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—¡Cerdos, otra vez! ¡Mi vestido! —exclamó ella—. ¡Mujer asquerosa! Ahora eres mujer muerta, ¿me oyes? ¡Muerta! ¡Muerta! ¡Muerta!

Dhamon sacudió la cabeza, intentando todavía desprenderse de los efectos de la droga. El dolor danzaba con fuerza en la parte posterior de sus ojos.

—Riki.

Parpadeó, descubriendo que su visión seguía borrosa, aunque pudo distinguir unas cuantas formas y colores; también olía aún al perfume Pasión de Palanthas de Elsbeth.

—Riki. —La palabra surgió con más fuerza.

Tras concentrarse, hinchó los músculos de los brazos y tiró de las cuerdas. El cáñamo se le clavó dolorosamente en las muñecas, pero siguió luchando con él mientras Rikali y Elsbeth proseguían con la pelea. La sangre tornaba resbaladizas las ataduras. Sabía que la semielfa era hábil con los cuchillos, y por un momento se preguntó si no debería aguardar a que venciera y le cortara las ligaduras. Recordaba vagamente haberle oído decir algo sobre dejar que las mujeres lo mataran a él y a Maldred, y decidió que esperar no era una idea prudente.

Tiró con más fuerza y descubrió que una ligera sensación regresaba a sus piernas. Probó a doblar las rodillas hacia arriba para tensar las cuerdas atadas a los tobillos, pero las patas de la cama crujieron a modo de protesta, y notó que era más bien la madera y no las sogas lo que empezaba a ceder.

En el otro extremo de la habitación, la moza llamada Gertie empuñaba sin esfuerzo el espadón de Maldred. Avanzaba despacio con él, mientras se agachaba para esquivar los mandobles del bastón del joven, a quien finalmente obligó a retroceder, hasta tenerlo arrinconado contra la pared.

—¿Quién eres? —siseó—. ¿Quién eres tú para interferir en nuestros asuntos? ¡No tienes ningún derecho, insolente cachorro!

Entonces, se lanzó sobre él, alargando la espada hacia adelante. El blanco se movió, pero no con la suficiente velocidad, y la punta de la enorme arma consiguió herirle el costado, atravesar la túnica y clavarse en la pared de yeso para dejarlo inmóvil allí como si fuera una cucaracha.

—¡Eres fuerte! —soltó de improviso el joven—. ¡Más fuerte de lo que deberías ser!

Dirigió una ojeada a la hoja; estaba tan incrustada en el muro que sin duda debía sobresalir un buen trozo por el corredor situado al otro lado.

—¿Fuerte? —La mujer soltó el pomo de la espada, sonriendo de forma malévola ante la apurada situación de su adversario—. No has visto lo que es ser fuerte.

Empezó a danzar a un lado y a otro ante él, esquivando con facilidad los golpes del bastón, a la vez que contemplaba, divertida, cómo el joven intentaba soltarse. El muchacho no podía prescindir del bastón y utilizar ambas manos para extraer el espadón, y su túnica de cuero se negaba a desgarrarse.

—Tus prendas están bien hechas, muchacho —se mofó Gertie—. Tendrás buen aspecto enterrado con ellas. —Se dirigió dando saltitos hasta la cama a la que estaba atado Dhamon, alargó la mano hacia el cuchillo y lo puso en la garganta del hombre—. Antes de morir, muchacho, puedes contemplar cómo lo hacen primero tus camaradas. Tú y la semielfa podéis mirar.

—¡No!

La palabra brotó de los labios de Maldred. Los ojos del hombretón estaban abiertos, y mientras se esforzaba por liberarse de los efectos de la droga, había conseguido volver la cabeza en dirección a Dhamon. Cerró los puños y dio tirones a las sogas, pero sus esfuerzos eran demasiado endebles.

—¡Déjalo en paz!

—¡Eso, Gertie, déjalo en paz! —chilló Elsbeth al mismo tiempo que volvía a atacar a Rikali con el cuchillo—. A ése lo mataré yo.

—Lo siento —repuso la aludida con una sonrisa—. Ahora es mío.

—¡No! ¡Por favor!

La súplica procedió de Riki, que consiguió escabullirse de la distraída Elsbeth y corrió como un rayo hacia Dhamon. La semielfa blandió su cuchillo, partió el arma de Gertie por el pomo y la lanzó lejos justo en el instante en que la punta había alcanzado la garganta del hombre. La hoja sólo consiguió dejar una fina línea de sangre antes de chocar contra el suelo y producir un sonido metálico unos metros más allá.

—¡No matarás a Dhamon! —escupió Rikali.

Volvió a blandir la daga en un amplio arco, y Gertie retrocedió, apresuradamente, con una carcajada.

—Pensaba que habías dicho que estaba en deuda contigo, semielfa —manifestó la mujer, riendo entre dientes mientras miraba a su alrededor en busca de un arma intacta que no estuviera demasiado lejos—. Creí que habías dicho que tenía una deuda contigo, que no te importaba si moría.

—¡Ya lo creo que está en deuda conmigo! —repuso la otra en tono despectivo, y devolvió su atención a Elsbeth, esquivando por muy poco un mandoble del enorme cuchillo de ésta—. ¡Y va a estar aún más en deuda conmigo por salvarle su maldita vida!

—¡No te muevas! —exclamó Elsbeth, dirigiéndose a la semielfa.

La mujer golpeó con tanta fuerza el suelo con el pie que el talón agrietó la madera del entarimado.

—¡Haz el favor de estarte quieta para que pueda matarte y acabar con esto! ¡He permitido que la pelea durara demasiado!

Riki bajó la mirada hacia la madera resquebrajada y luego alzó los ojos para clavarlos en los de Elsbeth. Los ojos de la ladrona relucían oscuros como la noche; el color azul había desaparecido de sus pupilas.

—¿Qué eres? —musitó la semielfa.

—Tu muerte —declaró ella, y lanzó el cuchillo al frente justo en el mismo instante en que la otra daba un salto hacia atrás.

Gertie se había dirigido a los pies de la cama de Maldred y había colocado una mano sobre una de las patas. En un santiamén, consiguió arrancarla. Una esquina de la cama cayó al suelo, y el todavía atontado hombretón lanzó un gemido. La ladrona empuñó la pata como si fuera un garrote y avanzó hacia el joven, que seguía inmóvil contra la pared.

—Elsbeth cree que debemos poner fin a esto, cachorro. Supongo que tiene razón.

—¿Quiénes sois? —volvió a gritar Rikali—. Vosotras dos no sois…

Sus palabras se vieron interrumpidas por un sonoro retumbo. Maldred había conseguido, por fin, superar gran parte de los efectos de la droga y había tirado con tanta fuerza de las ligaduras que había logrado hacer pedazos el resto de la cama. El hombretón se retorció para escapar de las cuerdas.

—¡Elsbeth! —Gertie miró por encima del hombro y frunció el entrecejo—. ¡Acabemos con el juego y sigamos a Satén!

Echó hacia atrás su improvisado garrote, se agachó para esquivar el ataque del bastón del hombre sujeto a la pared y lo golpeó con fuerza en el pecho. La pata era vieja y se partió a causa del golpe. Gertie lanzó un juramento y se desprendió de la madera.

—Acabar contigo a golpes me llevará bastante tiempo —se mofó Gertie.

La ladrona alzó las manos vacías, y cuando el joven volvió a descargar el bastón, éste fue a parar sobre las palmas extendidas de Gertie, de modo que la madera chasqueó con fuerza.

—¡Maldita sea! —gritó, sorprendida, al mismo tiempo que sus dedos se cerraban con fuerza sobre el bastón—. ¡Eso me escoció! ¡Eres un cachorro forzudo!

Forcejearon durante unos instantes. La mujer tiró con tanta fuerza del bastón que, desgarrando la túnica, soltó al joven de la pared. Él cayó sobre ella, con el arma todavía entre ambos. Continuaron luchando un momento, y luego Gertie rodó sobre el joven y lo inmovilizó.

—¡Deja de forcejear, cachorro! ¡Te mataré deprisa! ¡Lo juro! Eres humano y no merece la pena venderte.

—No deberías ser tan fuerte —jadeó el joven.

A poca distancia, Maldred había conseguido soltar sus muñecas y tobillos de las cuerdas y se esforzaba por sentarse sobre el lecho roto.

—Esto… no… va… nada… bien —dijo—. Hay algo que no es como debería ser en ellas.

Intentó levantarse, pero sus piernas resultaban demasiado pesadas y se negaron a moverse; apenas si consiguió alzar los brazos.