—¡Ah, sí! Ya lo he visto. Nuestra dinámica Egg estará satisfecha. Ella insistió siempre en que se trataba de un asesinato.
—¿A usted no le interesa?
—No tengo gustos tan poco refinados. Al fin y al cabo, el asesinato... —Se encogió de hombros—. ¡Es una cosa tan poco artística!
—No siempre es así.
—¿No? Bien, quizá no.
—Depende de quién cometa el crimen. Usted, por ejemplo, estoy seguro de que cometería un crimen de una manera muy artística.
—Es usted muy amable.
—Pero sea sincero, mi querido muchacho. No creo gran cosa del accidente que usted, sin duda, simuló. Y me temo que la policía tampoco lo cree.
Hubo un momento de silencio. Luego, una estilográfica cayó al suelo.
—Perdone, pero creo que no le entiendo.
—Esa comedia tan poco artística que llevó usted a cabo en la abadía de Melfort. Me gustaría saber a qué obedeció.
Se hizo otro largo silencio. Por último, Oliver preguntó:
—¿Dice usted que la policía sospecha?
—Es algo sospechoso, ¿no le parece? —preguntó, sonriendo—. Pero tal vez tenga usted una buena explicación.
—Tengo una explicación aunque no sé si es buena o no.
—¿Me permite que sea yo quien la juzgue?
—Me presenté allí de aquella manera por sugerencia de sir Bartholomew.
—¿Qué?
—Es un poco extraño, ¿verdad? Sin embargo, es verdad. Recibí una carta de sir Bartholomew indicándome que fingiera un accidente que me obligase a pedir hospitalidad en la casa. Decía que no podía exponer las razones por escrito, pero que me lo explicaría todo a la primera oportunidad.
—¿Se lo explicó?
—No. Llegué allí un poco antes de la cena. No llegué a verle a solas y, al final de la cena, murió.
El aburrimiento había desaparecido del rostro de Oliver. Sus oscuros ojos estaban clavados en Satterthwaite. Parecía estudiar atentamente las reacciones que producían sus palabras.
—¿Guarda usted esa carta?
—No, la rompí.
—¡Qué lástima! ¿No se lo ha dicho a la policía?
—No. Parecía demasiado fantástico.
—Es fantástico.
Satterthwaite movió la cabeza. ¿Habría escrito, en realidad, aquella carta sir Bartholomew? Una cosa así no era muy propia de él. La historia tenía algo de teatral y era poco adecuada a la seriedad de un médico.
Levantó la vista hacia el joven. Oliver seguía con la mirada clavada en él. Satterthwaite pensó: Está tratando de descubrir si me trago su cuento.
—¿Sir Bartholomew no dejó vislumbrar el porqué de su petición?
—No.
—¡Qué cosa más extraña!
Oliver no dijo nada.
—¿Usted acudió a su requerimiento?
La expresión de fastidio reapareció en parte.
—Sí, era algo que se salía de la rutina normal. Yo sentí cierta curiosidad, lo confieso.
—¿No hay nada más?
—¿Qué quiere usted decir?
Satterthwaite no estaba muy seguro de lo que quería decir. Parecía como si le guiase un oscuro instinto.
—Quiero decir si no hay algo más que se pueda explicar referente a usted.
Tras unos segundos de silencio, el joven se encogió de hombros.
—Será mejor que se lo cuente. Supongo que esa mujer no es de las que saben contener la lengua.
Satterthwaite le dirigió una mirada interrogadora.
—Fue la mañana siguiente del crimen. Yo estaba hablando con esa Anthony Astor cuando, al sacar la cartera del bolsillo, se me cayó al suelo un papel. Ella lo recogió para dármelo.
—¿Qué papel era ese?
—Por desgracia, lo miró antes de que yo lo cogiese. Era un recorte de periódico que hablaba de la nicotina, de lo terrible que es ese veneno, de sus efectos y de sus aplicaciones.
—¿Cómo se interesó usted por ese asunto?
—Nunca sentí el menor interés, aunque supongo que sería yo mismo quien metió ese recorte en mi cartera, pero no recuerdo cuándo lo hice. Mal asunto, ¿verdad?
¡Vaya una historia más fantástica!, pensó Satterthwaite.
—Supongo —continuó Oliver— que ya habrá ido a la policía con esa historia.
Satterthwaite meneó la cabeza.
—No lo creo. Me parece que es una mujer que gusta de guardarse las cosas para ella. Es una coleccionista de conocimientos humanos.
—Soy inocente, se lo aseguro.
—No he dicho que fuera culpable.
—Pero alguien lo habrá hecho, alguien ha puesto a la policía sobre mi pista.
—No, no.
—Entonces, ¿por qué ha venido usted aquí?
—En parte, por el resultado de mis investigaciones. Y, en parte, por el consejo de un amigo.
—¿Qué amigo?
—Hércules Poirot.
—¡Ese hombre! —El color desapareció del rostro de Oliver—. ¿Está en Inglaterra?
—Sí.
—¿Por qué ha vuelto?
Satterthwaite se puso en pie.
—¿Por qué sigue un perro el rastro de un conejo?
Satisfecho de su réplica, salió de la habitación.
Capítulo XI
Poirot da una fiesta
Poirot escuchaba atentamente, sentado en un cómodo sillón de su habitación del Ritz.
Egg estaba apoyada en el respaldo de una silla, sir Charles frente a la chimenea y Satterthwaite, sentado un poco más lejos, observaba el grupo.
—Es un fracaso absoluto —opinó Egg.
—No, exagera usted. En lo que se refiere al señor Babbington, no han conseguido gran cosa, es verdad, pero han logrado otras informaciones muy sugerentes —le corrigió Poirot.
—La señorita Wills sabe algo —afirmó sir Charles—. Juraría que está enterada de algo importante.
—El capitán Dacres tampoco tiene la conciencia muy tranquila. Y la señora Dacres tiene una apremiante necesidad de dinero. Sir Bartholomew frustró la posibilidad de conseguir lo que necesitaba.
—¿Qué le parece el relato del joven Manders? —preguntó Satterthwaite.
—Muy curioso, todo ello muy impropio de Strange.
—¿Quiere usted decir que es mentira? —intervino sir Charles.
—Hay tantas clases de mentiras —contestó Poirot—. Esa señorita Wills ha escrito una obra para la señorita Sutcliffe, ¿verdad?
—Sí. Se estrenará el próximo viernes por la noche.
—¡Ah!
Guardó otra vez silencio.
—Díganos qué es lo que debemos hacer ahora —le apremió Egg.
—Solo una cosa: pensar.
—¿Pensar? —exclamó la joven. En su voz había cierto tono de disgusto.
—Eso mismo. ¡Pensar! Con el pensamiento se alcanzan a resolver todos los problemas.
—¿No podemos hacer algo?
—A usted solo le gusta la acción, ¿verdad, mademoiselle? Claro que todavía hay cosas que hacer. Tenemos, por ejemplo, ese pueblo, Gilling, donde el señor Babbington vivió durante muchos años. Puede usted investigar allí. Según me ha dicho, la madre de la señorita Milray vive allí y está paralítica. Una paralítica suele enterarse de todo. Oye todo lo que se dice y no olvida nada. Interróguela y quizá saque algo en limpio, ¿quién sabe?
—¿Usted no va a hacer nada? —insistió Egg.
—¿Hace usted hincapié en que debo ser más activo? Eh bien, se hará lo que usted desea. Solo que no saldré de este lugar. Estoy muy bien aquí. Pero voy a contarle lo que haré. Daré una fiesta. Eso es muy elegante, ¿verdad?
—¿Una fiesta?
—Précisément, y a ella invitaré a la señora Dacres, a su marido, a la señorita Sutcliffe, a la señorita Wills, al señor Manders y a su encantadora madre, mademoiselle.
—¿Y a mí?
—Claro, a usted también. Todos los que están aquí presentes quedan incluidos en la invitación.
—¡Hurra! —gritó Egg—. No me ha defraudado usted, monsieur Poirot. Algo importante ocurrirá en esa fiesta, ¿verdad que sí?