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—¿Particular? ¿En qué?

—No sé cómo explicarme. Soy muy torpe al explicar las cosas.

—Su pluma es más mortífera que su lengua.

—No es usted muy amable, sir Charles, al llamarme mortífera.

—Reconozca usted, señorita Wills, que con una pluma en la mano no tiene piedad de nada ni de nadie.

—Es usted mucho más dañino que yo. ¡Es usted el que está siendo mortífero conmigo!

Es preciso que salgamos de este atolladero en que nos hemos metido, dijo para sí Cartwright.

—¿De manera que no hubo nada en concreto que llamara su atención?

—No, aunque sí note una cosa que debiera haber contado a la policía, pero me olvidé.

—¿Qué fue?

—El mayordomo. Tenía una marca en la muñeca izquierda semejante a una fresa. Me fijé cuando estaba sirviendo la verdura. Supongo que ese detalle podría ser de utilidad.

—De mucha utilidad. La policía está tratando de encontrar a ese hombre. Es usted una mujer admirable. Ni los invitados ni los criados advirtieron esa marca.

—La mayoría de la gente no usa los ojos como es debido.

—¿Me puede usted decir el sitio exacto donde estaba la marca y la forma que tenía?

—¿Quiere usted enseñarme la muñeca?

El actor extendió el brazo.

—Gracias. Estaba aquí —y señaló el lugar con el dedo—. Era del tamaño de una moneda de seis peniques y tenía la forma del mapa de Australia.

—Muchas gracias, me ha quedado claro —dijo sir Charles, retirando su brazo.

—¿Cree usted que debería escribir a la policía diciéndoselo?

—¡Claro que sí! Será de gran utilidad para seguir la pista de ese hombre. En las novelas de misterio, el malvado siempre tiene alguna marca identificadora. No creí posible que la vida real se sirviera de tan anticuados y manidos recursos.

—En las novelas es siempre una cicatriz.

—Una señal de nacimiento sirve también para el caso —exclamó Cartwright. Parecía un chiquillo contento—. Lo malo es —continuó— que la mayoría de las personas son un tanto anodinas, no hay nada en ellas que destaque.

La comediógrafa le miró, interrogadora.

—El viejo Babbington, por ejemplo —dijo Cartwright—, tenía una vaga personalidad. Es muy difícil recordarlo.

—Sus manos, sin embargo, eran muy características. Lo que yo llamo unas manos de erudito. Estaban un poco deformadas a causa de la artritis, pero sus dedos eran finos y las uñas bonitas.

—¡Qué observadora es usted! ¡Ah, claro! Lo conocería ya de antes.

—¿Al señor Babbington?

—Sí, recuerdo que él me habló de ello. ¿Dónde me dijo que la había visto?

La escritora movió la cabeza.

—¿A mí? Sin duda me confunde usted con otra o se confundió él. Yo nunca lo había visto.

—Será una confusión mía. Creía que me había dicho que fue en Gilling.

Miró fijamente a su interlocutora, pero esta parecía muy tranquila.

—No —repitió.

—¿Se le ha ocurrido alguna vez que quizá él también pudo haber sido asesinado?

—Sé que usted y la señorita Lytton Gore lo creían.

—¡Oh! ¿Y usted qué cree?

—A mí no me parece probable.

Un poco disgustado por la falta de interés que la señorita Wills demostraba, sir Charles pasó a otra cuestión.

—¿Nombró acaso sir Bartholomew a una tal señora de Rushbridger?

—No, no lo recuerdo.

—Era una enferma suya que sufre de los nervios y de pérdida de memoria.

—Sí, habló de un caso de esos. Dijo que, mediante el hipnotismo, podía recuperarse la memoria.

—¿Dijo eso? Me pregunto si es significativo. ¿No puede usted decirme nada más? ¿Nada sobre alguno de los invitados?

—No.

—¿De la señora Dacres o de su marido o de la señorita Sutcliffe o de Oliver Manders?

A medida que iba pronunciando los nombres, la miraba fijamente a los ojos.

—Lo siento, pero no soy capaz de decirle nada.

—Bueno —se levantó—, Satterthwaite sufrirá un desengaño.

—Lo siento mucho.

—Yo también por haber venido a molestarla. Supongo que estaría escribiendo.

—Sí, en efecto.

—¿Otra obra de teatro?

—Sí, pienso reflejar en ella algunos de los invitados a la fiesta de la abadía de Melfort.

—¿Alguna sátira?

—Sí, pero me he dado cuenta de que la gente nunca se da por enterada —se rió—, especialmente si una es mortífera de veras.

—¿Quiere usted decir que todos sobrevaloramos nuestra personalidad y no reconocemos la auténtica si nos es mostrada brutalmente? Tenía yo razón, señorita Wills, al decir que es usted una mujer cruel.

La autora se echó a reír.

—No se asuste usted, sir Charles. Las mujeres no acostumbran a ser crueles con los hombres a menos que se trate de uno en particular. Solo lo somos con las otras mujeres.

—Lo cual quiere decir que ha hundido usted su estilete en alguna desgraciada. ¿De quién se trata? Quizá lo descubra. Cynthia no es muy grata a las de su mismo sexo.

La autora no contestó. Siguió sonriendo con expresión felina.

—¿Escribe usted su obra o la dicta?

—La escribo yo y después la hago pasar a máquina.

—Debería usted tener una secretaria.

—Tal vez. Todavía tiene usted a aquella inteligente señorita Milray, ¿verdad?

—¡Sí, ya lo creo! Ha estado algún tiempo con su madre en el campo, pero ya ha vuelto. Es una mujer muy eficiente.

—Ya me lo imaginaba. Es quizá un poco impulsiva.

—¿Impulsiva la señorita Milray?

Cartwright estaba asombrado. Nunca le había pasado por la imaginación que la señorita Milray fuese impulsiva.

—Solo en algunas ocasiones —siguió la escritora.

Sir Charles movió la cabeza.

—La señorita Milray es la perfecta mujer robot. Bien, señorita Wills, me retiro. Perdóneme por haberla molestado y no se olvide de explicarle aquello a la policía.

—¿Lo de la marca en la muñeca derecha del mayordomo? No, no me olvidaré.

—Bien, adiós. ¡Ah! Un momento. ¿Ha dicho usted la muñeca derecha? Antes dijo la izquierda.

—¿Lo dije? ¡Qué tonta soy!

—Al final, ¿qué muñeca era?

La escritora frunció el entrecejo.

—Déjeme pensar. Yo estaba sentada así y él... ¿Querría usted alargarme ese plato de bronce, sir Charles, como si se tratara de una bandeja con verduras? Por el lado izquierdo.

Sir Charles le presentó la bandeja.

—¿Más coles, mademoiselle?

—Gracias, ahora estoy segura. Era en la muñeca izquierda, como dije antes. Soy una estúpida.

—No, no. Una confusión entre derecha e izquierda es muy natural.

Se despidió por tercera vez.

Mientras cerraba la puerta, miró hacia atrás. La autora no le miraba. Seguía en el mismo sitio donde la había dejado. Tenía la vista clavada en el fuego y en su rostro había una expresión maliciosa.

Sir Charles estaba asombrado.

Esta mujer sabe algo. Juraría que está enterada de alguna cosa y no lo quiere decir. Pero ¿qué diablos sabe?

Capítulo X

Oliver Manders

En la oficina de Messrs. Speier & Ross, el señor Satterthwaite preguntó por Oliver Manders y dio su tarjeta.

Enseguida fue escoltado hasta un despacho donde estaba Manders, sentado detrás de un escritorio.

El joven se levantó y estrechó la mano del visitante.

—Muchas gracias por haber venido a verme.

Su tono significaba: «Debo decirle esto por cortesía. Pero en realidad, es un fastidio verle aquí».

Sin embargo, Satterthwaite no se dio por enterado. Se sentó, sacó un pañuelo y se sonó.

—¿Ha visto las noticias de esta mañana?

—¿Se refiere usted a la situación financiera? El dólar...

—Nada de dólares. El resultado de la exhumación de Loomouth. Babbington fue envenenado con nicotina.