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A continuación había una descripción de las actividades realizadas por sir Bartholomew.

Satterthwaite dejó el periódico. Aquella noticia le había impresionado desagradablemente. Le asaltó el recuerdo del médico tal como lo había visto la última vez: fuerte, risueño, rebosante de salud. Y ahora estaba muerto. Algunas palabras parecían haberse destacado del texto y se agitaban en la mente del señor Satterthwaite: «Bebiendo un vaso de oporto», «le dio un ataque», «muerto antes de que pudiesen prestarle los auxilios médicos».

Oporto en lugar de cóctel, pero, de todas maneras, tenía una curiosa semejanza con aquella otra muerte ocurrida en Cornualles. Ante los ojos de Satterthwaite reapareció el rostro convulso del anciano párroco.

Suponiendo que al fin y al cabo...

Levantó la cabeza y vio a sir Charles que se acercaba.

—¡Hombre, Satterthwaite! No sabe usted lo que me alegro de verle. Precisamente en estos momentos pensaba en usted. ¿Se ha enterado de lo del pobre Tollie?

—Ahora lo estaba leyendo.

Sir Charles se dejó caer en una silla junto a Satterthwaite. Llevaba un inmaculado traje de playa. Nada de pantalones de franela gris y jerséis viejos. Ahora era un sofisticado deportista del sur de Francia.

—Fíjese usted, Satterthwaite. Tollie era el hombre más sano que he conocido. Nunca había estado enfermo. Tal vez sea una tontería, pero ¿no le recuerda esto lo de...?

—¿Lo que ocurrió en Loomouth? Sí, claro que me lo recuerda. Quizá nos equivoquemos. La coincidencia puede ser solo superficial. Al fin y al cabo, las muertes repentinas ocurren muy a menudo y por un sinfín de causas.

Sir Charles movió impaciente la cabeza.

—Acabo de recibir una carta de Egg Lytton Gore.

Satterthwaite esbozó una sonrisa.

—¿Es la primera que recibe de ella?

—No, recibí otra apenas llegué aquí dándome algunas noticias. No la contesté. La rompí. No quise contestarle. La muchacha no se ha dado cuenta de las cosas, pero yo no quiero convertirme en un idiota.

Satterthwaite se pasó la mano por la boca para ocultar una sonrisa.

—¿Y ésta?

—Ésta es muy distinta. Es una llamada de socorro.

—¿Una llamada de socorro?

—Estaba en la fiesta cuando ocurrió el suceso.

—¿Quiere usted decir que estaba en casa de Strange en el momento en que murió?

—Sí.

—¿Qué dice de esto?

Sir Charles sacó un sobre de su bolsillo, dudó un momento y al final se lo tendió.

—Léala usted mismo.

Satterthwaite sacó la carta del sobre.

Estimado sir Charles:

No sé cuándo llegará esta carta a sus manos. Confío en que será pronto. Estoy muy asustada y no sé qué hacer. Probablemente ya se habrá usted enterado por los periódicos de la muerte de sir Bartholomew. Ha muerto de la misma forma que el señor Babbington. No puede ser una coincidencia. No, no puede serlo. Estoy muy asustada.

¿Vendría usted para ayudarme? Desde el principio, usted sospechó que había algo anormal en la muerte de el señor Babbington y ahora es su propio amigo el que ha sido asesinado. Tengo la sensación de que si no viene usted, nadie descubrirá nunca la verdad. En cambio, estoy segura de que usted la descubriría. Lo siento en mis huesos.

Además, hay otra cosa. Estoy inquieta por alguien. No es que tenga nada que ver con este asunto, pero ¡pasan cosas tan extrañas! No soy capaz de expresarme bien por carta. ¿Verdad que vendrá? Usted lo descubrirá todo. Tengo la seguridad de que será así.

Suya,

EGG

—¿Qué le parece? —preguntó el actor impaciente—. Un poco incoherente, desde luego. Se nota que la escribió deprisa. ¿Qué impresión le causa a usted?

Satterthwaite dobló con cuidado el papel antes de contestar.

Estaba de acuerdo en que la carta era incoherente, pero no en que esta hubiera sido escrita deprisa. A él le parecía más bien una carta muy meditada, destinada a estimular la vanidad del actor, su caballerosidad y sus instintos deportivos. Conocedor del temperamento de sir Charles, Satterthwaite se olía un cebo.

—¿Quién cree usted que es ese alguien al que se refiere?

—Supongo que Manders.

—¿Es que también estaba allí?

—Por lo visto. Tollie no le conoció hasta que se vieron en mi casa. No sé por qué le invitaría a su fiesta. No puedo imaginarlo.

—¿Daba a menudo fiestas así?

—Tres o cuatro al año, alguna siempre por estas fechas.

—¿Pasaba mucho tiempo en Yorkshire?

—Tenía allí un sanatorio o una casa de salud. Compró la abadía de Melfort y la transformó en un sanatorio.

—Me gustaría saber quiénes eran los demás invitados.

Su amigo sugirió que tal vez la lista vendría en algún periódico y organizaron una búsqueda entre ambos. Sir Charles exclamó:

—¡Aquí están! —y leyó en voz alta—: «Entre los invitados a la fiesta estaban: lord y lady Eden, lady Mary Lytton Gore, sir Jocelyn y lady Campbell, el capitán Dacres y su esposa y la señorita Sutcliffe, la famosa actriz».

Los dos hombres se miraron un tanto asombrados.

—Los Dacres y Angela Sutcliffe —murmuró sir Charles—, pero no dicen ni una palabra de Oliver Manders.

—-Compremos el Continental Daily —propuso Satterthwaite—. Tal vez diga algo más.

Compraron un ejemplar y sir Charles lo hojeó.

—¡Dios mío, Satterthwaite! ¡Escuche esto!

EL CASO DE SIR BARTHOLOMEW STRANGE

En la encuesta que tuvo lugar hoy por el fallecimiento de sir Bartholomew Strange, el jurado entregó el veredicto de muerte causada por envenenamiento con nicotina, sin que se haya logrado descubrir cómo o quién le administró el veneno.

—¡Envenenado con nicotina! No suena como la clase de cosa que pudiese matar tan de repente. No sé, no entiendo nada.

—¿Qué va usted a hacer?

—¿Que qué voy a hacer? Pues coger esta misma noche el Tren Azul.

—Me parece que yo haré lo mismo.

—¿Usted? —Sir Charles se volvió hacia él, sorprendido.

—Sí, esas cosas me han gustado siempre. Además, conozco al jefe de policía de allí, el coronel Johnson. Nos será útil.

—¡Muy bien, hombre! Corramos a la agencia a sacar los billetes.

Satterthwaite, en vista de los acontecimientos, dijo para sí: Por fin la muchacha ha conseguido lo que se proponía: hacerle volver. Me gustaría saber cuánto hay de verdad en su carta. Decididamente, Egg Lytton Gore era una oportunista.

Mientras su amigo iba a las oficinas de Wagon Lits, Satterthwaite fue a dar un paseo por los jardines. Todos sus pensamientos estaban absorbidos por el problema de Egg Lytton Gore. Admiraba sus recursos, su poder de atracción. Pero, por otra parte, su espíritu anticuado le hacía ver con malos ojos que una muchacha tomase la iniciativa en asuntos del corazón.

Como ya se ha dicho, era un hombre observador. De pronto, cuando más embebido estaba en sus pensamientos respecto a las mujeres y a Egg Lytton Gore en particular, murmuró:

—¿Dónde he visto yo esa cabeza tan rara?

El propietario de aquella cabeza estaba sentado en un banco y miraba pensativo a lo lejos. Era un hombre con unos mostachos que estaban en desproporción con su estatura.

A su lado, un chiquillo inglés, saltando ora sobre un pie ora sobre el otro, pisoteaba el macizo de lobelias más cercano.

—¡No hagas eso, niño! —le reprendía de cuando en cuando su madre, que leía una revista de modas.

—Es que no sé qué hacer, mamá —contestaba el chiquillo.