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—A ninguna de nosotras nos gusta, pero es muy lista, por supuesto, y tiene cabeza para el negocio. No es como algunas señoras de la alta sociedad que ponen una casa de modas y acaban en la ruina porque las amigas les compran vestidos y no se los pagan. No se fía ni un pelo, pero es bastante justa y tiene muy buen gusto. Sabe lo que es bueno y consigue que la gente se lleve lo que más le conviene a su estilo.

—Supongo que debe ganar un dineral.

En el rostro de Doris apareció una expresión resabiada.

—No soy quien para opinar, ni me gusta el cotilleo.

—Por supuesto. Continúe.

—Pero ya que me lo pregunta, creo que el negocio no va muy bien. Hace poco vino un caballero judío a ver a madame y, por otro par de cosas que he visto, me parece que trata de conseguir un préstamo con la esperanza de que el negocio se reanime. A veces, sabe usted, señorita Lytton Gore, tiene un aspecto terrible. Parece desesperada. No sé qué aspecto tendría sin el maquillaje. No creo que duerma mucho por las noches.

—¿Y su marido?

—¡Es una verdadera calamidad! Es un tipo poco de fiar. No es que lo veamos mucho. Los demás no están de acuerdo conmigo, pero creo que ella todavía le quiere. Por supuesto se han dicho muchas cosas desagradables.

—¿Qué cosas?

—No me gusta repetir los rumores.

—No, claro, hace bien. Pero, entre nosotras...

—Bueno, verá: entre las muchachas han corrido algunos rumores sobre un joven muy rico y algo desquiciado. No exactamente chalado, pero más o menos algo así. Madame le iba detrás dispuesta a cazarlo. Quizá él la hubiese sacado del apuro, siempre es fácil obtener dinero de un tonto, pero le recomendaron que hiciera un crucero marítimo, así de repente.

—¿Quién se lo ordenó, un médico?

—Sí, uno de Harley Street. Creo que el mismo médico que asesinaron en Yorkshire, envenenado, según dicen.

—¿Sir Bartholomew Strange?

—Sí, ese era su nombre. Madame estaba en la fiesta y las chicas dijimos entre nosotras, en broma, claro está, que a lo mejor madame lo mató para vengarse. Pero eso es una tontería.

—Sí, desde luego. Son cosas de muchachas. Lo comprendo. Sin embargo, la señora Dacres responde a mi idea de una asesina: dura y desalmada.

—Es muy dura y tiene un mal genio terrible. Cuando se enfada, ninguna de nosotras se atreve a acercarse. Dicen que su marido le tiene miedo. No me extrañaría.

—¿La ha oído usted hablar alguna vez de alguien llamado Babbington, o de Gilling, un pueblo en Kent?

—No recuerdo haber oído nunca esos nombres.

Doris miró el reloj y lanzó una exclamación.

—¡Oh! Tengo que darme prisa. Voy a llegar tarde.

—Adiós y muchas gracias por aceptar la invitación.

—Ha sido un placer para mí, se lo aseguro. Adiós, señorita Lytton Gore. Espero que el artículo sea un éxito. Ya lo leeré.

Puede esperar sentada, pensó Egg mientras pedía la cuenta.

Luego, anotó en la libreta en la que se suponía que escribiría su artículo:

Cynthia Dacres. Probables dificultades financieras. Descrita como persona de «carácter perverso». A un joven (rico) con el cual se cree que tenía una aventura, sir Bartholomew le aconsejó un viaje por mar. No mostró ninguna reacción a la mención de Gilling o a la de que Babbington la conocía.

No es gran cosa, se dijo Egg. Hay un posible motivo de asesinato, pero muy endeble. Tal vez monsieur Poirot saque algo en limpio. Yo no soy capaz.

Capítulo VII

El capitán Dacres

Egg no había terminado aún su programa del día. Su siguiente misión fue dirigirse a Saint John's House, donde los Dacres tenían un apartamento. Saint John's era un edificio de pisos carísimos. La fachada era suntuosa y los porteros parecían generales de opereta.

La muchacha no entró en el edificio. Se puso a pasear por la acera de enfrente, como si esperara a alguien. Al cabo de una hora, calculó que había andado unas cuantas millas. Eran las cinco y media.

Poco después, un taxi se detuvo ante el edificio y el capitán Dacres se apeó del coche. Egg aguardó tres minutos, luego cruzó la calle y entró en el edificio.

La joven tocó el timbre del número tres. Dacres en persona abrió la puerta. Aún no se había quitado el abrigo.

—¿Cómo está usted? —dijo Egg—. Se acuerda de mí, ¿verdad? Nos encontramos en Cornualles y después en Yorkshire.

—Sí, sí, ya me acuerdo. Presenciamos las dos muertes, ¿no es así? Entre usted, señorita Lytton Gore.

—Quería ver a su esposa. ¿No está?

—Se encuentra en Bruton Street, en la tienda.

—Sí, ya sé. He estado allí esta mañana. Pensé que ya habría vuelto. Perdone usted, seguramente le estoy molestando.

Freddie Dacres se dijo para sí: ¡Qué chica más guapa! ¡Está muy bien!, y luego añadió en voz alta:

—Cynthia no vendrá hasta pasadas las seis. Yo acabo de llegar de Newbury. He tenido un mal día y me he marchado pronto. ¿Quiere usted ir al Seventy-Two Club a tomar un cóctel?

Egg aceptó, aunque tenía la sospecha de que Dacres ya había bebido más de la cuenta.

Sentados en la agradable penumbra del Seventy-Two Club y mientras probaba su martini, la muchacha comentó:

—Es un lugar muy agradable. No había estado nunca aquí.

Freddie Dacres sonrió, indulgente. Le gustaban las muchachas jóvenes y guapas. Quizá no tanto como otras cosas, pero sí bastante.

—Qué trastorno, ¿verdad? —empezó—. Quiero decir allí, en Yorkshire. Tiene cierta gracia que un médico muera envenenado. ¿Comprende lo que quiero decir? Un médico es alguien que está acostumbrado a envenenar a los demás.

Se rió con estrépito de su propia ocurrencia y pidió otra copa.

—Es usted muy ingenioso. Nunca se me hubiera ocurrido una cosa así.

—Solo era un chiste.

—Es extraño que siempre que nos hemos encontrado haya ocurrido una muerte.

—Sí, muy extraño. ¿Se refiere usted al viejo clérigo que murió en casa de... bueno, de ese actor?

—Sí. Fue muy raro que muriera tan de repente.

—Condenadamente molesto. Te entra un no-sé-qué cuando ves que la gente se muere a tu alrededor. Piensas que «el próximo puedo ser yo» y te dan escalofríos.

—Usted lo conoció antes, en Gilling, ¿no es así?

—¿Dónde está eso? Nunca había visto al viejo antes. Sí, es raro que muriese casi de la misma manera que Strange. No creo que lo asesinaran también.

—¿A usted qué le parece?

—No puede ser —Dacres meneó la cabeza—. Nadie asesina a un clérigo. A un médico, ya es otra cosa.

—Sí, claro, un médico es algo distinto.

—Desde luego. Es más lógico. Los médicos son unos malditos entrometidos —Arrastraba las palabras y se inclinó hacia delante—. No hay que dejarles hacer lo que quieren, ¿me comprende?

—No.

—Juegan con la vida de los demás. Tienen demasiado poder. No hay que permitírselo.

—No entiendo muy bien lo que quiere usted decir.

—Mi querida niña, se lo estoy diciendo muy clarito. Consiguen encerrarte, eso es lo que le estoy diciendo, y convierten tu vida en un infierno. Vive Dios que son crueles. Te encierran y no te dan nada de lo que necesitas, por más que llores y supliques. ¡Les importa un pito lo mucho que sufras! Eso es lo que te hacen los médicos. Se lo digo yo que los conozco muy bien.

Su rostro se retorció en una mueca. Las pupilas contraídas miraron un punto más allá de la muchacha.

—Es el infierno, se lo aseguro. ¡Lo llaman una cura! ¡Y encima dicen que están haciendo algo decente! ¡Cerdos!

—¿Acaso sir Bartholomew Strange...? —empezó Egg.

—¡Sir Bartholomew Strange, sir Farsante! Me gustaría saber qué hacía en aquel hermoso sanatorio. ¡Enfermos de los nervios! Eso es lo que dicen. Entras allí y ya no sales. Y dicen que estás allí por propia voluntad. ¡Por propia voluntad! Solo porque te han pillado cuando ves cosas.