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»No se le ocurrió entonces que Ellis fuera sir Charles, pero mientras él estaba hablando, se dio cuenta de repente de que sir Charles era Ellis. Por eso le pidió que le ofreciera la bandeja. No para descubrir si la marca estaba en la muñeca izquierda, sino para estudiar sus manos. ¡Y las manos de sir Charles sostenían la bandeja de la misma forma que Ellis!

»Así fue cómo descubrió la verdad, pero se trata de una mujer muy particular y guardó para sí su descubrimiento. Tal vez no estuviera segura de que sir Charles había asesinado a su amigo. Se había disfrazado de mayordomo, es verdad, pero eso no quería decir que hubiera de ser por fuerza un asesino. Muchos inocentes guardan silencio a veces porque hablar les colocaría en una situación desagradable y difícil, hasta llegarles a producir serios perjuicios.

»Como ya he dicho, la señorita Wills se guardó para ella su descubrimiento. Pero sir Charles estaba muy inquieto. No le había gustado nada aquella expresión de malicia satisfecha que advirtió en el rostro de la escritora al salir de la habitación. Ella sabía algo. ¿Qué era? ¿Le afectaba? No podía estar seguro. Desde luego, comprendió que era algo relacionado con Ellis. Primero, Satterthwaite. Después, la señorita Wills. Era preciso apartar la atención de aquel punto y enfocarlo hacia otra parte. Y pensó un audaz y sencillo plan con el cual pensaba desconcertar a todos.

»El día de mi fiesta, sir Charles debió de levantarse temprano para ir a Yorkshire. Allí, vestido con harapos, entregó el telegrama a un muchacho para que lo enviara. Después, volvió a la ciudad a tiempo de desempeñar el papel que yo le había señalado en mi drama. Pero aún hizo otra cosa: envió una caja de bombones a una mujer a quien nunca había visto y de la cual no sabía nada.

»Ya saben ustedes lo que ocurrió aquella tarde. Por la inquietud de sir Charles, yo estaba casi seguro de que la señorita Wills tenía algunas sospechas. Cuando sir Charles interpretó "su escena de la muerte", yo estuve observando el rostro de la señorita Wills y vi su expresión de asombro. Entonces comprendí que la señorita Wills sospechaba que sir Charles era el asesino y, al ver que a su vez caía envenenado como los demás, creyó que sus deducciones habían sido equivocadas.

»Pero si la señorita Wills sospechaba de sir Charles, la señorita Wills estaba en peligro. Quien ha matado ya dos veces no vacilaría en matar de nuevo. Entonces yo hice una advertencia. Luego, aquella misma noche, hablé por teléfono con la señorita Wills y, por consejo mío, a la mañana siguiente se fue de su casa sin decir adonde iba. Desde entonces ha vivido en un hotel. Que yo tenía razón al temer por su vida lo prueba el hecho de que sir Charles fuera a Tooting la tarde siguiente a su regreso de Gilling. Pero llegó tarde: el pájaro había volado.

»Entretanto, desde su punto de vista, el plan había salido bien. La señora de Rushbridger, que según el telegrama tenía algo importante que contarnos, murió asesinada antes de que pudiera hablar. ¡Qué dramático! ¡Qué novelesco! De nuevo entraba en el juego la tramoya teatral con todos sus efectivos.

»Pero yo, Hércules Poirot, no me llevé ninguna desilusión. Satterthwaite dijo que habían asesinado a la mujer para que no hablara. Yo asentí. Él siguió diciendo que la habían matado antes de que pudiera decirnos lo que sabía. Y ya entonces le contesté: "O lo que no sabía". Estoy seguro de que esto le extrañó. En aquel momento, debía haber descubierto la verdad. La señora de Rushbridger fue asesinada porque no podía decirnos nada. Porque no tenía nada que ver con el crimen. Para serle de alguna utilidad a sir Charles tenía que morir. Por eso la señora de Rushbridger, una inocente extranjera, fue asesinada.

»Sin embargo, con ese aparente triunfo, sir Charles cometió un error propio de un niño. El telegrama fue enviado a mi nombre, al hotel Ritz, siendo así que la señora de Rushbridger no sabía una palabra de que yo intervenía en el asunto. En aquel pueblo nadie lo sabía. ¡Fue un error increíble!

»Eh bien, ya conocía la identidad del asesino, pero me faltaba conocer el motivo del primer crimen.

»Reflexioné y, de nuevo, más claro que nunca, comprendí que la muerte de sir Bartholomew era el crimen que interesaba verdaderamente al asesino. ¿Qué razón podía tener Cartwright para asesinar a su amigo? ¿Qué motivo tendría para ello? Después de meditar mucho, lo encontré.

Se oyó un profundo suspiro. Cartwright se levantó y se acercó a la chimenea. Allí, con los brazos en jarras, miró altivo a Poirot. Su actitud, Satterthwaite así lo hubiera dicho, era la de aquella escena en que lord Eaglemount mira con desprecio al canallesco procurador que ha conseguido formular contra él una acusación de fraude. Irradiaba dignidad y desprecio.

—Tiene usted una imaginación extraordinaria, monsieur Poirot. En todo lo que ha dicho, no hay una sola palabra de verdad. ¿Cómo se las ha arreglado para componer esa sarta de mentiras? No lo sé. Pero siga, me interesa. ¿Qué motivo tendría yo para asesinar a un hombre al que conocía desde la infancia?

Poirot, el pequeño burgués, miró al aristócrata. Habló despacio, pero con firmeza.

—Sir Charles, los belgas tenemos un proverbio que dice: «Cherchez la femme». Ahí fue donde encontré yo el motivo. Le había visto a usted con la señorita Lytton Gore. Era evidente que usted la amaba con esa terrible y absorbente pasión que a los hombres maduros suelen inspirarles las jovencitas.

»Usted la amaba y ella, como observé, sentía por usted la misma admiración que por un héroe. No tenía más que hablar y hubiera caído en sus brazos. Sin embargo, usted no habló. ¿Por qué?

»Le dijo a su amigo, Satterthwaite, que era usted muy torpe y que no se daba cuenta del amor que por usted sentía su amada. De ese modo, quería usted hacerle creer que suponía a la señorita Lytton Gore enamorada de Manders. Pero yo sé, sir Charles, que un hombre de mundo como usted, con su larga experiencia galante, no puede equivocarse con las mujeres. Sabía pues perfectamente lo que sentía la señorita Lytton Gore. Entonces, ¿por qué no se casaba con ella, si estaba usted deseando hacerlo?

»Indudablemente, debía haber algún obstáculo. ¿Qué obstáculo era ese? No podía ser otro que el de estar ya casado. Sin embargo, todos le creían soltero. El matrimonio, por lo tanto, debió celebrarse cuando usted era muy joven, antes de llegar a ser un actor famoso.

»¿Qué le pasó a su mujer? Si vivía aún, ¿cómo no se sabía nada de ella? Si se trataba de una separación, había un remedio, el divorcio. En el caso de que fuera católica, o bien de las que desaprueban el divorcio, se la conocería a pesar de vivir separada de usted desde hacía tiempo.

»Pero hay dos tragedias para las cuales la ley no concede ninguna solución. La mujer con quien usted se casó podría estar cumpliendo una sentencia en alguna cárcel, o bien estar en un manicomio. En ninguno de esos dos casos obtendría usted el divorcio.

»Si eso había ocurrido en su juventud, nadie estaría enterado de ello y, por lo tanto, podría casarse con la señorita Lytton Gore sin confesarle la verdad. Bien, ahora supongamos que lo sabía una persona, un amigo que le conocía de toda la vida: sir Bartholomew. Strange era un médico honrado. Sin duda sentía por usted una gran piedad y quizá hubiera visto con buenos ojos que tuviera una amante, pero no habría consentido su bigamia ni que engañara a una inocente. Para llegar a casarse con la señorita Lytton Gore, sir Bartholomew debía ser eliminado.