Cartwright aceptó con la mayor modestia aquellos aplausos. En su larga y triunfante actuación en los escenarios había aprendido a agradecer los aplausos sin afectación.
—Su observación es también muy atinada —siguió Poirot, dirigiéndose a Satterthwaite—. Me refiero a la extemporánea familiaridad de sir Bartholomew con el mayordomo.
—¿Cree usted que tiene alguna importancia el detalle de la señora de Rushbridger?
—Sugiere un sinfín de cosas, ¿no le parece?
Ninguno estaba convencido acerca de aquel sinfín de cosas, pero a nadie le gustaba confesarlo. Por lo tanto, solo se oyó un murmullo de aprobación.
Luego tomó la palabra sir Charles. Explicó la visita que Egg y él habían hecho a la señora Babbington y su resultado negativo.
—Bueno, ya está usted al corriente de todo lo que sabemos nosotros —continuó—. Ahora díganos: ¿qué le parece?
Poirot permaneció callado unos segundos. Finalmente, dijo:
—¿Sería usted capaz de recordar, mademoiselle, de qué tipo eran las copas de oporto que sir Bartholomew tenía en su mesa aquel día?
Egg meneó la cabeza y en aquel momento intervino Cartwright.
—Yo puedo decírselo.
Se dirigió a un armario y sacó una copa de cristal tallado.
—Eran casi iguales a estas, un poco más redondas. Las adquirió en la subasta del viejo Lammersfield. Me gustaron mucho y, como le sobraban algunas, me las regaló. Son bonitas, ¿verdad?
Poirot cogió una y la miró atentamente.
—Sí —murmuró—, son muy bonitas. Ya me figuraba que serían de este estilo.
—¿Por qué? —preguntó Egg.
Poirot la miró sonriente y no contestó a su pregunta.
—Sí, la muerte de sir Bartholomew es fácil de explicar, pero la de Babbington ya no lo es tanto. ¡Ah, si hubiera sido al revés!
—¿Qué quiere usted decir con eso? —preguntó Satterthwaite.
—Fíjese bien. Sir Bartholomew era un médico célebre. Por lo tanto, hay un abanico enorme de razones para su muerte. Un médico conoce secretos, amigo mío, secretos importantísimos. Además, su profesión le da cierto poder. Imagínese a un paciente que está al borde de la locura. Bastará una sola palabra del médico para que se le encierre para toda la vida. ¡Matarlo! ¡Qué tentación para un cerebro enfermo! Un médico también puede sospechar de la súbita muerte de uno de sus pacientes. ¡Sí! Encontraríamos un sinfín de motivos que explicasen lógicamente el asesinato de un médico. Por eso, como he dicho, si hubiera sido al revés, si sir Bartholomew hubiese muerto antes que Babbington, entonces el párroco quizá hubiera sospechado algo sobre el primer asesinato. Claro que los casos no se presentan como uno quisiera. Hay que tomarlos como vienen. Hace días se me ocurrió una cosa: que la muerte de Babbington fuera un accidente, o sea, que el veneno, si se trataba de veneno, estuviera destinado a Strange, pero que, por equivocación, lo bebiera el párroco.
—Es una idea muy ingeniosa —dijo sir Charles. Su rostro, que se había iluminado al empezar a hablar el detective, se ensombreció otra vez—. Sin embargo, no creo que se trate de un error. Babbington entró en esta habitación cuatro minutos antes de sentirse enfermo. Durante ese tiempo, lo único que tomó fue medio cóctel y, en ese cóctel no había nada.
Poirot le interrumpió:
—Sí, ya me lo ha contado usted, pero supongamos que había algo en ese cóctel. ¿No es probable que estuviera destinado a sir Bartholomew en lugar de a Babbington?
—Nadie que conociera íntimamente a Tollie hubiese intentado envenenarlo con un cóctel.
—¿Por qué?
—Porque nunca los probaba.
—¿Nunca?
—Nunca.
Poirot hizo un gesto de disgusto.
—¡Qué fastidio! Todo sale mal. Nada tiene sentido.
—Además —siguió sir Charles—, no veo cómo podría cometerse la equivocación de tomar una copa por la otra. Temple las llevaba en una bandeja y cada cual cogía la que más le gustaba.
—Es verdad. Uno no puede forzar a tomar una copa como el prestidigitador fuerza que se coja una carta. ¿Cómo es esa Temple? Es la criada que me abrió la puerta, ¿verdad?
—Sí. Hace tres o cuatro años que está a mi servicio. Una muchacha muy simpática que sabe bien cuál es su obligación. No sé en qué casa trabajó antes, pero la señorita Milray lo debe saber.
—La señorita Milray es su secretaria, ¿no?
—Sí.
—He cenado varias veces con usted, pero aquella fue la primera vez que la vi.
—Corrientemente no cena con nosotros. Pero aquella noche éramos trece.
Cartwright le explicó lo ocurrido y Poirot lo escuchó con gran atención.
—Fue a petición propia que asistió a la cena.
—Comprendo. —Guardó silencio unos segundos. Después preguntó—: ¿Podría hablar con Temple?
—¡Claro que sí!
Sir Charles tocó un timbre. A los pocos momentos, entraba la camarera.
—¿Llamaba usted, señor?
Temple era una muchacha alta, de unos treinta y dos años. Tenía cierta elegancia. El pelo bien peinado brillaba a la intensa luz de las lámparas, pero no era bonita. Sus modales eran reposados.
—Monsieur Poirot desea hacerle algunas preguntas.
Temple dirigió una mirada de superioridad a Poirot.
—Estábamos hablando de la noche en que el señor Babbington murió aquí mismo —dijo el detective—. ¿Recuerda usted aquella noche?
—¡Ya lo creo!
—Me gustaría saber exactamente cómo se sirvieron los cócteles. ¿Los preparó usted misma?
—No, señor. Sir Charles lo hace siempre. Yo traje las botellas: el vermut, la ginebra y todo lo demás.
—¿Dónde las colocó?
—En aquella mesa —Señaló la mesa situada junto a la pared—. La bandeja con las copas quedó aquí. Cuando sir Charles terminó de preparar los cócteles, él mismo llenó las copas. Luego, yo cogí la bandeja y fui ofreciendo los cócteles a los invitados.
—¿Estaban todos los cócteles en la bandeja?
—Sir Charles ofreció uno a la señorita Lytton Gore. Como en aquel momento estaba hablando con ella, cogió uno para cada uno. El señor Satterthwaite vino a buscar uno para otra señora, la señorita Wills creo que era.
—Es verdad —dijo Satterthwaite.
—Los demás se quedaron en la bandeja. Me parece recordar que todos tomaron, menos sir Bartholomew.
—¿Sería usted tan amable, Temple, de repetir la forma en que los fue ofreciendo? Sustituiremos a los invitados por cojines. Yo estaba aquí, la señorita Sutcliffe allí.
Con la ayuda de Satterthwaite, se reconstruyó la escena. Satterthwaite era muy observador y recordaba a la perfección dónde estaba cada uno de los invitados. Luego, Temple fue pasando ante cada uno de los invitados, como aquella noche. Primero, la señora Dacres; luego, la señorita Sutcliffe y Poirot; después, el señor Babbington, lady Mary y el señor Satterthwaite, que estaban juntos.
Todo coincidía con la declaración de Satterthwaite. Temple se retiró.
—¡Nada! —exclamó Poirot—. ¡No hay manera de descubrir nada! Temple es la única persona que tuvo en sus manos los cócteles, pero le era imposible manipularlos y, además, como ya he dicho antes, no se puede obligar a nadie a coger una copa determinada.
—Instintivamente se coge siempre la que está más cerca de uno —dijo sir Charles.
—Eso sería posible presentando la bandeja al principio, pero luego es poco fiable. Las copas están todas juntas y uno no se fija en la que está más o menos cerca. No, no debió ser utilizado un método tan al azar. Dígame, señor Satterthwaite, ¿Babbington dejó su copa en algún sitio, o la conservó en la mano?
—La dejó en la mesa.
—¿Se acercó alguien a ella?
—No, yo era quien estaba más cerca y le aseguro que no eché nada en su copa. Aunque nadie me hubiera visto, no lo hubiese hecho.
Satterthwaite hablaba secamente. Poirot se apresuró a excusarse.
—¡No, no, no le estoy acusando! Quelle idee! Solo quiero asegurarme de todos los hechos. Según el análisis que se hizo, no había nada en la copa. Se hicieron tres pruebas, siempre con el mismo resultado. Sin embargo, el señor Babbington no comió ni bebió nada más, de modo que, si fue envenenado con nicotina, lo sería momentos antes de llegar a la fiesta porque ese veneno es rapidísimo. ¿Se da usted cuenta de hacia dónde nos conduce esto?