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Hubo un perceptible parpadeo en los ojos de la viuda.

—Stephen era el vicario auxiliar de mi padre. Fue el primer hombre joven que vi cuando llegué a casa de regreso del colegio. Nos enamoramos enseguida. Estuvimos comprometidos durante cuatro años. Luego se fue a Kent y pudimos casarnos. Nuestro amor fue muy sencillo y muy feliz.

Ahora le tocó a Egg interrogarla.

—¿Cree usted, señora Babbington, que su marido había visto, antes de la fiesta, en alguna otra ocasión, a alguno de los invitados de sir Charles?

—¡Claro! Puesto que estaban ustedes, su madre y el joven Oliver Manders.

—Sí, pero quiero decir a alguno de los demás.

—Cinco años atrás habíamos visto los dos a Angela Sutcliffe en un teatro de Londres. Tanto Stephen como yo estábamos muy emocionados al saber que íbamos a verla de cerca.

—¿No la volvieron a ver después?

—No. Nunca habíamos tenido ocasión de tratar a ningún actor o actriz hasta que el señor Cartwright vino aquí, lo que causó mucho revuelo. No creo que sir Charles alcance a imaginar lo que su llegada aquí significó: un soplo de romanticismo en nuestras vidas.

—¿No conocía al capitán y a la señora Dacres?

—¿Aquel hombre que solo hablaba de caballos y la señora que llevaba un traje tan bonito? No. Ni tampoco a la otra mujer, esa que escribe obras de teatro. ¡Pobre muchacha, desentonaba!

—¿Está usted segura de que no había visto antes a ninguno de los invitados?

—Estoy completamente segura, como también lo estoy de que Stephen tampoco sabía quiénes eran. Siempre habíamos ido juntos a todas partes. No salíamos el uno sin el otro.

—¿Él no le dijo nada antes, nada en absoluto, de las personas que iban a encontrar en casa de sir Charles o bien cuando las vio? —insistió Egg.

—Antes no me dijo nada, excepto que esperaba pasar una velada divertida. Cuando llegamos allí, no tuvo tiempo.

El rostro de la mujer se descompuso.

—Perdóneme usted —dijo Cartwright rápidamente— por molestarla de esta manera. Pero es que estamos convencidos de que tiene que haber algún motivo. Si pudiéramos descubrirlo. Tiene que haber una razón que justifique ese horrible y absurdo crimen.

—Lo comprendo. Si fue un asesinato, debe existir algún motivo. Pero no lo conozco ni me imagino cuál puede ser.

Durante unos minutos, reinó un profundo silencio en el salón. Luego, Charles preguntó:

—¿Puede usted hacerme un breve resumen de la vida de su marido?

La mujer tenía una memoria privilegiada para recordar fechas. Las notas que tomó Cartwright fueron las siguientes:

Stephen Babbington, nacido en Islington, Devon, en 1868. Estudió en el colegio de St. Paul y después en Oxford. Recibidas las órdenes menores, ocupó una plaza en la parroquia de Hoxton, en 1891. Fue ordenado sacerdote en 1892. Desde 1894 a 1899 ejerció como vicario de Islington, Surrey, como auxiliar del reverendo Vernon Lorrimer. Se casó con Margaret Lorrimer en 1899 y pasó a ocupar la parroquia de Gilling, Kent. En 1916 fue trasladado a la de St Petroch, Loomouth.

—Espero que esto nos sirva para empezar. Creo que donde acaso obtengamos algo es en Gilling. Antes de ocupar esa parroquia, me parece muy improbable que anteriormente su marido llegara a conocer a ninguno de los que fueron invitados a mi fiesta.

La señora Babbington se estremeció.

—¿Cree usted de veras que alguno de ellos...?

—No me atrevo a pensar nada. Bartholomew vio y sospechó algo, y murió de la misma manera, y cinco...

—Siete —corrigió Egg.

—Sí, siete de los invitados estaban presentes también. Uno de ellos debe ser el culpable.

—¿Por qué? ¿Qué interés tendría ninguno de ellos en matar a Stephen?

—Eso —dijo sir Charles— es lo que estamos tratando de averiguar.

Capítulo II

Lady Mary

Satterthwaite había vuelto a Crow's Nest con sir Charles. Mientras su anfitrión y Egg iban a visitar a la señora Babbington, él tomaba el té con lady Mary.

La dama se sentía atraída por Satterthwaite. A pesar de sus exquisitos modales, era una mujer de criterios muy definidos sobre los que le gustaban o los que no.

Satterthwaite tomaba té chino en una taza de porcelana de Dresde, mientras comía un minúsculo emparedado y charlaba. En su última visita, descubrieron que tenían varias amistades en común. Aquella tarde la conversación empezó por ellas, pero, poco a poco, se encauzó por caminos más íntimos. Satterthwaite era una persona muy simpática que escuchaba con atención las preocupaciones de los demás, sin hablar de las suyas. En su anterior visita, lady Mary ya encontró natural hablarle de lo mucho que le preocupaba el porvenir de su hija y ahora le hablaba como si se tratase de un amigo de toda la vida.

—Egg es muy testaruda. Cuando una cosa se le mete en la cabeza, se entrega a ella en cuerpo y alma. No me gusta lo más mínimo que se enrede en este triste asunto. Cuando se lo digo se echa a reír, pero, la verdad, no me parece propio de una señorita.

A medida que hablaba, iba enrojeciendo. Sus ojos bondadosos e ingenuos miraban a Satterthwaite como pidiéndole ayuda.

—Comprendo lo que usted quiere decir. Si le he de ser sincero, a mí tampoco me gusta. Ya sé que eso es sencillamente un prejuicio pasado de moda, pero no puedo evitarlo. Sin embargo, no debemos esperar que los jóvenes se queden en casa y se estremezcan ante los crímenes y violencias propios de esta época permisiva en que nos ha tocado vivir.

—A mí no me gusta pensar en asesinatos. Nunca me imaginé, ni hubiera soñado nunca que me vería mezclada en un suceso así. ¡Fue espantoso! —Se estremeció—. ¡Pobre sir Bartholomew!

—No le había tratado mucho, ¿verdad?

—Solo lo había visto dos veces. La primera, hace un año, cuando vino a pasar un fin de semana con sir Charles. La segunda fue aquella terrible noche en que murió el pobre Babbington. Cuando recibí la invitación para asistir a su fiesta, me quedé sorprendidísima. Acepté por Egg. ¡A ella le gustan tanto esas cosas! ¡La pobre tiene tan poca vida social! Además, estaba últimamente un poco callada y no parecía sentir interés por nada. Pensé que le convendría asistir a la fiesta.

Satterthwaite asintió con un suave gesto.

—Cuénteme algo de Oliver Manders. Ese joven me interesa bastante.

—Creo que es un chico inteligente. La vida no ha sido fácil para él. —Lady Mary enrojeció y, en respuesta a la interrogadora mirada del señor Satterthwaite, continuó—: Sus padres no estaban casados.

—¿De veras? No tenía la menor idea de ello.

—Aquí todo el mundo lo sabe. De no ser así, no le diría a usted nada. La anciana señora Manders, la abuela de Oliver, vivía en Dunboyne, esa casa tan grande de la carretera de Plymouth. Su marido era abogado. Tuvieron un hijo y una hija. El hijo se fue a Londres e ingresó en una empresa importante. Hoy en día es un hombre rico. La hija, una muchacha muy hermosa, se enamoró locamente de un hombre casado. Yo la reñí muchas veces. Al final, después de un gran escándalo, huyeron juntos. La mujer de él no quiso divorciarse. La muchacha murió tras el nacimiento de Oliver, que fue recogido por su tío de Londres. Él y su mujer no tenían hijos. El muchacho repartía su tiempo entre ellos y su abuela. Las vacaciones de verano las pasaba todos los años aquí. A mí siempre me ha dado mucha lástima. Creo que esos modales suyos tan afectados están, en gran parte, motivados por su nacimiento.

—No me extrañaría. Se las da de divino, alardeando constantemente de su superioridad. Presiento que actúa así porque en su interior se siente inferior a los demás.

—Es muy extraño.

—El sentimiento de inferioridad es uno de los más complejos. El afán de crearse una personalidad a veces suele estar detrás de muchos crímenes.