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—Creo que tiene usted razón al sospechar que Egg desconfía de usted.

La señorita Sutcliffe frunció el entrecejo.

—No estoy muy segura de no sentir celos por ella. Las mujeres somos como las gatas: siempre con las uñas dispuestas. Miau, miau —Se echó a reír—. ¿Por qué no viene Charles y me explica todo este asunto? Sería demasiado bonito. ¡A lo mejor ese hombre me cree culpable! ¿Me cree usted culpable, señor Satterthwaite?

Se levantó y, extendiendo una mano, recitó:

—«Todos los perfumes de Arabia no purificarían estas manos...». —Se interrumpió—. No, no soy lady Macbeth, lo mío es la comedia.

—No hay ningún motivo para creerla a usted culpable.

—Es verdad. Bartholomew me caía bien. Éramos amigos. No tenía ninguna razón para desear su muerte. Precisamente porque éramos amigos, me gustaría tomar parte activa en la persecución del asesino. Dígame si puedo ayudarles en algo.

—Supongo que no habrá usted oído o visto nada que resulte de utilidad.

—No, nada que no haya contado ya a la policía. Los invitados acabábamos de llegar. El asesinato ocurrió la primera noche.

—¿Y el mayordomo?

—Apenas me fijé en él.

—¿Observó algún comportamiento peculiar por parte de los huéspedes?

—No. Claro que aquel joven... ¿cómo se llama... ? Ah, sí, Manders, apareció de improviso.

—¿Sir Bartholomew dio la sensación de estar sorprendido?

—Sí, creo que sí. Antes de sentarnos a cenar, me dijo que el tipo había inventado un nuevo método de meterse en casa ajena. «En lugar de forzar la puerta, lo que ha hecho ha sido forzar mis vallas.»

—Sir Bartholomew estaba entonces de muy buen humor, ¿verdad?

—Sí.

—¿Qué hay de ese pasadizo secreto que usted mencionó a la policía?

—Creo que se accedía por la biblioteca. Bartholomew prometió enseñármelo, pero claro, el pobre murió.

—¿Cómo fue que se lo mencionó?

—Estábamos hablando de una reciente adquisición suya, un antiguo secreter de nogal. Le pregunté si había algún cajón secreto. Es una pasión para mí. Él me contestó: «No, que yo sepa no tiene ningún cajón secreto, pero en la casa sí hay un pasadizo secreto».

—¿No nombró a una paciente suya, una tal señora de Rushbridger?

—No.

—¿Conoce un pueblo llamado Gilling, en Kent?

—¿Gilling? No, no lo conozco. ¿Por qué?

—Por si conocía de antes al señor Babbington.

—¿Quién es el señor Babbington?

—El anciano que murió, o fue asesinado, en Crow's Nest.

—¡Ah, el párroco! Ya no me acordaba de su nombre. No, hasta aquella noche nunca lo había visto. ¿Quién le dijo que le conocía?

—Alguien que está bien enterado —respondió Satterthwaite con audacia.

La señorita Sutcliffe parecía divertida.

—¡Pobre hombre! ¿Creen acaso que tenía algún lío con él? Los arcedianos son a veces unos picarones, ¿verdad? Entonces, ¿por qué no lo han de ser también los párrocos? Pero yo debo dejar completamente limpio el recuerdo de ese pobre viejo asegurando que jamás lo había visto antes.

Satterthwaite tuvo que contentarse con aquella declaración.

Capítulo IX

Muriel Wills

El número cinco de Upper Cathcart Road, Tooting, parecía un hogar inapropiado para una escritora satírica. Las paredes de la habitación a la que hicieron pasar a sir Charles eran de un color pardusco, como de harina de avena, con un friso de flores. Las cortinas eran de terciopelo rosa. En una de las paredes había varias fotografías. Aquí y allá se veían figurillas de perros de porcelana y el teléfono quedaba oculto bajo una muñeca de pomposas faldas. Completaban el decorado algunas mesitas con objetos de latón de Birmingham, probables imitaciones de Extremo Oriente.

La señorita Wills entró tan silenciosamente que sir Charles, ocupado en aquel momento en examinar un ridículo muñeco colocado en el sofá, no la oyó. Al oír su vocecilla diciendo: «¿Cómo está usted, sir Charles? ¡Es un verdadero placer!», se volvió con rapidez.

El traje que la escritora llevaba parecía estar colgado de una percha y las medias, por lo arrugadas que estaban, recordaban un acordeón. Calzaba unos zapatos de tacón muy alto.

Sir Charles estrechó su mano, aceptó un cigarrillo y se sentó en el sofá, junto al muñeco. La señorita Wills se acomodó frente a él. El sol que entraba por la ventana hacía brillar sus lentes.

—Ha sido usted muy amable al venir. Mi madre estará muy contenta. Adora el teatro, sobre todo las obras románticas. No hace más que hablar de aquella obra en que usted hacía de príncipe que estudiaba en la universidad. Siempre ve las funciones de tarde y es de las que se pasan todo el rato comiendo bombones.

—¡No sabe usted la alegría que da saber que lo recuerdan a uno! ¡El público es tan olvidadizo!

—Se volverá loca de alegría al conocerlo. El otro día vino la señorita Sutcliffe y mi madre se emocionó con ella.

—¿Estuvo aquí Angela?

—Sí, está ensayando una obra mía. Se titula El perrito que reía.

—Ya había leído algo de eso. El título de la obra es muy sugestivo.

—Me encanta que piense eso. A la señorita Sutcliffe le gustó. Es la versión moderna de una canción de cuna: muchas palabras y tonterías sin sentido. Por supuesto, todo gira alrededor del papel de la señorita Sutcliffe. Todo el mundo baila a su compás. Esa es la idea.

—No está mal. El mundo actual es como los alegres versos de una canción: «Y el perrito se rió al descubrir el juego» —Y pensó para sí: Desde luego esta mujer es como el perrito que te mira y se ríe.

El rayo de sol que hacía brillar las gafas de la señorita Wills se apagó y el actor vio sus ojos, de un azul pálido, que le miraban inteligentes.

Esta mujer tiene un endiablado sentido del humor, pensó.

—¿Adivina usted qué me ha traído aquí?

—Supongo que no habrá venido solo para verme.

Sir Charles notó la gran diferencia que había entre la manera de hablar y la manera de escribir de aquella mujer. En el papel, la señorita Wills era ingeniosísima y cínica. Hablando, era astuta.

—En realidad, fue Satterthwaite quien me metió la idea en la cabeza. Se precia de ser un buen observador de caracteres.

—Es muy observador en lo que se refiere a las personas. Observarlas es una afición para él, estoy casi segura.

—Está convencido de que si hubo algo raro en la fiesta de Melfort, usted tuvo que notarlo.

—¿Le ha dicho eso?

—Sí.

—Yo estaba muy interesada, lo admito. Nunca había presenciado un crimen tan de cerca. Una escritora ha de ir tomando nota de todo lo que ve. Por lo tanto, procuro utilizar cualquier cosa como modelo.

—Me imagino que esa es la primera regla.

—Por consiguiente, procuré anotar tantos detalles como me fue posible.

Era la confirmación de las palabras de Beatrice: «Husmeaba por todas partes».

—¿De los huéspedes?

—Sí, de los huéspedes.

—¿Qué descubrió?

Los lentes se movieron.

—No descubrí nada; de lo contrario, ya se lo habría contado a la policía.

—Pero seguramente notaría algo.

—Yo siempre noto algo. No puedo evitarlo.

—¿Qué es lo que notó?

—¡Oh, nada de particular! Hice ciertas observaciones del carácter de algunas personas. ¡La gente es tan interesante! Tan particular, si entiende lo que quiero decir.