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La señorita Milray dio la vuelta a la casa y subió por un empinado sendero. Poirot la siguió. Por fin, la secretaria se detuvo ante una vieja y destartalada torre de piedra, como las que se encuentran a lo largo de aquellas costas. El aspecto exterior era humilde y abandonado. Sin embargo, había una cortina en la sucia ventana. La señorita Milray abrió una recia puerta de madera.

La llave giró con un lúgubre chirrido. La puerta crujió al abrirse. La señorita Milray encendió la linterna y entró.

Poirot avivó el paso y, a su vez, entró en la torre sin hacer ningún ruido. La luz de la linterna de la señorita Milray se deslizaba sobre varias retortas de cristal, un mechero Bunsen y otros aparatos.

La secretaria había cogido una barra de hierro y, en el momento en que la levantaba sobre las retortas de cristal, una mano la contuvo. Se volvió, a la vez que lanzaba un grito.

—No puede usted hacer eso, mademoiselle —dijo Poirot—. Lo que intenta usted destruir es una prueba importantísima.

Capítulo XV

Telón

Poirot estaba sentado en un sillón. Todas las luces de la habitación estaban apagadas, excepto una lámpara de pantalla rosada que proyectaba su suave luz sobre el detective. Había algo simbólico en aquella escena. Sir Charles, Satterthwaite y Egg, que componían el auditorio, se encontraban en la penumbra.

El belga hablaba muy despacio, pues parecía dirigirse más a sí mismo que a sus oyentes.

—Reconstruir el crimen es lo primero que intenta hacer todo detective. Para reconstruirlo, es preciso ir colocando detalle sobre detalle, igual que se coloca una carta sobre otra cuando se trata de construir un castillo de naipes. Si los detalles no se acoplan bien, hay que empezar de nuevo el castillo o, de lo contrario, se derrumbará.

»Como dije el otro día, hay tres tipos diferentes de mentes: primero, están las dramáticas, las mentes productivas que ven de antemano los resultados que se pueden obtener con materiales adquiridos mediante sus observaciones, así como las que reaccionan fácilmente ante los sucesos dramáticos. Después, están los jóvenes románticos y, por último, la mente prosaica, la que no sabe ver el mar azul y la dorada mimosa de un decorado, porque no es capaz de sustraerse a la idea de que aquello es tan solo papel pintado.

»Voy, pues, mes amis, al asesinato de Stephen Babbington, ocurrido el pasado agosto. Aquella noche, sir Charles sugirió la posibilidad de que el clérigo hubiese sido asesinado. Yo no estuve de acuerdo. No creía, en primer lugar, que se pudiera asesinar a un hombre como Stephen Babbington. Y, segundo, que fuese factible administrar un veneno a una persona determinada en las condiciones en las que se había hecho aquella noche.

»Reconozco que sir Charles tenía razón y que yo estaba equivocado. Estaba equivocado porque miraba el crimen desde un punto de vista completamente falso. Hace solo veinticuatro horas que he descubierto cómo debía enfocarse. Se lo contaré y verán cómo el asesinato de Babbington es lógico y posible.

»Pero, de momento, dejaremos esto y recorrerán paso a paso el mismo sendero que yo he recorrido. La muerte del clérigo Babbington es el primer acto de nuestro drama. En este caso, cayó el telón cuando todos salimos de Crow's Nest.

»Lo que yo llamo el segundo acto empezó en Montecarlo, cuando Satterthwaite me enseñó la noticia de la muerte de sir Bartholomew. Aquello demostraba claramente que yo estaba equivocado y que sir Charles tenía razón. Babbington y Strange habían sido asesinados y los dos asesinatos formaban parte de un mismo plan. Más tarde, un tercer crimen completó la serie: el asesinato de la señora de Rushbridger. Por lo tanto, lo que necesitamos es una teoría razonable que relacione las tres muertes. Los tres crímenes fueron cometidos por la misma persona, quien, por fuerza, tenía que beneficiarse con ellos.

»Debo decir que lo que más me extrañaba era que la muerte del médico ocurriese después de la del clérigo. El análisis de las tres muertes, sin hacer distinciones de tiempo ni de lugar, parecía indicar que el asesinato de sir Bartholomew era lo que se podría llamar el más importante o principal, y que los otros dos eran secundarios, el efecto de las relaciones que existiesen entre esas personas y sir Bartholomew. Sin embargo, como les dije antes, los crímenes no se presentan como uno quisiera. Primero murió Babbington y, algún tiempo después, Strange. Lo más lógico era, por tanto, que el segundo crimen fuese una consecuencia del primero y, por consiguiente, tendríamos que examinar el primero para hallar la clave de los tres.

»Sin embargo, me sentía inclinado hacia la posibilidad de que se hubiera producido una equivocación. ¿No sería acaso a sir Bartholomew a quien se deseaba envenenar en Crow's Nest y la muerte de Babbington era solo el resultado de un error? Pero me vi forzado a abandonar aquella idea. Cualquiera que conociese un poco más íntimamente a sir Bartholomew debía saber que no le gustaban los cócteles.

»Otra posibilidad: ¿se quería envenenar acaso a otro invitado y no al párroco? No conseguí encontrar ninguna prueba que confirmara esta suposición. Me vi obligado, pues, a aceptar la conclusión de que era a Babbington a quien se intentó asesinar, pero enseguida tropecé con un obstáculo: la aparente imposibilidad de llevar a buen término ese propósito.

»Uno puede empezar una investigación con cualquier hipótesis. Suponiendo que Stephen Babbington hubiera bebido un cóctel envenenado, ¿quién tuvo la oportunidad de envenenarlo? A primera vista, me pareció que solo dos personas podían haber hecho aquello (las que manejaron las copas) y eran sir Charles Cartwright y la camarera Temple. Pero aunque cualquiera de ellos tuvo opción de introducir el veneno en la copa, ninguno de los dos tuvo la oportunidad de dirigir esa copa en particular a la mano del señor Babbington. Temple tal vez lo hubiera podido hacer tendiéndole hábilmente la bandeja. No es fácil, pero era factible. Sir Charles también lo hubiera podido hacer cogiendo la copa en cuestión y entregándosela. Pero nada de eso ocurrió. Parecía como si la casualidad, y nada más que la casualidad, hubiera puesto aquella copa en manos de Babbington.

»Sir Charles y la camarera eran los encargados de los cócteles. ¿Estaba alguno de ellos en la abadía de Melfort? No. ¿Quién tuvo más oportunidades de echar el veneno en el oporto de sir Bartholomew? Ellis, el mayordomo fugitivo, y su ayudante, la camarera. Pero no debía descartarse la posibilidad de que uno de los invitados lo hubiese hecho. Era arriesgado, pero no imposible, que uno de los huéspedes entrara en el comedor y echase la nicotina en el oporto.

»Cuando volví a Crow's Nest, ustedes habían hecho una lista de los que coincidieron en las dos fiestas. Les diré ahora que los cuatro nombres que encabezaban la lista, el capitán Dacres y su mujer, la señorita Sutcliffe y la señorita Wills, los descarté enseguida.

»Era imposible que ninguna de esas cuatro personas supiera de antemano que iba a encontrar en la cena a Babbington. El empleo de la nicotina como veneno indica una preparación cuidadosa. Había otros tres nombres en la lista: lady Mary Lytton Gore, su hija y Oliver Manders. Aunque no probables, esos tres eran posibles. Vivían en la localidad, podían tener motivos para matar al clérigo y aprovechar la noche de la fiesta para llevar a cabo su plan.

»Por otra parte, no encontré ninguna evidencia de que alguno de ellos hubiera realizado tal cosa.

»Creo que Satterthwaite razonó poco más o menos como yo y fijó sus sospechas en Manders. Realmente, Manders era el más sospechoso de todos. Aquella noche en Crow's Nest parecía preso de una gran excitación. Además, hacía poco tiempo que había tenido una disputa con Babbington. Coincidían también las extrañas circunstancias de su llegada a la abadía de Melfort y su fantástica historia sobre una carta de Strange, más la declaración de la señorita Wills de que tenía un recorte de periódico que hablaba de la nicotina como veneno.