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Sir Charles trató, sin conseguirlo, de imaginarse a la señorita Milray como una muchacha joven.

Preguntó a la señora Milray si conocía a alguna persona llamada de Rushbridger, pero aquel nombre no le recordaba nada.

Poco después, se despidieron de la anciana.

Lo primero que hicieron fue tomar una comida rápida en una panadería cercana. Cartwright había estado suspirando por un cocido de carne en alguna otra parte, pero Egg le indicó que allí podrían enterarse de los cotilleos locales.

—Los huevos pasados por agua y un poco de pan no le harán daño —dijo, severa—. Los hombres son tan quisquillosos con la comida.

—Siempre he encontrado los huevos pasados por agua muy deprimentes —opinó el actor dócilmente.

La mujer que les sirvió era muy comunicativa. Había leído todo lo de la exhumación y se había emocionado mucho. «¡Pobre señor! Entonces —explicó— yo era muy joven, pero lo recuerdo perfectamente.»

Sin embargo, no pudo decirles gran cosa sobre Babbington.

Después de comer, fueron a la iglesia y estuvieron mirando el registro de los nacimientos y matrimonios. Tampoco allí encontraron nada.

Fueron luego al cementerio y se entretuvieron leyendo los nombres de las lápidas.

—¡Vaya nombrecitos! —dijo la joven—. Fíjese, aquí está enterrada toda una familia llamada Stavepenny y allí hay una Mary Ann Sticklepath.

—Sin embargo, ninguno es tan raro como el mío —murmuró sir Charles.

—¿Cartwright? A mí no me parece raro.

—No me refiero a Cartwright. Cartwright es mi nombre de teatro, que acabé adoptando legalmente.

—¿Cuál es su verdadero nombre?

—No puedo decírselo. Es un pecado.

—¿Tan feo es?

—Más que feo es humorístico.

—¡Oh! Dígamelo.

—Eso sí que no.

—Por favor.

—No.

—¿Por qué no?

—Se reiría.

—Le aseguro que no.

—No podría contenerse.

—Vamos, no sea usted malo, dígame su nombre.

—¡Qué muchacha más pesada! ¿Por qué lo quiere saber?

—Precisamente, porque no me lo quiere decir.

—¡Es usted una chiquilla adorable! —dijo sir Charles titubeando un poco.

—No soy ninguna chiquilla.

—¿De veras?

—¡Dígamelo!

Una sonrisa algo triste apareció en el rostro de sir Charles.

—Bien, allá va. Mi padre se llama Mugg[4].

—¡No es posible!

—Lo es.

—¡Caramba! Es terrible ir por el mundo llamándose Mugg.

—No me habría permitido llegar muy lejos en mi carrera. Recuerdo que le di vueltas a la idea, entonces yo era muy joven, de llamarme Ludovic Castiglione, pero después me conformé con la versión inglesa y me convertí en Charles Cartwright.

—¿El Charles es auténtico?

—Sí. Mis padrinos se encargaron de eso. —Dudó un momento y luego dijo—: ¿Por qué no me llama Charles y prescinde del sir?

—Lo intentaré.

—Ayer ya lo hizo cuando creyó que estaba muerto.

—¡Oh, entonces! — Egg trató de darle a su voz un tono indiferente.

—Hay momentos, Egg, en que este asunto del crimen no me parece real. Hoy, especialmente, me parece fantástico. Te he de decir una cosa. Me he vuelto supersticioso con esto. He asociado el éxito que supone su resolución con otra clase de éxito. No sé por qué vacilo de esta manera. Tantas veces he declarado mi amor en el teatro y ahora, en la realidad, soy tímido como un colegial. ¿Es a mí o a Manders a quien quieres, Egg? Quiero saberlo. Ayer creía que era yo...

—Y no te equivocaste.

—¡Eres un ángel! —exclamó Cartwright.

—¡Charles, Charles, por Dios, no puedes besarme en un cementerio!

—¡Te besaré donde quiera y cuando quiera! Y tú aceptarás.

—No hemos descubierto nada —dijo Egg cuando regresaban a Londres.

—No digas tonterías. Hemos descubierto lo único interesante para nosotros. ¿Qué me importan a mí todos los clérigos y médicos asesinados? Tú eres lo único que me importa. ¿Te has fijado ya en que te llevo treinta años? ¿Estás segura de que esto no te importa?

—¡No seas tonto! ¿Crees que los demás habrán descubierto algo?

—Mejor para ellos —exclamó él, generoso.

—Antes no eras así, Charles.

Pero el actor ya no interpretaba el papel de gran detective.

—Antes era mi propia obra. Ahora se la dejo toda a Mostachos. Es cosa suya.

—¿Crees que sabe de verdad quién cometió los crímenes? Él dijo que lo sabía.

—Lo más probable es que no tenga la menor idea, pero tiene que defender su reputación profesional.

Egg guardó silencio y Cartwright continuó:

—¿En qué estás pensando?

—Pensaba en la señorita Milray. ¡Su actitud era tan extraña aquella noche que te dije! Apenas acababa de coger el periódico que llevaba la noticia de la exhumación, cuando dijo que no sabía qué hacer.

—¡Eso sí que es imposible! Esa mujer sabe siempre lo que ha de hacer en toda clase de situaciones.

—No bromees, Charles. Parecía preocupada.

—Pero, Egg, cariño, ¿qué me importan a mí las inquietudes de la señorita Milray? ¿Qué me importa a mí nada que no seas tú?

—Sería mejor que te fijases más en los tranvías. No quiero quedarme viuda antes de tiempo.

Llegaron a casa de sir Charles a punto para tomar el té. La señorita Milray se dirigió a su encuentro.

—Hay un telegrama para usted, sir Charles.

—Muchas gracias, señorita Milray. Ahora le voy a dar una noticia, la señorita Lytton Gore y yo vamos a casarnos.

—¡Oh! Estoy segura de que serán ustedes muy felices.

Había algo extraño en el tono de su voz. Egg lo notó. Pero antes de que pudiera decir nada, Cartwright se volvió hacia ella.

—¡Dios mío, Egg, fíjate en esto! Es de Satterthwaite.

Le mostró el telegrama. Egg lo leyó y abrió desmesuradamente los ojos.

Capítulo XIII

La señora de Rushbridger

Antes de tomar el tren, Poirot y Satterthwaite tuvieron una breve entrevista con la señorita Lyndon, la secretaria de sir Bartholomew, que aunque deseaba ayudar en lo posible al esclarecimiento de los hechos, no tenía nada importante que contarles. La señora de Rushbridger aparecía en el registro de enfermos de sir Bartholomew, pero no había nada en su ficha que pudiera servirles.

Los dos hombres llegaron al sanatorio alrededor de las once. La criada que abrió la puerta parecía muy excitada. Satterthwaite pidió hablar con la directora.

—No sé si podrá verles a ustedes esta mañana —dijo la muchacha.

Satterthwaite sacó una tarjeta y escribió en ella unas palabras.

—Haga el favor de entregarle esto.

Les hicieron pasar a una sala. Al cabo de unos minutos apareció la directora. La habitual serenidad de su rostro había desaparecido.

Satterthwaite se levantó.

—Creo que se acordará usted de mí. Estuve aquí, pocos días después de la muerte del doctor Strange, con sir Charles Cartwright.

—Claro que me acuerdo, señor Satterthwaite. Entonces sir Charles preguntó por la pobre señora de Rushbridger. ¡Qué coincidencia!

—Permítame que le presente a monsieur Hércules Poirot.

Poirot se inclinó y la directora respondió al saludo de una manera automática.

—Dicen ustedes que han recibido un telegrama. ¡No lo entiendo! Me parece todo muy misterioso. Sin embargo, no creo que tenga nada que ver con la muerte del doctor. No cabe duda de que en todo esto anda mezclado algún loco. Para mí es la única explicación. ¡Y tener aquí a la policía! ¡Es algo terrible!