El caudillo intentó decir algo, pero la mano libre del otro salió disparada hacia lo alto y lo sujetó por la garganta. El ogro palideció. Su tez, por lo general rubicunda, mostrando entonces una lividez cadavérica.
—Os concederé que esta espada me mantuvo a salvo del aliento de los dracs; su ácido no me quemó. Eso os lo concedo.
—Dhamon… —advirtió Maldred, aproximándose unos pasos más.
—Pero se decía que la espada de Tanis encontraba cosas para quien la empuñaba. Localizaba tesoros y artefactos. En ese caso, eso resultaría algo realmente valioso.
Los ojos de Donnag le suplicaban, pero los dedos de Dhamon se clavaron más en su garganta y la rodilla apretó con más fuerza.
—Certificaré también que la espada pareció elegir la Aflicción de Lahue de entre todas las chucherías de vuestro tesoro cuando le pedí algo que valiera la pena.
—Dhamon…
Maldred se encontraba entonces justo detrás de él.
—No encontró lo que yo realmente deseaba…, una cura para la maldita escama de mi pierna. Visiones de la ciénaga fue lo que me proporcionó: extrañas visiones nebulosas. Me tomó el pelo, Donnag. Se burló de mí como una arpía malévola. ¡No vale nada!
Maldred se colocó junto al sillón de Donnag, dirigiendo una breve ojeada a su padre antes de atraer hacia sí la lívida mirada del humano.
—Es mi padre, Dhamon —dijo el ogro con apariencia humana en voz baja—. No siento un gran cariño por él, pues de lo contrario viviría aquí en lugar de andar viajando contigo; pero si lo matas, el gobierno del país me corresponderá a mí. Eso es algo que no eludiré, pero preferiría que no ocurriera en mucho tiempo.
La mandíbula de Dhamon se movía mientras relajaba ligeramente la mano que sujetaba la garganta de Donnag.
—Debería atravesaros con esta cosa inservible, despreciable señoría.
Olió algo entonces, y aquello hizo que apareciera una tenue sonrisa en sus labios. El caudillo ogro había mojado sus regias vestiduras.
—Dejaría esta maldita espada aquí, pero sólo serviría para que encontrarais a otro idiota al que vendérsela. No quiero que le saquéis provecho una segunda vez.
—¿Queeeé qu… qu…? —balbució el caudillo ogro, haciendo esfuerzos por respirar.
—¿Que qué quiero? —El humano apartó la mano de la garganta del ogro, y mientras éste aspiraba hondo, Dhamon permaneció callado unos instantes—. Quiero…, quiero… ¡No quiero volver a veros jamás! —respondió, enojado—. No volver a estar jamás en vuestra encantadora ciudad. Respecto a eso, no volver a poner los pies en la vida en este maldito país. Y… —Una auténtica sonrisa apareció en su rostro al observar el morral vacío que descansaba sobre el suelo—. Y quiero dos morrales llenos con vuestras joyas más exquisitas; uno para mí y otro para vuestro hijo. También me llenaré los bolsillos. Y me cubriré muñecas y brazos de cadenas y brazaletes. Y eso no es todo. Quiero algo más.
—¿Qu…, queeé más?
Dhamon se encogió de hombros, pensando, mientras Donnag miraba, impotente, a su hijo, que hizo como si le importara muy poco su suerte.
—Una carreta llena de riquezas. Dos carretas, Donnag. ¡Diez! ¡Quiero diez veces lo que pagué por esta maldita espada!
El caudillo respiraba con dificultad, frotándose la garganta.
—Nos podríamos darte lo que quieres, pero todo ello te lo robarían antes de que abandonases estas montañas. Tú y nuestro hijo no sois los únicos ladrones de este país. Hay bandoleros en cada camino, y aunque los dos sois formidables, su número inclinaría la balanza en contra de vosotros.
—Su número, o los asesinos de mi padre —musitó Maldred.
Dhamon golpeó el puño sobre el brazo del sillón del caudillo, y la madera se astilló por el impacto.
—Quiero…
—Hay algo mejor que nos podemos ofrecer.
—¡Ja! ¿Otra de las espadas de Tanis? ¡Ja, ja!
—Nos tenemos mapas de tesoros —se apresuró a responder Donnag—. Nos pensamos en un par de ellos en particular. Son trozos de pergamino que se pueden ocultar con facilidad. Si te roban, ¿qué? Entrega las joyas. Tendrás mapas excepcionales que te guiarán hasta riquezas mayores. Nadie lo sabrá. Deja que nos te mostremos nuestra auténtica gratitud. Nos te daremos gemas y carretas, pero lo mejor de todo ¡es que nos te entregaremos excepcionales mapas de tesoros!
—Cualquier mapa que tengáis será tan falso como esta espada —dijo, y agitó la punta frente a los ojos del ogro.
Donnag sacudió la cabeza, y los aros del labio inferior repiquetearon nerviosamente.
—No, no; nos…
—Veamos esos mapas. —Fue Maldred quien intervino entonces—. Yo puedo saber si son genuinos, Dhamon —aseguró a su amigo—. Recuerdo que hace años alardeó ante mí de su colección de mapas de antiguos tesoros. Podría haber algo de verdad en sus palabras.
—Sí —asintió Donnag—. ¡Dejad que nos os los mostremos! —Sus ojos estaban apagados, como si Dhamon hubiera ahuyentado para siempre cualquier rastro del fuego y la dignidad que había poseído en el pasado—. Están abajo, en nuestra cámara del tesoro, con todas las otras gemas y cosas. Nos haremos venir a…
—¡A nadie! —gritó Dhamon—. Nos escoltaréis a vuestra cámara del tesoro vos solo. No quiero a ninguno de vuestros guardas, ni criadas, ni porteadores; sólo vos. Y no os quiero fuera de nuestra vista ni siquiera un segundo. No quiero trucos.
Donnag les mostró tres mapas, todos tan viejos y quebradizos que los bordes se habían desprendido y el resto amenazaba con convertirse en polvo.
—Éste es de los Dientes de Caos, las islas situadas al norte de Estwilde y Nordmaar. No me gusta la idea de tener que viajar tan lejos —indicó Maldred con desaprobación—. Y resulta impreciso respecto a lo que encontraremos.
Dhamon asintió con un gesto de cabeza, mostrando su acuerdo con él.
—Pero éste es de los Yermos Elian —dijo—, la isla situada al este del territorio de la señora suprema Roja. De nuevo, bastante lejos, pero no tanto, y no tengo ganas de quedarme por aquí. Sugiere la presencia de objetos mágicos, y eso vale mucho en la actualidad.
Maldred estaba entonces escudriñando el tercero, un mapa más pequeño, más viejo incluso que los otros dos, cuya tinta estaba tan descolorida que resultaba prácticamente imperceptible.
—Éste no conduce tan lejos como los otros. No nos haría falta encontrar un barco de vela. Y desde luego parece genuino.
Dhamon se reunió con él para mirar por encima de su hombro al mismo tiempo que no quitaba ojo a Donnag, que aguardaba, nervioso, en la escalera.
—Desde luego, éste sí que resulta intrigante, mi voluminoso amigo.
—El territorio ha cambiado, pero esto tienen que ser las Praderas de Arena —indicó el hombretón—. Derecho al sur desde aquí a través de la ciénaga de la hembra de Dragón Negro. ¡Bah! Puede decirse que este mapa se está cayendo a pedazos. Vamos a arreglarlo un poco para que sea algo más resistente.
Puso en marcha su magia, tarareando una cancioncilla gutural que se elevaba y descendía mientras los dedos se movían sobre el mapa. Los ojos de Maldred se iluminaron en un tono verde pálido, pero el color se fue intensificando y descendió por los brazos hasta los dedos, para finalmente cubrir todo el mapa.
—¡Hijo! ¿Qué estás…?
—Estoy arreglando un poco el pergamino, padre. Sólo se lleva un poco de mi poder, tan poco que jamás lo echaré de menos. —El resplandor se desvaneció al mismo tiempo que los hombros de Maldred se hundían, y éste sacudió la cabeza—. La magia es tan difícil —musitó sin aliento—. Parece más ardua ahora que apenas hace unos meses. Es una suerte que haya conseguido dominar por completo mi conjuro de camuflaje. Adoptar el aspecto de un humano es el único hechizo que todavía me resulta fácil.
Transcurrido un instante, volvía a parecer el de siempre. Enrolló rápidamente el pergamino y lo guardó en un pequeño tubo de hueso, que introdujo en un bolsillo profundo de sus pantalones.