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—Bueno, al fin y al cabo, no es más que una teoría.

—¿Cuál es su teoría, doctor? —preguntó Satterthwaite.

—Pues que los acontecimientos van a las personas y no las personas a los acontecimientos. ¿Por qué unas personas tienen vidas emocionantes y otras tediosas? ¿Debido a lo que las rodea? ¡No! Un hombre podría ir hasta el fin del mundo sin que nada le sucediese. La semana anterior a su llegada, una revolución asolará las calles de la ciudad a la que él se dirige y se producirá un trágico terremoto al día siguiente de su partida. Si tiene pasaje para un barco que ha de hundirse, surgirá un imprevisto que le impedirá tomarlo. En cambio, a otro que vive tranquilamente en Balham y cada día se dirige a la City le pueden ocurrir infinidad de cosas. Se verá involucrado con una banda de gángsteres y bellas chicas o ladrones de coches. Hay gente que parece atraer los naufragios. Hasta paseando en barca por un estanque les ha ocurrido algo. Por eso, hombres como Hércules Poirot no tienen que preocuparse por buscar crímenes porque los crímenes acuden a ellos.

—En este caso —opinó Satterthwaite—, quizá sea una suerte que la señorita Milray nos acompañe en la cena para que no seamos trece a la mesa.

—Bueno —exclamó sir Charles—, tendrás tu crimen, Tollie, ya que lo deseas tanto, pero con la condición de que yo no sea el cadáver.

Los tres hombres entraron riendo en la casa.

Capítulo II

Incidentes antes de la cena

El principal interés del señor Satterthwaite en la vida era observar a la gente.

Desde luego, le interesaban mucho más las mujeres que los hombres. Para ser un hombre tan masculino, Satterthwaite sabía demasiado sobre las mujeres. Había algo femenino en su carácter que le hacía comprender a la perfección la mente femenina.

A lo largo de su vida no había conocido a ninguna mujer que no le eligiera para hacerle confidencias, pero nunca le habían tomado en serio, algo que le amargaba un poco. Tenía la sensación de estar siempre en el patio de butacas contemplando la obra y no en el mismo escenario participando en el drama como actor. Pero, en realidad, el papel de espectador estaba hecho a su medida.

Esa tarde, sentado en la amplia habitación que daba a la terraza, hábilmente decorada por una empresa moderna para que pareciera el camarote de lujo de un transatlántico, estaba tratando de descubrir el tono exacto del tinte de los cabellos de Cynthia Dacres, un tono nuevo que sospechaba traído directamente de París, con un curioso y muy agradable efecto de verde bronce. Era imposible saber cuál era el verdadero aspecto de la señora Dacres. Era una mujer alta, con un cuerpo que respondía a las últimas exigencias de la moda. Tanto el cuello como los brazos mostraban el moreno del verano en el campo, aunque era imposible distinguir si era natural o artificial. Lucía un peinado nuevo, solo realizable por el mejor peluquero de Londres. Las cejas depiladas, las pestañas oscurecidas por el rímel, la perfección del maquillaje y los labios delineados en una curva que no podía ser natural, parecían conjuntarse para realzar la perfección de su sencillo traje de noche, de un azul muy oscuro, cuya tela, cortada en apariencia de forma muy simple (aunque era precisamente todo lo contrario), era opaca y a la vez daba la sensación de desprender una luz lejana y profunda.

¡Esa sí que es una mujer inteligente!, pensó Satterthwaite, contemplándola con admiración. Me gustaría saber cómo es en realidad.

Pero esta vez se refería a su mente, no a su cuerpo.

La mujer arrastraba las palabras como se estilaba en aquel momento.

—Querida, no fue posible. Quiero decir que algunas cosas son posibles y otras no lo son. Estas no lo eran. Simplemente pretendían serlo.

Estas eran justamente las nuevas palabras de moda: «pretendían serlo».

Sir Charles agitaba con vigor una coctelera mientras hablaba con Angela Sutcliffe, una mujer esbelta, de cabellos grises, boca maliciosa y ojos hermosos.

Dacres estaba hablando con Bartholomew Strange.

—Todo el mundo sabe lo que ocurre con el viejo Ladisbourne. Lo sabe todo el establo.

El capitán era un hombre bajo y pelirrojo, de expresión zorruna y voz chillona. Llevaba un bigotito ridículo y era un poco bizco.

Junto a Satterthwaite estaba sentada la señorita Wills, cuya obra Dirección única había sido aclamada como una de las más ingeniosas y atrevidas que se habían estrenado en muchos años en Londres. La señorita Wills era alta, delgada, de mentón achatado y cabellos rebeldes. Llevaba gafas y vestía un traje verde claro. Su timbre de voz era alto, sin la menor distinción.

—He estado en el sur de Francia —explicaba—, pero no me divertí mucho. No es un sitio simpático. Aunque para mi trabajo me es muy útil conocer esos lugares donde ocurre todo, ¿sabe usted?

Satterthwaite pensó: Pobre mujer. El éxito la ha arrancado de su hogar espiritual, una casa de huéspedes en Bournemouth. Ahí es donde le gustaría estar. Se maravillaba de la diferencia que existe entre las obras y sus autores. Aquel «hombre de mundo», como se imaginaba uno a Anthony Astor al ver alguna de sus obras, no aparecía por ningún lado en la señorita Wills. Sin embargo, advirtió que la mirada de sus ojos azul pálido reflejaba una gran inteligencia. Ella le miraba fijamente en aquel momento, como estudiándole, cosa que le desconcertó. Parecía querer grabar sus facciones en su memoria.

Sir Charles estaba sirviendo los cócteles.

—Permítame que le traiga un cóctel —dijo Satterthwaite, levantándose ágilmente.

—Encantada —aceptó la autora con una risita.

Se abrió la puerta y Temple anunció a lady Mary Lytton Gore, al señor y la señora Babbington y a la señorita Lytton Gore.

Satterthwaite le llevó un cóctel a la señorita Wills y luego se acercó a lady Mary Lytton Gore. Como se ha dicho antes, tenía debilidad por los títulos.

Además de ser un esnob, le gustaban las damas e indudablemente lady Mary lo era.

Al quedarse viuda con una hija de tres años y en mala situación económica, se trasladó a Loomouth, donde alquiló una casa modesta en la que vivía desde entonces acompañada de una fiel sirvienta. Era alta y delgada, y parecía más vieja de lo que era en realidad, pues tenía solo cincuenta y seis años. Su expresión era dulce y algo tímida. Adoraba a su hija, pero estaba algo alarmada por su comportamiento.

Hermione Lytton Gore, más conocida, no se sabe por qué razón, por el nombre de Egg, era muy distinta a su madre. Parecía mucho más enérgica. No era lo que el señor Satterthwaite llamaba una mujer hermosa, pero sí atractiva. La causa de ese atractivo estribaba, según él, en su vitalidad. Daba la sensación de tener más vida que cualquiera de los que estaban en aquella habitación. Su cabello era oscuro, sus ojos grises y su estatura mediana. Había algo en aquellos cabellos ensortijados, en la límpida mirada de sus ojos grises, en la curva de sus mejillas y en su risa contagiosa, que respiraba juventud y vitalidad.

En aquel momento estaba hablando con Oliver Manders, quien acababa de llegar.

—No comprendo que navegar pueda aburrirte tanto. Antes te gustaba.

—Egg, querida, todos crecemos —replicó Oliver, un joven simpático, de unos veinticuatro años. Se notaba en él algo extraño, algo extranjero, algo en cierto modo poco inglés.

Otra persona miraba también a Oliver. Un hombre bajo con la cabeza en forma de huevo y con unos mostachos que proclamaban su condición de extranjero. Satterthwaite había recordado a Poirot el día en que se conocieron. El detective se mostró muy afable, aunque él sospechó que exageraba adrede su extranjerismo. Sus brillantes ojillos parecían decir: «¿Esperáis que yo sea el bufón? ¿Que os distraiga con mis gracias? Bien, se hará tal como deseáis».