—¿Has ido solo?
—No —sir Charles se volvió para coger la copa que le traía una doncella en una bandeja—. He tenido un tripulante. Para ser exacto, la joven Egg.
Algo en su voz hizo que Satterthwaite lo mirara con viveza.
—¿La señorita Lytton Gore? Es una navegante muy experta, ¿verdad?
Charles se echó a reír con un deje de pesar.
—Consigue que me sienta como un marinero de agua dulce, pero gracias a ella aprendo.
Mil ideas cruzaron por la mente de Satterthwaite. Me pregunto si Egg Lytton Gore... Tal vez sea por esto por lo que él no se ha cansado aún... Está en una edad peligrosa... A esas alturas de la vida siempre hay una muchacha que...
—¡El mar! —continuó el actor—. No hay nada comparable. ¡Oh, sí! El sol, el viento, el mar y la humilde choza que es tu hogar.
Contempló encantado la casa blanca que estaba a su espalda, con tres cuartos de baño, agua caliente y fría en todos los dormitorios, lo más nuevo en calefacción central, luces y aparatos eléctricos de todo tipo, y una servidumbre formada por doncella, ama de llaves, cocinera y pinche de cocina. Realmente, la interpretación que sir Charles daba a la vida sencilla era un poco exagerada.
Una mujer alta y muy fea salió de la casa y se acercó a ellos.
—Buenos días, señorita Milray.
—Buenos días, sir Charles —Inclinó la cabeza ante los otros dos caballeros a modo de saludo—. Le traigo el menú de la cena por si desea usted cambiar algo.
Sir Charles lo cogió y murmuró:
—Vamos a ver: «Melón, consomé frío, filetes de lenguado, becada, soufflé surprise, canapés Diana...». No, está todo muy bien, señorita Milray. Los invitados llegarán en el tren de las cuatro y media.
—Ya he mandado a Holgate que vaya a la estación. A propósito, sir Charles, si no tiene usted inconveniente, sería mejor que yo cenase con ustedes esta noche.
Él la miró asombrado, pero al fin dijo cortésmente:
—Con mucho gusto, señorita Milray, pero...
La señorita Milray explicó lentamente el porqué de su propuesta.
—Si yo no ceno con ustedes, sir Charles, serán trece a la mesa y hay mucha gente supersticiosa.
Por el tono de su voz se deducía que ella no tendría el menor problema en sentar a trece personas a cenar durante toda su vida.
—Creo que todo está arreglado —siguió el ama de llaves—. También le he dicho a Holgate que vaya a buscar con el coche a lady Mary y los Babbington. ¿Desea el señor algo más?
—No. Eso es todo.
La mujer se retiró con una cierta sonrisa altiva.
—¡Esta sí que es una mujer notable! —proclamó sir Charles—. A veces tengo miedo de que aparezca y me cepille los dientes.
—Es la eficiencia personificada —convino Strange.
—Hace seis años que está a mi servicio —explicó sir Charles—. Primero, en Londres, como secretaria, y luego aquí, como una especie de gobernanta o ama de llaves. Lo organiza todo con la precisión de un reloj. Lo terrible es que me va a dejar.
—¿Por qué?
—Dice —sir Charles arrugó la nariz en señal de duda— que su madre ha quedado inválida. Yo no lo creo. Esta clase de mujeres no tienen madre. Para mí que surgen por generación espontánea de alguna máquina. No, no, hay algún otro motivo.
—Seguramente —manifestó el médico— será porque la gente murmura.
—¿Que la gente murmura? —El actor se mostró asombrado—. ¿De qué puede murmurar?
—Mi querido Charles, sabes muy bien lo que es la murmuración.
—¿Quieres decir que hablan de nosotros dos? ¿Con esa cara y a su edad?
—Debe de tener unos cincuenta años.
—Creo que no —reflexionó Charles—. Pero, hablando en serio, Tollie, ¿te has fijado en su cara? Es cierto que tiene dos ojos, una nariz y una boca, pero no es lo que llamarías una cara, una cara femenina. Ni la solterona más retorcida y chismosa del pueblo podría relacionar la pasión sexual con un rostro como el suyo.
—Desconoces la imaginación de una solterona inglesa.
Sir Charles movió la cabeza.
—No lo creo. La señorita Milray tiene un aire de siniestra respetabilidad que incluso una solterona inglesa debe reconocer. Es la virtud y la responsabilidad personificadas, y es condenadamente útil. Siempre he escogido a mis secretarias por ser más feas que un pecado.
—Una sabia precaución.
Sir Charles se quedó pensativo unos instantes. Para distraerlo, sir Bartholomew le preguntó:
—¿Quiénes vienen esta tarde?
—Angie, para empezar.
—¿Angela Sutcliffe? Muy bien.
Satterthwaite se inclinó hacia delante, ansioso por enterarse de quiénes eran los invitados. Angela Sutcliffe era una conocida actriz, célebre por su talento y belleza, quien, sin ser joven, ejercía un poderoso encanto sobre el público. Había sido mencionada muchas veces como la sucesora de la gran Ellen Terry.
—También vendrán los Dacres.
Satterthwaite asintió. La señora Dacres era la dueña de la casa Ambrosine Ltd., el célebre establecimiento de modas. En todos los programas de las obras de teatro se leía: «Los vestidos que lucirá la señora Blank en el primer acto son de la casa Ambrosine Ltd., Brook Street». Su marido, el capitán Dacres, era, según decía él mismo, en su lenguaje de apostador, un caballo sorpresa. Pasaba la mayor parte del tiempo en las carreras y, años atrás, había participado como jinete en el Grand National. Circularon rumores de que hubo algo raro, sin que nadie supiese exactamente el qué. No se hizo ninguna investigación o, por lo menos, si se hizo, no trascendió. Sin embargo, a la más mínima mención del nombre de Freddie Dacres, la gente enarcaba ligeramente las cejas.
—También vendrá Anthony Astor.
—¡Caramba, la autora de Dirección única! Vi dos veces esa obra. Tuvo un éxito enorme —afirmó Satterthwaite.
Estaba radiante al poder demostrar que sabía que Anthony Astor era una mujer.
—¡Eso es! —dijo sir Charles—. No recuerdo su verdadero nombre, creo que es Wills. La he visto una sola vez. La he invitado para complacer a Angela. Estos son todos los invitados.
—¿Y del vecindario? —preguntó el médico.
—¡Ah, sí! Los vecinos son los Babbington, o sea el párroco, que es un tipo simpático, y su esposa, una mujer sumamente agradable. Me enseña jardinería. También vendrán lady Mary y Egg. Nadie más. ¡Ah, se me olvidaba! Un joven llamado Manders, es periodista o algo por el estilo. Es un buen muchacho. Esto completa la lista.
El señor Satterthwaite era un hombre metódico. Repasó la lista:
—La señorita Sutcliffe, uno; los Dacres, tres; Anthony Astor, cuatro; lady Mary y su hija, seis; el párroco y su mujer, ocho; el periodista, nueve; y nosotros tres, doce. Usted o la señorita Milray han contado mal, sir Charles.
—¿La señorita Milray?, imposible —aseguró el dueño de la casa—. Esa mujer no se equivoca nunca. Déjeme pensar. ¡Tiene usted razón, me he olvidado de uno! Por cierto, que si él se enterara tendría un disgusto terrible. Es el sujeto más vanidoso que he conocido.
Satterthwaite parpadeó. En su opinión, los hombres más presuntuosos del mundo eran los actores, sin exceptuar a Charles Cartwright. Que la sartén llamase negro al cazo le hizo reír.
—¿Quién es? —preguntó.
—Un hombre famosísimo de quien seguramente habrá oído usted hablar. Es un belga llamado Hércules Poirot.
—¿El detective? —exclamó Satterthwaite—. Le conozco. Es un hombre muy notable.
—Es todo un personaje —aseguró sir Charles.
—No le conozco en persona —dijo sir Bartholomew—, pero he oído hablar mucho de él. Hace tiempo que se retiró de la profesión, ¿verdad? Seguramente, la mayor parte de lo que me han contado es pura leyenda. Bueno, Charles: espero que no tengamos ningún crimen este fin de semana.
—¿Por qué dices eso? ¿Porque vamos a tener a un detective aquí? Eso sería como empezar la casa por el tejado, ¿no te parece, Tollie?