna de estas cartas con el formulismo de señor o señora. Por lo menos, así sabríamos a qué atenernos. Se ve que ese sujeto llevaba dentro de sí un literato, si no, no se comprende que se molestara tanto en hacer borradores para semejante asunto. ¡Si al menos nos hubiera dado una pista del destinatario!
—No importa. Hemos logrado lo que deseábamos. Recordará usted que vinimos a buscar una prueba de la inocencia de Ellis. Pues ya la tenemos. Estas cartas demuestran que es inocente del asesinato. Por lo demás, es un perfecto canalla. Pero él no mató a sir Bartholomew, fue otro quien cometió el crimen. Seguramente, la misma persona que mató a Babbington. Creo que hasta la policía tendrá que estar de acuerdo con nuestro punto de vista.
—¿Va usted a contarle a la policía todo lo que hemos descubierto? —preguntó sir Charles, y su rostro expresó cierto disgusto.
—No veo qué más podemos hacer. ¿Por qué?
—Creo que deberíamos hacer otra cosa —replicó el actor, sentándose en la cama—. De momento, sabemos algo que todo el mundo ignora. La policía busca a Ellis. Cree que es el asesino. Todos conocen las sospechas de la policía. Y entretanto, el verdadero criminal está muy tranquilo. No se preocupa por nada ni se pone en guardia. ¿No sería una lástima cambiar ese estado de cosas? ¿No tenemos así mayor oportunidad de descubrir al culpable? Quiero decir que podríamos descubrir qué clase de lazo unía a Babbington con alguna de esas personas. Ninguna de ellas sabe que se ha asociado esta última muerte a la de Babbington. No sospechan nada. Por tanto, es una oportunidad magnífica.
—Comprendo lo que quiere usted decir. Pero, de todas maneras, creo que no debemos aprovechar esa oportunidad. Nuestra obligación es confiar a la policía el descubrimiento. No tenemos derecho a ocultarlo.
Sir Charles lo miró, burlón.
—Tiene usted madera de buen ciudadano, Satterthwaite. Pero yo no lo soy y, por lo tanto, no tendré ningún escrúpulo en reservarme mi descubrimiento durante un par de días. ¿No le parece? ¡Solo un par de días!
—Tenga usted en cuenta que Johnson es amigo mío y que ha sido muy amable con nosotros.
—Todo eso es verdad. Pero, al fin y al cabo, a nadie más que a mí se le ocurrió mirar debajo de la estufa. Esta idea no se les hubiese ocurrido nunca a ninguno de esos cabezotas que se llaman agentes. Pero, en fin, sea como usted quiera. ¿Dónde cree que está ahora Ellis?
—Supongo que consiguió lo que deseaba. Le pagaron para que desapareciese y ha desaparecido.
—Sí, creo que esa es la explicación. No me gusta nada este cuarto, Satterthwaite. Salgamos.
Capítulo VII