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—Todo eso parece muy extraño —repitió ella.

Satterthwaite la miró. Le gustaba su figurilla graciosa, sus ojos de un gris suave y la ausencia absoluta de todo maquillaje. Entonces pensó: De joven debió de ser una belleza, pero no una belleza llamativa como la de la rosa, sino más bien la de una modesta y encantadora violeta, ocultando su dulzura con decoro.

Poco a poco fue recordando incidentes de su propia juventud y, sin darse cuenta, empezó a hablar del único amor que había tenido. Muy poca cosa es un solo amor para la juventud moderna, que los tiene a docenas, pero para él era algo muy dulce.

Le habló de la belleza de la muchacha y de una excursión al campo. Se habían sentado en un prado cubierto de margaritas y estaba dispuesto a declarársele, creyendo que ella compartía sus sentimientos. Pero, mientras jugueteaban con las flores, la joven le confió que amaba a otro. Contuvo entonces las palabras que iban a salir de su corazón y, desde aquel momento, solo fue «el amigo fiel» de su adorada.

No fue una gran pasión, pero se ajustaba al ambiente de cretonas y porcelana que se respiraba en el saloncito de lady Mary.

Luego ella habló de su propia vida, de su vida de casada, que no había sido nada feliz.

—Yo, como todas las muchachas, fui una loca. De jóvenes, todas creemos que nadie sabe las cosas mejor que nosotras. Se ha escrito mucho sobre la intuición femenina. No creo que exista tal intuición. Nada hay que prevenga a las muchachas contra cierta clase de hombres. Sus padres les advierten, sí, pero ninguna hace caso. Aunque parezca extraño, lo cierto es que a las muchachas les gustan los hombres de vida turbulenta. Todas piensan lo mismo, que su amor los reformará.

Satterthwaite asintió.

—¡De joven se sabe tan poco de la vida! Cuando se adquiere experiencia, es demasiado tarde y entonces ya no hay remedio.

La dama lanzó un suspiro.

—Sí, fue culpa mía —continuó—. Mi familia me aconsejó que no me casara con Ronald. Era de buena cuna, pero tenía muy mala reputación. Mi padre afirmó que era un bala perdida. No le creí. Pensé que lograría reformarlo.

Permaneció pensativa unos instantes, como reviviendo su pasado.

—Ronald era un hombre fascinador. Sin embargo, mi padre tenía toda la razón, como se demostró muy pronto. Aunque sea una expresión pasada de moda, le diré que me destrozó el corazón. Sí, me lo destrozó. No sé qué hubiese sucedido si no hubiera muerto.

Satterthwaite, siempre interesado en las vidas ajenas, carraspeó con emoción.

—Sé que no debo decir una cosa así, pero es verdad. Cuando murió a consecuencia de una pulmonía, sentí un gran alivio, no porque no lo quisiese, sino que, por el contrario, lo amé hasta el último momento, pero ya no me hacía ilusiones. Además, tenía a Egg —Su voz se hizo más ahogada—. ¡Era una cosa tan graciosa! ¡Estaba gordísima! Había que verla rodando por el suelo cada vez que intentaba ponerse de pie: igual que un huevo. De allí le viene el nombre de Egg.

Hizo otra pausa y continuó.

—He leído algunos libros de psicología en estos últimos años que me han tranquilizado. Según parece, aunque queramos, no somos capaces de hacer nada para cambiarlo, cuando en nosotros hay como una especie de mancha o de locura. Por ejemplo, de niño, Ronald robó dinero en el colegio, un dinero que no necesitaba. Casos así los hay en las familias más decentes. Ahora comprendo que no podía hacer nada por cambiar. Había nacido con aquella tara.

Lady Mary se secó los ojos con un pañuelito.

—Pero yo lo ignoraba —siguió la dama—. Yo creía entonces que cada persona podía y sabía distinguir entre el bien y el mal. Ahora comprendo que no es así.

—El alma humana es un gran misterio —opinó Satterthwaite—. Por ejemplo, si usted y yo dijéramos exaltados: «¡Cómo odio a esa persona! ¡Ojalá se muera!», la idea desaparecería de nuestras mentes tan pronto como se apagaran las palabras. En cambio, en otras personas la idea se convierte en una obsesión, intensificando aquel deseo.

—Me temo que esto es demasiado profundo para mí.

—Lo siento, creo que he hablado de forma muy técnica.

—¿Quiere usted decir que la gente joven se controla con mucha dificultad hoy en día?

—No, no, no quería decir esto. Un poco menos de control es una buena cosa en su conjunto. Supongo que está pensando en la señorita Egg.

—Creo que sería mejor que la llame Egg.

—Gracias. Llamarla señorita Egg suena un poco ridículo.

—Egg es una criatura impulsiva y, una vez se le ha metido algo en la cabeza, nada puede detenerla. Como le he dicho antes, me disgusta mucho que se mezcle en este asunto, pero no quiere hacerme caso ni me escucha.

Satterthwaite sonrió ante el tono de lady Mary y pensó para sí: Me pregunto si sospecha ni por un instante que todo ese interés de Egg por el crimen no es más que una nueva variante del viejo juego entre el macho y la hembra. Se horrorizaría de saberlo.

—Egg dice —siguió ella— que el señor Babbington también murió envenenado. ¿Cree usted que es verdad, o se trata de una fantasía de Egg?

—Eso se sabrá después de la exhumación.

—¿Van a desenterrarlo? —La dama se estremeció—. ¡Pobre señora Babbington, será terrible para ella! No llego a imaginarme nada más espantoso y macabro para una mujer.

—Supongo que usted conocía íntimamente a los Babbington, ¿verdad, lady Mary?

—Sí, ¡claro!, somos... éramos muy amigos.

—¿Sabe de alguien que tuviera algún resentimiento contra él?

—No.

—¿No habló nunca él al respecto?

—No.

—¿El matrimonio se llevaba bien?

—Estaban muy compenetrados. Eran felices. No tenían mucha salud, sobre todo el señor Babbington, que padecía artritis. Esas eran sus únicas preocupaciones.

—¿Y Oliver Manders? ¿Cómo se llevaba con el párroco?

—Verá... —Lady Mary dudó un momento—. Los Babbington sentían una gran compasión por Oliver. Durante las vacaciones, el muchacho pasaba mucho tiempo en la rectoría jugando con los hijos del párroco, aunque no creo que se llevaran muy bien. Oliver no era simpático. Alardeaba demasiado del dinero que tenía y de lo bien que se lo pasaba en Londres. A los niños eso no les gusta.

—¿Y luego, cuando se hizo mayor?

—No creo que los de la rectoría le vieran mucho. Un día se encontraron en mi casa Oliver y el señor Babbington. Manders se portó brutalmente con el capellán. De eso hace dos años.

—¿Qué ocurrió?

—Oliver atacó el cristianismo. El señor Babbington le escuchó, paciente. Pero aquello, en lugar de calmar a Oliver, le irritó más. «Todos ustedes, los religiosos», dijo, «me miran mal porque mis padres no estaban casados. Seguro que me llaman hijo del pecado. Pues bien, yo admiro a los que defienden sus convicciones y no se preocupan de lo que piensen un puñado de hipócritas y de curas.» El señor Babbington no contestó. Oliver continuó: «No me quiere contestar, ¿verdad? El clero y las supersticiones son los culpables del atraso de mucha gente. Quisiera borrar del mapa todas las iglesias del mundo». El señor Babbington sonrió y dijo: «¿Y a los pastores también?». Creo que fue la sonrisa lo que más le irritó a Oliver. Al comprender que no le tomaban en serio, exclamó: «Odio a la Iglesia, su hipocresía, todo...». El señor Babbington le interrumpió, sonriendo. Tenía una sonrisa muy dulce. «Mira, muchacho, aunque limpiases de iglesias el mundo entero, aún tendrías que reconocer que existe Dios mal que te pese.»

—¿Qué contestó Manders?

—Pareció confundido. Pero luego, dominándose, siguió con sus burlones modales: «Creo que todas las cosas que he dicho no son fáciles de asimilar para los de su generación».

—A usted no le es simpático el joven Manders, ¿verdad, lady Mary?

—Me da mucha pena.

—Pero no le gustaría que se casara con Egg, ¿verdad que no?