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El humano y el enano prosiguieron su apagada conversación. El suelo por el que andaban estaba húmedo, como si hubiera llovido intensamente un poco antes, algo insólito en esas tierras montañosas, normalmente áridas. El cielo estaba muy cubierto; amenazaba lluvia y proyectaba una palidez tenebrosa sobre un lugar ya de por sí lúgubre.

—Es una ciudad encantadora —reflexionó Dhamon con ironía.

—Desde luego —respondió Maldred, y lo decía en serio.

Al cabo de una hora —tras una breve parada para adquirir unas pocas jarras de la potente cerveza de los ogros a la que Dhamon se habían aficionado—, se encontraban sentados ante la enorme mesa de comedor de la mansión de Donnag. Los guardias del gobernante se habían llevado a los esclavos liberados a otra parte, después de haber asegurado a Maldred que se les trataría adecuadamente.

—Nos estamos satisfechos de que ayudaras en el regreso de nuestra gente, Dhamon Fierolobo, Nos satisface mucho. Tienes nuestra más profunda gratitud.

El caudillo ogro estaba sentado en un sillón que podría haber pasado por un trono, si bien los brazos acolchados estaban desgastados y deshilachados, en especial allí donde sus dedos en forma de zarpas enganchaban los hilos.

Maldred dirigió una veloz mirada a su padre; luego, devolvió su atención a la suntuosa comida que tenía delante y atacó las bandejas. Dhamon mantuvo la atención puesta en Donnag, pues no le apetecía demasiado comer en la mansión de un ogro, aunque le satisfacía que el gobernante ogro hubiera despedido a sus guardias para hablar con Dhamon y Maldred, su hijo, en privado.

—Me debéis más que vuestro agradecimiento, su señoría —repuso Dhamon con un evidente dejo mordaz en su voz.

Los anillos que perforaban el labio inferior del caudillo tintinearon, y sus ojos se abrieron, autoritarios.

—De hecho, vuestra deuda resulta considerable, abotargada apología de…

—¡Esto es un ultraje! —Donnag se puso en pie, y un agolpamiento de color apareció en su rostro rubicundo, que enrojeció aún más si cabe, al mismo tiempo que alzaba la voz—. Nuestro agradecimiento…

—No es suficiente.

Dhamon también se puso en pie, y por el rabillo del ojo vio que Maldred había dejado el tenedor sobre la mesa y paseaba la mirada del uno al otro.

El caudillo gruñó. Dio una palmada, y una sirvienta humana que había estado aguardando en una oquedad de la pared trajo un enorme morral de cuero. Estaba vacío. Los ojos del hombre se entrecerraron.

—Nos anticipamos que el amigo de mi hijo podría querer algo más tangible —manifestó Donnag, su lengua se movió como si las palabras resultaran desagradables en su boca—. Nos llamaremos a nuestros guardias, que te escoltarán hasta nuestra cámara del tesoro; allí podrás llenar la bolsa tanto como desees. Luego, Dhamon, puedes marcharte.

—Tomaré eso, lleno con vuestras mejores gemas, como pago por liberar a los esclavos —respondió el otro, sacudiendo la cabeza negativamente—. Pero todavía estáis en deuda conmigo.

Los dedos de Dhamon aferraron el borde de las mesa, los nudillos se tornaron blancos.

Maldred intentó atraer la mirada de su amigo, pero los ojos de Dhamon estaban clavados en los del caudillo.

—Nos no comprendemos —farfulló el ogro, enojado, se volvió hacia la criada—. ¡Guardias! Cógelas ahora. —En voz más baja, siguió—: Nos habíamos esperado que no necesitaríamos a los guardias, que en esta ocasión los tres podríamos conversar.

—No —interpuso Dhamon—. Sin guardas. —Se volvió hacia la muchacha y le dirigió una mirada fulminante—. Tú te quedas aquí de momento.

La joven permaneció quieta como una estatua.

—Joven insolente —dijo Donnag—. Aunque eres un simple humano, nos hemos sido más que generosos contigo. Nos te hemos tratado mejor de lo que hemos tratado jamás a otros de tu raza. Esa espada que llevas…

Wyrmsbane. Redentora —siseó él.

—… Es la espada que en una ocasión perteneció a Tanis el Semielfo. Nos te la dimos.

—Me la vendisteis —corrigió Dhamon— a cambio de una auténtica fortuna.

—Se trata de una espada de un gran valor, humano.

Los ojos de Donnag eran finas rendijas.

—Una espada sin valor. Apuesto a que Tanis jamás poseyó esta cosa. Jamás la tocó. Nunca la vio. Nunca supo que esta maldita cosa existía. Me estafasteis.

Antes de que el ogro pudiera decir nada más, Dhamon se apartó de un salto de la mesa, volcando la silla, desenvainó a Wyrmsbane y corrió hacia el caudillo ogro.

—¡Guar…! —fue todo lo que Donnag consiguió decir antes de que el puño del otro se hundiera en su estómago, derribándolo de nuevo en su asiento.

—No es algo sin valor —jadeó el ogro, intentando inútilmente alzarse—. Créeme, no es cierto. En realidad…

—Es un pedazo de mierda —escupió Dhamon—, al igual que vos. Su magia no funciona, Donnag.

El ogro sacudió la cabeza, entristecido, y se recostó de nuevo en su sillón, intentando recuperar la dignidad. Miró a su alrededor buscando a su hijo, pero el cuerpo de Dhamon no le dejaba ver a Maldred, que lo contemplaba todo fríamente, sin dejar que se entrevieran sus emociones.

—La magia funciona de un modo distinto ahora que cuando se forjó la hoja. A lo mejor ahora…

—Creo que sabíais desde el principio que esta cosa no servía.

El caudillo alzó una mano temblorosa, como si quisiera argüir algo, y a modo de respuesta, Dhamon clavó la rodilla en la barriga del ogro y apuntó con la espada a su garganta. Detrás de ambos, Maldred se levantó despacio y se apartó de la mesa cautelosamente.

—Dhamon… —advirtió el hombretón.

—¡Inútil! Aunque supongo que esta espada podría resultar útil para poner fin a vuestra mezquina existencia.

El hombre dirigió una ojeada a las runas elfas que discurrían a lo largo de la hoja, que llameaban como si la espada supiera que se hablaba de ella, con un fulgor ligeramente azulado. Sin embargo, no sabía leerlas. ¿Qué importancia tenía para él su significado? Todo lo que sabía era que Wyrmsbane, la auténtica espada de Tanis el Semielfo, había sido forjada por los elfos y se decía que había tenido muchos propietarios y nombres a través de las décadas. Se la consideraba hermana de Wyrmslayer, según sabía también Dhamon, el arma que el héroe elfo KithKanan empuñaba durante la Segunda Guerra de los Dragones.

La leyenda contaba que la espada había sido legada por armeros silvanestis al reino de Thorbardin, y que de allí fue a Ergoth, donde cayó en manos de Tanis el Semielfo. Se decía que estaba enterrada junto con el gran Héroe de la Lanza, y Donnag afirmaba que la había conseguido a través de un ladrón de tumbas.

—Realmente, debería mataros —declaró Dhamon—. Le haría un favor a este país.

—Maldred, hijo —jadeó Donnag—. Detenle.

El hombre se puso alerta, esperando que su amigo hiciera algo para proteger a su padre.

Maldred se mantuvo inmóvil, observando con frialdad.

—Déjanos —ordenó Dhamon a la criada, que permanecía petrificada contra la pared—. No se te ocurra decirle nada a nadie. ¿Lo comprendes?

Sus ojos eran como el hielo, y la muchacha salió apresuradamente de la habitación, dejando caer una bandeja llena de copas de vino. Dhamon permaneció inmóvil, escuchando cómo se alejaban las pisadas y asegurándose, al mismo tiempo, de que nadie se aproximaba.

—No valéis nada, Donnag —prosiguió con ferocidad—, ¡del mismo modo que esta espada no vale nada! La única diferencia es que esta arma no respira ni roba el aire a personas que merecen vivir más que vos. ¿La espada de Tanis el Semielfo? ¡Ja! Lo dudo mucho. Habría que fundir esta cosa y vertérosla por la garganta.

El rostro del hombre estaba rojo, y la cólera marcaba profundamente sus facciones. Los ojos, tan oscuros y abiertos, contemplaban al ogro como pozos sin fondo.