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—¡Oh, no!

—¿Por qué?

—Porque... porque no es un muchacho bueno y porque...

—Siga usted.

—No sé, porque hay algo en él que no comprendo. Algo frío.

Satterthwaite la miró pensativo unos instantes y al fin preguntó:

—¿Qué es lo que pensaba de él sir Bartholomew? ¿Lo nombró alguna vez?

—Dijo, ahora recuerdo, que Manders era un caso digno de estudio. Le recordaba a un paciente que estaba en su sanatorio. Yo le dije que Oliver parecía gozar de una perfecta salud, pero él me contestó: «Sí, su salud es excelente, pero si sigue corriendo en su motocicleta, pronto dejará de serlo» —Hizo una pausa y añadió—. Creo que sir Bartholomew tenía fama de ser un neurólogo excelente.

—A mí me resultaba muy simpático.

—¿Le dijo a usted algo sobre la muerte de Babbington?

—No.

—¿La aludió alguna vez?

—Creo que no.

—Sé que será difícil para usted contestarme a la pregunta que voy a hacerle, ya que no lo conocía íntimamente. ¿Cree usted que sir Bartholomew tenía alguna preocupación la noche de su muerte?

—Parecía estar de muy buen humor. Al ir a cenar, me dijo que aquella noche me daría una sorpresa.

—Y se la dio, ¿verdad?

Poco después se despidieron.

Camino de Crow's Nest, Satterthwaite iba pensando en aquellas palabras.

¿Cuál sería la sorpresa que sir Bartholomew tenía preparada a sus invitados?

¿Sería tan grata como él pretendía?

¿O tras aquella aparente alegría se escondía un propósito determinado? ¡Quién sabe!

Capítulo III

Reaparición de Hércules Poirot

—Seamos sinceros —dijo sir Charles—, ¿hemos conseguido algo?

Era un consejo de guerra. Cartwright, Satterthwaite y Egg se encontraban en la sala camarote. En la chimenea ardía un alegre fuego. Fuera bramaba el vendaval. Satterthwaite y Egg contestaron a la pregunta.

—No —dijo Satterthwaite.

—Sí —respondió Egg.

Charles miró primero a uno y después al otro. Satterthwaite indicó que la joven debía hablar primero.

La muchacha permaneció silenciosa unos instantes, mientras ponía en orden sus pensamientos.

—Estamos más cerca de la meta que antes —opinó—. Estamos más cerca porque no hemos descubierto nada. Esto sonará a desatino, pero no lo es. Lo que quiero decir es que teníamos algunas ideas vagas y ahora, en cambio, sabemos que algunas de esas ideas son falsas.

—Proceso de eliminación —intervino sir Charles.

—Eso es.

Satterthwaite carraspeó. Le gustaba dejar las cosas claras.

—El móvil de la codicia podemos descartarlo definitivamente. Diré, como en las novelas de misterio, que no se ve por ninguna parte quién podría obtener algún provecho de la muerte de Babbington. La venganza también parece estar fuera de lugar. Aparte de su carácter bondadoso y apacible, dudo que tuviese la suficiente importancia para crearse enemigos. Por lo tanto, volvemos a aquella idea vaga del principio: el miedo. Con la muerte del clérigo alguien intentaba protegerse.

—Me parece lo más lógico —convino Egg.

Satterthwaite estaba encantado consigo mismo. Sir Charles tenía el aspecto de estar un poco disgustado. Él era la figura principal en aquel asunto y no un invitado.

—Lo interesante es decidir ahora lo que tenemos que hacer —continuó Egg—. ¿Vamos a seguirles la pista a todos o qué? ¿Nos disfrazamos para hacerlo?

—Mi querida niña, estoy harto de disfrazarme de cien maneras en el teatro.

—¿Entonces qué...? —empezó Egg.

Pero se abrió la puerta y Temple anunció:

—El señor Hércules Poirot.

El detective entró sonriente y saludó a los tres.

—¿Me permiten asistir a esta reunión? Porque, si no me equivoco, se trata de una reunión, ¿verdad?

—Nos alegramos mucho de tenerle aquí —dijo sir Charles, repuesto de la sorpresa y, después de estrechar la mano de su amigo, le hizo sentar en un sillón—. ¿De dónde ha salido usted tan de repente, monsieur Poirot?

—Verá: fui a ver a mi amigo, el señor Satterthwaite a Londres. Allí me dijeron que estaba en Cornualles. Eh bien, saltaba a la vista dónde había ido. Entonces cogí el primer tren para Loomouth y aquí me tienen sin previo aviso.

—Pero ¿por qué ha venido? —preguntó Egg—. Vamos, quiero decir... —continuó, comprendiendo lo descortés de sus palabras—, si ha venido usted por alguna razón particular.

—He venido para admitir un error. —respondió. Miró sonriente a sir Charles y, abriendo los brazos, empezó—: Monsieur, fue en esta misma habitación en la que usted confesó que no estaba satisfecho. Y yo, pensando que era debido a su temperamento dramático, me dije: Como es un gran actor, a toda costa quiere que haya un drama. Parecía increíble que un caballero como el señor Babbington, viejo y bondadoso, muriera de otra muerte que no fuera la natural. Aun ahora no comprendo cómo pudo administrarse el veneno, ni veo tampoco ningún motivo para ello. Parece absurdo, fantástico. Y lo más extraño es que ha ocurrido otra muerte en circunstancias similares. Por tanto, uno no puede atribuirlas a coincidencias. No, las dos han de estar ligadas entre sí. Por eso, sir Charles, he venido a verle para excusarme, para decirle que yo, Hércules Poirot, estaba equivocado y para pedirle que me admita en sus indagaciones, si ello no le desagrada ni estorba sus planes.

Sir Charles tosió varias veces. Parecía nervioso y turbado.

—Es usted muy amable, monsieur Poirot. Pero tal vez perderá su tiempo... yo...

Se detuvo y consultó con la mirada a Satterthwaite.

—Es usted muy amable —empezó este.

—No, no. No es amabilidad. Es curiosidad y también mi orgullo herido. Debo reparar mi falta. Mi tiempo no tiene valor. ¿Para qué viajar? El idioma será distinto, pero la naturaleza humana es la misma en todas partes. Ahora bien, si no soy bienvenido y molesto...

Los dos hombres contestaron a la vez:

—¡Qué ocurrencia!

—¡Claro que no!

—Y mademoiselle, ¿qué dice?

Egg permaneció callada un instante. Los tres tuvieron la misma impresión: Egg no deseaba la intervención de Poirot.

Satterthwaite pensó que sabía la razón. Este era un complot privado entre Cartwright y Egg, y a él lo habían tolerado porque pintaba muy poco. ¡Pero Hércules Poirot! ¡Ah! De intervenir él, asumiría el papel principal. Quizá incluso Charles se retiraría. Entonces, los planes de Egg fracasarían.

Miró con simpatía a la joven. Aquellos hombres no la comprendían, pero él, con su sensibilidad casi femenina, se hacía cargo de todo. Egg luchaba por su felicidad. ¿Qué diría?

Pero, al fin y al cabo, ¿qué podía decir? ¿Cómo explicar los pensamientos que asaltaban su cerebro? Váyase, váyase. Solo ha venido a estropearlo todo, no lo quiero aquí.

Egg dijo lo único que podía decir:

—Estamos encantados de tenerle con nosotros.

Capítulo IV

El coordinador

—Bueno —dijo Poirot—. Somos colegas. Eh bien, hagan el favor de ponerme au courant de la situación.

Escuchó con mucha atención a Satterthwaite, que le fue explicando todos los pasos que habían dado desde su regreso a Inglaterra. Era un narrador muy ameno. Tenía la facultad de crear ambiente. Su descripción de la abadía, de los criados y del jefe de policía fue admirable. Poirot aplaudió calurosamente a sir Charles por su descubrimiento de las cartas debajo de la estufa.

Ah, mais c'est magnifique, ça! La deducción, la reconstrucción. ¡Perfecto! Hubiera sido usted un gran detective de no ser un gran actor.