Elsbeth, arrastrándose, consiguió salir de debajo de él y lo empujó de espaldas sobre el suelo. Su compañera los miró desde el borde de la cama.
—¡Satén, mira su pierna! Hay una…
—La veo, Els. Es una cicatriz muy rara. La examinaremos mejor luego. Toma, sujeta la jarra. ¡Hazlo!
Con los ojos cerrados, Dhamon se concentró. «¡Muévete! —se dijo a sí mismo—. ¡Muévete infeliz!». Finalmente, consiguió liberarse con esfuerzo de la sábana, subirse los pantalones y apartarse un poco más de Elsbeth. Pero el alcohol adulterado había embotado de tal modo sus sentidos que olvidó la presencia de las otras tres mozas en el extremo opuesto de la habitación, y varios pares de manos lo sujetaron, inmovilizándolo en el suelo. Al poco rato, oyó que alguien se acercaba arrastrando los pies. Con un considerable esfuerzo, consiguió ladear la cabeza y descubrió a Elsbeth de pie junto a él, con la jarra vacía en la mano. El recipiente descendió veloz y con fuerza, le golpeó en la frente y lo dejó inconsciente.
Despertó minutos más tarde, o al menos eso le pareció. No debía haber transcurrido mucho tiempo, ya que la habitación no parecía más oscura que antes, y la cabeza le dolía terriblemente allí donde la mujer lo había golpeado. Satén llevaba puesta su túnica, ceñida con la cuerda de la cortina para impedir que resbalara por su delgada figura. También Elsbeth se había vestido; estaba ocupada rebuscando en el morral y profería exclamaciones de asombro ante las gemas y las joyas. Vio que las otras tres mujeres se habían apoderado ya de las posesiones de Maldred y que cada una llevaba un cuchillo de hoja larga sujeto a la cintura.
Satén se aproximó despacio y tomó la espada de Dhamon de la cabecera de la cama.
—¿Inútil, eh? —La desenvainó y pasó el pulgar por el borde; se estremeció al hacerse un corte superficial y, a continuación, introdujo el dedo herido en la boca y la succionó con avidez—. Puede ser que no te sirva de nada a ti, pero apostaría a que podría conseguir una buena cantidad de monedas de acero por ella en alguna parte. Debes saber que también nosotras nos vamos lejos de Blode, ahora que poseemos riquezas más que suficientes para hacerlo. Y todo gracias a vosotros.
Elsbeth se había puesto una mochila a la espalda y se inclinaba entonces sobre Dhamon. También ella llevaba un cuchillo de larga hoja sujeto a la cintura. Las armas eran todas idénticas; tenían los mangos envueltos en piel de serpiente marrón y un símbolo cosido en ellos que las señalaba como miembros de algún gremio de ladrones.
—Vosotros no sois los únicos ladrones en este poblacho lastimoso —indicó Elsbeth—, y está claro que nosotras somos mucho mejores robando que vosotros.
Dio la vuelta al cuchillo y le golpeó violentamente el esternón con el mango. Asestó unos cuantos golpes más, y luego dirigió la hoja hacia el estómago, hasta que apareció una fina línea roja.
—Puesto que la droga no te ha dejado totalmente inconsciente —explicó—, apuesto a que puedes sentir esto; al menos, eso espero.
Lo abofeteó con fuerza; después, retrocedió un paso para admirar su trabajo antes de abofetearlo de nuevo una y otra vez.
Dhamon intentó forcejear con las sogas que lo sujetaban a la cama, pero todo lo que consiguió fue mover débilmente los brazos. Las cuerdas estaban apretadas, anudadas con tanta habilidad como podría haberlo hecho un marinero. Estaba seguro, no obstante, de que podría haberse librado de ellas de haber dispuesto de toda su fuerza y agudeza mental; por desgracia, el alcohol adulterado le había desprovisto de ambas cosas. Dejó caer la cabeza a un lado, observando cómo Satén se dirigía a inspeccionar a Maldred, que yacía de espaldas, sin sentido.
—Cuando mencionaste que había una recompensa por ti, consideré la posibilidad de hallar un modo de obtenerla, pero soy una ladrona no una caza recompensas —dijo Satén, echando una veloz mirada hacia atrás en dirección al hombre.
—Entonces, ¿qué vamos a hacer con ellos? —le preguntó una de las otras mujeres.
—No debe haber testigos, chicas —indicó ella—. Ya sabéis que jamás dejamos testigos.
Elsbeth chasqueó la lengua.
—Mala cosa, señor Dhamon Evran Fierolobo; me gustabas un poco. Habría preferido jugar un rato más. Pero Satén tiene razón: dejar testigos no resulta nada saludable.
Alargó la mano por detrás del cuello de Dhamon y soltó la cadena de oro, que a continuación colgó de su propio cuello; el brazalete de oro del hombre la siguió rápidamente.
—Sencillamente no podemos permitirnos dejar a nadie con vida que pueda contar lo que hacemos. Lo comprendes, ¿verdad?
Dos de las mujeres se habían sujetado a la espalda las mochilas de Dhamon y Maldred, y salían ya por la ventana.
Otra sopesaba el espadón de Maldred, intentando averiguar el mejor modo de transportarlo.
Satén lucía la Aflicción de Lahue y se había dado la vuelta a propósito para que Dhamon pudiera ver cómo colgaba de su garganta. Le llegaba casi a la cintura; la cadena de platino reflejaba la luz de las velas y centelleaba como estrellas en miniatura. La mujer introdujo el diamante de color rosa bajo la túnica y sonrió, maliciosa.
—Este hombretón de aquí…, Maldred lo llamaste, es mío —declaró.
Sostuvo a Wyrmsbane en alto por encima de la espalda del caído, dirigiendo la punta hacia la parte central de la columna vertebral, sin dejar de mirar a Dhamon.
—Lo mataré con tu inútil espada. Será rápido. Puede ser que ni siquiera note nada.
—En ese caso, imagino que me tocas tú, Dhamon Fierolobo.
Elsbeth desenvainó su largo cuchillo y se aproximó.
El hombre ya no podía ver a ninguna de las mujeres, pues tenía la visión borrosa. Todo lo que conseguía distinguir era una convulsionada masa de color gris y negro. Había un punto de luz —quizá se tratara de la vela encendida—, pero todo lo demás era un remolino de grises.
—Tengo que admitir, sin embargo, que estoy segura de que me habría gustado pasar la noche contigo, cariño. Y habría sido agradable para ti obtener algo a cambio de todas estas riquezas que nos estáis entregando.
—Yo primero, Els —ronroneó Satén.
La delgada ergothiana guiñó el ojo a su compañera, alzó todo lo que pudo el arma por encima de la espada de Maldred y luego, sobresaltada, giró apartándose de la cama en el mismo instante en que la puerta era abierta violentamente de una patada. La hoja de madera golpeó la pared con tanta fuerza que el espejo cayó y se hizo añicos en el suelo.
—Pero qué…
Elsbeth se dio la vuelta, con el cuchillo sujeto frente a ella, para contemplar con ojos entrecerrados a la mujer que se encontraba en lo que quedaba del marco de la puerta.
La luz del farol que penetraba desde el corredor mostraba a una semielfa esbelta, cubierta con un voluminoso vestido color verde mar y una alborotada melena de cabellos de un blanco plateado desplegándose hacia atrás desde su rostro. Sostenía dagas de hoja ondulada en cada mano y lucía una mueca despectiva en los labios color rosa pétalo.
—No «pero qué» —corrigió la semielfa—; quién, pero quién. Mi nombre es Rikali Aldabilla, y en realidad no me importa si matáis a esos dos gusanos que tenéis maniatados. Liberar al mundo de ellos significaría hacernos a todos un gran favor. Podéis hacerlo despacio y con minuciosidad, y también dolorosamente por lo que a mi respecta. Pero mientras lo hacéis, deseo una parte de las riquezas que os estáis llevando. Es totalmente justo. Sólo me hace falta vuestra insignificante cooperación.
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Familia