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Temblaba como una hoja. De pronto se le aflojó la mandíbula.

—Estoy deshecho. Completamente deshecho.

Llamó al camarero, insistió para que Egg tomara otra copa y, cuando ella la rehusó, pidió una para él.

—Ahora ya estoy mejor —afirmó, después de bebérsela de un trago—. Esto templa los nervios. Es un mal asunto perder el control. No hay que hacer enfadar a Cynthia. Me dijo que no dijese nada —asintió varias veces—. Ni una palabra a la policía. Podrían creer que me cargué al viejo Strange. ¿Se da usted cuenta de que tuvo que ser uno de nosotros? Uno de nosotros lo mató. Es un pensamiento divertido. ¿Quién? Esa es la pregunta.

—Tal vez lo sepa usted.

—¿Por qué dice usted eso? ¿Cómo iba a saberlo?

La miró furioso y con suspicacia.

—No sé nada de eso, ya se lo he dicho. No estaba dispuesto a aceptar esa condenada «cura» suya. No me importa lo que dijera Cynthia. No pensaba hacerlo. Iban detrás de algo... los dos iban detrás de algo, pero no consiguieron engañarme. Soy un hombre firme, señorita Lytton Gore.

—Lo creo. ¿Sabe usted algo de una tal señora de Rushbridger que está en el sanatorio?

—¿Rushbridger? ¿Rushbridger? Strange dijo algo de ella. ¿Qué dijo? No recuerdo nada —Exhaló un suspiro, meneó la cabeza—. Pierdo la memoria, eso es lo que pasa. Tengo enemigos, muchos. Quizá ahora mismo me estén espiando.

Miró, inquieto, a su alrededor. Después se inclinó hacia la joven.

—¿Qué hacía aquella mujer en mi habitación aquel día?

—¿Qué mujer?

—La de la cara de conejo. Escribe obras de teatro. Fue la mañana siguiente de... del crimen. Acababa de desayunar y me dirigía a mi habitación, cuando la vi salir y encaminarse hacia las habitaciones de los criados. Es extraño, ¿verdad? ¿Por qué entró en mi habitación? ¿Qué esperaba encontrar allí? ¿Qué fue lo que hizo? —Se acercó más a Egg—. ¿O cree usted que es verdad lo que dice Cynthia?

—¿Qué es lo que dice la señora Dacres?

—Dice que fue imaginación mía, que vi visiones —Se rió torpemente—. Siempre estoy viendo visiones extrañas: ratones de color rosa, ranas y cosas por el estilo. Pero ver a una mujer ya es distinto. Yo la vi. Es una mujer extraña. Tiene unos ojos asquerosos, te perforan.

Se recostó en el mullido sofá, parecía dispuesto a dormirse. Egg se levantó.

—Tengo que marcharme. Muchas gracias por todo, capitán Dacres.

—No hay de qué. Encantado. Sí, encantadísimo.

Su voz se fue apagando. Será mejor que me vaya antes de que pierda el conocimiento del todo, pensó Egg.

Pasó de la enrarecida atmósfera del Seventy-Two Club al fresco de la tarde.

Beatrice, la camarera, dijo que la señorita Wills había estado husmeando. Ahora, Freddie Dacres venía con la misma historia. ¿Qué buscaba la señorita Wills? ¿Qué encontró? ¿Era posible que supiese alguna cosa del crimen?

¿Habría algo de verdad en las incongruentes palabras de Dacres? ¿Acaso él mismo temía y odiaba secretamente a sir Bartholomew?

Era posible.

Pero en todo aquello no aparecía el menor indicio de culpa en el caso de Babbington.

¡A ver si al final resulta que no fue asesinado!, se dijo Egg.

De pronto, contuvo la respiración al ver en los titulares de un periódico: EL RESULTADO DE LA EXHUMACIÓN DE CORNUALLES. Se apresuró a comprar un ejemplar. En aquel momento, tropezó con otra mujer que también iba a hacer lo mismo. Cuando se disculpaba, reconoció a la secretaria de sir Charles, la eficiente señorita Milray.

Las dos buscaron ávidamente la noticia. Sí, allí estaba:

«El resultado de la exhumación de Cornualles». Las palabras bailaron ante los ojos de Egg: «El análisis de los órganos. Nicotina».

—¡Así que fue asesinado! —murmuró la joven.

—¡Es terrible, terrible! —dijo la señorita Milray. Se la veía emocionada.

Egg la miró sorprendida. Siempre había considerado a la señorita Milray como a un autómata.

—La noticia me ha trastornado —explicó la señorita Milray—. Lo conocía de toda la vida.

—¿Al señor Babbington?

—Sí. Mi madre vive en Gilling, donde él fue párroco durante muchos años. Por eso me ha impresionado tanto.

—Claro, es natural.

—No sé, no sé qué hacer —murmuró la señorita Milray.

Enrojeció un poco ante la mirada de asombro de Egg.

—Me gustaría escribirle a la señora Babbington. Ahora no me parece... Bueno, no me parece muy... En fin. No sé qué será mejor.

Aquella explicación no fue muy satisfactoria para Egg.

Capítulo VIII

Angela Sutcliffe

—¿Veamos, es usted un amigo, o un poli curioso? Necesito saberlo.

Los ojos de la señorita Sutcliffe brillaron burlones mientras hablaba. Estaba sentada con las piernas cruzadas y el señor Satterthwaite admiraba la perfección de los pies muy bien calzados y los tobillos delicados. La señorita Sutcliffe era una mujer encantadora que nunca se tomaba nada en serio.

—¿Es esa una duda justa? —replicó Satterthwaite.

—¡Claro que sí! ¿Ha venido usted a ver una cara bonita, como dicen los franceses tan encantadoramente, o para sonsacarme lo que sepa de esos crímenes?

—¿Puede dudar de que la primera alternativa sea la acertada? —preguntó Satterthwaite, inclinándose galante.

—Puedo y debo —contestó la actriz con energía—. Usted es una de esas personas que parecen pacíficas, pero, en realidad, les gusta la sangre.

—¡No, no!

—¡Sí, sí! Lo único que no tengo claro es si es un insulto o una cortesía ser considerada una posible asesina. Creo que es más bien un cumplido.

Inclinó la cabeza hacia un lado y sonrió con aquella sonrisa hechicera que nunca fallaba.

Satterthwaite se dijo: ¡Qué criatura más adorable!

—Admito, mi querida señora, que la muerte de sir Bartholomew Strange me ha interesado mucho. Como sin duda debe recordar usted, hace un tiempo me vi involucrado en otro caso muy semejante.

Se detuvo, quizá con la esperanza de que ella estuviese al corriente de sus actividades, pero la actriz solo preguntó:

—Dígame una cosa. ¿Hay algo de verdad en lo que dijo aquella chica?

—¿Qué chica y qué dijo?

—La joven Lytton Gore. Esa que está tan chiflada por Charles. (Vaya sinvergüenza ese Charles, seguro que lo consigue.) Según ella, aquel simpático viejecito de Cornualles también fue asesinado.

—¿Usted qué cree?

—Bien, sucedió exactamente del mismo modo. Parece una muchacha muy inteligente. Ahora, dígame: ¿va en serio Charles con ella?

—Estoy seguro de que su punto de vista en este asunto tendrá mucho más valor que el mío.

—Es usted la discreción personificada —exclamó la señorita Sutcliffe—. Yo, en cambio, soy muy indiscreta —Le echó una mirada de reojo—. Conozco muy bien a Charles. Es decir, conozco a los hombres. Charles presenta todos los síntomas de estar sentando la cabeza. Se le ve muy virtuoso. Parece dispuesto a formar una familia en un tiempo récord. ¡Qué aburridos se vuelven los hombres cuando deciden ser formales! Pierden todo su atractivo.

—Muchas veces me he preguntado por qué no se habrá casado sir Charles.

—Nunca ha demostrado el menor deseo de casarse. No es un hombre adecuado para el matrimonio. Pero, en cambio, es encantador —suspiró. Un leve temblor agitó sus párpados mientras miraba al señor Satterthwaite—. Hubo un tiempo en que él y yo... ¿Para qué negar lo que todo el mundo sabe? Aquello, mientras duró, fue muy hermoso. A pesar de todo, somos muy buenos amigos. Supongo que es por eso por lo que la muchacha me mira tan fríamente. Sospecha que todavía siento cierta tendresse por Charles. ¿La siento? Quizá sí. Pero, de todos modos, todavía no he escrito mis memorias narrando todas mis intimidades, como han hecho muchas de mis amigas. Si lo hiciera, a la muchacha no le gustaría. Se asustaría. Las jóvenes modernas se asustan con facilidad. En cambio, su madre no se asustaría. No se puede asustar a una mujer de la época victoriana. Dicen muy poco, pero siempre piensan lo peor.