—A ningún sitio, maldita sea —exclamó sir Charles.
—No, eso no. Sugiere una idea monstruosa, que espero no resulte cierta. No, claro que no puede ser, la muerte de sir Bartholomew lo demuestra. Sin embargo...
Se quedó pensativo. Los demás le miraban intrigados. Al final, levantó la cabeza.
—Comprenden lo que quiero decir, ¿verdad? La señora Babbington no estaba en la abadía de Melfort, por lo cual queda libre de toda sospecha.
—¿La señora Babbington? Pero si a nadie se le ha ocurrido que fuera culpable.
—¿No? ¡Es curioso! Esa idea se me ocurrió hace un momento. Si no fue envenenado con el cóctel, tuvo que serlo pocos minutos antes de entrar en la casa. ¿De qué manera pudo hacerse eso? ¿Una píldora? Quizá para la digestión. Pero, ¿quién tendría un motivo que nadie sospechara? Solo su mujer.
—¡Pero si se adoraban! —gritó Egg, indignada.
Poirot le sonrió afectuoso.
—Yo, mademoiselle, veo las cosas sin ninguna idea preconcebida. Sepa que en el transcurso de mi profesión he conocido cinco casos de mujeres asesinadas por sus enamoradísimos maridos, y veintidós de maridos asesinados por sus amantísimas esposas. Les femmes guardan mejor las apariencias.
—Creo que es usted horrible —afirmó Egg—. Conozco a los Babbington y sé que no son de esa clase. ¡Es monstruoso!
—El crimen es siempre monstruoso, mademoiselle —señaló Poirot y en su voz había cierta dureza. Luego, siguió en un tono más suave—: Pero estoy seguro de que la señora Babbington no es culpable. Recuerden ustedes que no estaba en la abadía de Melfort. No, como ha dicho sir Charles, el culpable es uno de los que estaban presentes en ambas fiestas, uno de los siete de su lista.
Se hizo un largo silencio.
—¿Cómo nos aconseja usted que actuemos? —preguntó Satterthwaite.
—Ustedes ya deben de tener un plan.
Cartwright carraspeó.
—Lo único factible es un proceso por eliminación. Mi opinión es que cojamos una a una a las personas de la lista y las consideremos culpables hasta que se demuestre, sin que haya lugar a duda, que son inocentes. Es decir, que tenemos que empezar como si estuviéramos convencidos de que entre esa persona y Babbington existía algún nexo de unión. Debemos aguzar todo nuestro ingenio para descubrir qué clase de nexo es ese. Si no lo hallamos, pasaremos a la siguiente.
—Eso está bien psicológicamente —aprobó Poirot—. ¿Qué métodos emplearán?
—Todavía no lo hemos discutido. Cuando íbamos a hacerlo, llegó usted. Quizá podría...
Poirot levantó una mano.
—A mí no me pidan actividad física. La convicción de toda mi vida es que los problemas se resuelven mejor con el pensamiento. Déjenme a mí la coordinación de sus informes. Continúen sus investigaciones, que sir Charles dirige tan bien.
Y yo, ¿qué?, pensó Satterthwaite. ¡Estos actores! Siempre en primer lugar, interpretando el protagonista.
—De cuando en cuando —siguió Poirot—, quizá necesiten la opinión de lo que podríamos llamar el consultor. Yo seré el consultor. ¿Le gusta así, mademoiselle?
—Mucho. Estoy segura de que su experiencia nos será de mucha utilidad.
Su rostro reflejaba el profundo alivio que sentía. Miró su reloj y lanzó una exclamación.
—Tengo que marcharme. Mamá estará alarmada.
—La acompañaré en el coche —dijo sir Charles.
La pareja abandonó la habitación.
Capítulo V
Reparto del trabajo
—Ya ve usted que el pez ha picado —dijo Poirot.
Satterthwaite, que estaba mirando la puerta que acababa de cerrarse detrás de Egg y su compañero, se volvió hacia Poirot que sonreía con cierta sorna.
—Sí, sí, no lo niegue. Aquel día, en Montecarlo, usted me enseñó el cebo, ¿no es verdad? Me señaló la noticia esperando que despertara mi curiosidad, que me interesara enseguida por el asunto.
—Es verdad —confesó Satterthwaite—, pero creía que mi ardid había fallado.
—No, no, usted no falló. Es usted un perspicaz conocedor de la naturaleza humana, amigo mío. Yo me estaba aburriendo. Empleando las mismas palabras que el chiquillo que jugaba junto a nosotros: «No tenía nada que hacer». Usted llegó en el momento psicológico. Y a propósito, ¡cuántos crímenes tienen su explicación en ese momento psicológico adecuado! El crimen y la psicología van cogidos del brazo. Pero volvamos a lo nuestro. Este es un crimen muy interesante. Me tiene desconcertado por completo.
—¿Qué crimen, el primero o el segundo?
—No hay más que uno. Lo que usted llama primero y segundo no son más que las dos partes del mismo crimen. La segunda es sencillamente el motivo, el medio adoptado.
Satterthwaite le interrumpió:
—Sin embargo, el segundo asesinato presenta la misma dificultad que el primero. No se encontró veneno en los vinos y la comida fue la misma para todos.
—No. Es muy distinto. En el primer caso, nadie parece haber envenenado a Stephen Babbington. Si sir Charles hubiera deseado envenenar a cualquiera de sus invitados, hubiera podido hacerlo, pero nunca a uno determinado. Temple tuvo la oportunidad de echar algo en la última copa de la bandeja, pero la de Babbington no fue la última. No, el asesinato del clérigo resulta tan imposible, que hasta creo que no es verdad. En ese caso, quizá murió de muerte natural. En fin, eso lo sabremos pronto. El segundo caso es distinto. Cualquiera de los invitados, o el mayordomo o la camarera, pudieron envenenar a sir Bartholomew porque eso no presentaba ninguna dificultad.
—No comprendo... —empezó Satterthwaite, interrumpiéndose.
—Se lo demostraré dentro de poco con un sencillo experimento. Ahora pasemos a otro asunto más importante. Es preciso, y estoy seguro de que usted ya se habrá dado cuenta, de que yo no interprete el papel de ladrón usurpador de laureles.
—Quiere usted decir... —dijo Satterthwaite sonriendo.
—Que sir Charles debe representar el papel principal. Él está acostumbrado. Además, hay otra persona que lo desea. ¿No es verdad?
—A mademoiselle no le ha gustado que usted interviniera en este asunto.
—¡Ah! Eso saltaba a la vista. Soy de una naturaleza sumamente susceptible. Quiero ayudar a los enamorados, no quiero estorbarles. Usted y yo, amigo mío, trabajaremos juntos en este asunto para honor y gloria de Charles Cartwright, ¿verdad? Cuando el oscuro caso esté resuelto...
—Si se resuelve —murmuró Satterthwaite.
—Se resolverá. Yo nunca fallo.
—¿Nunca?
—En ocasiones —replicó el detective con dignidad—, he tardado algo en hacerme cargo de las cosas. No he percibido la verdad tan pronto como debía.
—¿Pero no ha fallado nunca del todo?
La insistencia del otro era pura curiosidad.
—Eh bien. Una vez. Hace mucho tiempo, en Bélgica, pero no hablemos de ello.
Una vez satisfecha su curiosidad, Satterthwaite se apresuró a cambiar de tema.
—Decía usted que, cuando el caso esté resuelto, nuestro amigo...
—Sir Charles se llevará toda la fama. Eso es esencial. Yo no habré sido más que un piñón de los engranajes. Cuando sea necesario, diré una palabra, solo una palabrita. No deseo honor ni fama. Ya soy bastante famoso.
Satterthwaite le observó con interés. Le divertía la vanidad del detective. Pero no cometió el error de interpretarla como simple fanfarronería. Los ingleses no suelen vanagloriarse de las cosas que hacen bien, de la misma manera que son indulgentes con las que hacen mal. En cambio, los latinos tienen una visión más lógica de su capacidad y, cuando se reconocen inteligentes, no ven por qué tienen que ocultarlo.