—¿Riki? —La palabra brotó de la boca del joven—. ¿Dónde está Riki?
Dhamon y Maldred miraron a su alrededor. No se veía ni rastro de la semielfa, y Elsbeth también había desaparecido.
—Debe de haberse largado ya —indicó Dhamon—. Sabe cuándo salir corriendo.
—No lo creo —repuso Maldred, meneando la cabeza mientras señalaba en dirección a la ventana, donde las cortinas ondeaban al viento con los bordes teñidos de sangre; había más sangre en el alféizar—. Las vi cerca de la ventana.
Sin prestar atención a las llamas, que cada vez ganaban más terreno, el hombretón cogió sus pantalones y se los puso al mismo tiempo que avanzaba dando traspiés hacia la ventana y sacaba la cabeza al exterior.
—Nada —anunció al cabo de un instante—. Ni rastro de ellas.
—Las mozas tenían esto bien planeado —dijo Dhamon—. Nos drogaron, nos robaron e iban a matarnos.
—Riki os salvó —dijo el joven—. Los dos estaríais muertos si ella no hubiera venido aquí. Debemos encontrarla.
Dhamon dirigió una veloz mirada al desconocido, pero no respondió. Tenía el aspecto de un leñador, vestido con una túnica de cuero verde, botas altas hasta los muslos y polainas de un tono verde más oscuro. Sus cabellos eran finos y rubios, y le caían rectos hasta la altura de la mandíbula. Los ojos eran de un color curioso, de un gris del tono de las cenizas.
—Hemos de salir de aquí —indicó Maldred, apartándose de la ventana a la vez que empujaba a Dhamon y al leñador hacia la puerta; el fuego se había extendido por los restos de las estructuras de las camas y empezaba a lamer la pared—. Hemos de salir ahora. Luego, nos preocuparemos por Riki.
Agarró las botas y la túnica en una mano, y después tiró con la otra hasta que consiguió soltar la espada de la pared.
—Riki —persistió el joven—. Hemos de encontrar a mi esposa.
Varek pasó por entre los dos sorprendidos hombres y se encaminó hacia las escaleras.
—¿Esposa? —preguntó Dhamon a la espalda del desconocido; no obtuvo respuesta, y apartó el pensamiento de la mente por el momento—. A lo mejor se fue por la ventana tras la moza gorda —sugirió a Maldred—, pero lo más probable es que saliera por la puerta. Esas mujeres… Había algo que no era normal en ellas.
—Riki no habría salido por una ventana en su estado —manifestó el joven por encima del hombro—, y no habría ido en pos de ninguna de aquellas mujeres.
—Estaba herida —convino el hombretón—. No creo que fuera a ninguna parte por decisión propia. La encontraremos.
Maldred empezó a toser a medida que el humo comenzaba a salir de la habitación; pasó veloz junto a Dhamon y bajó por las escaleras de dos en dos.
La escalera finalizaba en una enorme habitación en la que estaban sentados una docena de ogros; bebían en jarras de madera descomunales y arrojaban conchas y rocas de brillantes colores en el centro de un par de grandes mesas redondas. Todos ellos se pararon en seco para contemplar, boquiabiertos, al trío herido, señalando y farfullando en su lengua gutural al ver cómo el humo se filtraba escaleras abajo.
Detrás de la barra había un humano larguirucho de mediana edad, con unas greñas grasientas de color grisáceo que le caían sobre un ojo. Limpiaba un vaso con un trapo mugriento e intentaba con todas sus fuerzas no mirar en dirección a la escalera; todavía no había advertido la presencia del humo.
—¿Ha bajado una semielfa por aquí? —preguntó el joven al cantinero, y cuando éste no respondió se estiró por encima del mostrador y colocó el bastón en la barra—. Te he preguntado si ha bajado una semielfa por aquí.
El hombre limpió el vaso con más energía y dedicó al desconocido una mirada perpleja.
—¿Semielfa?
—¿Y una moza rechoncha, una de las damas que te pagaron para que hicieras caso omiso de lo que estaban haciendo arriba?
El hombre se encogió de hombros y se echó el trapo a la espalda.
—No sé de qué estás hablando. No he visto a nadie.
Varek agarró al tabernero por la barbilla, que, sorprendido, dejó caer el vaso. Dhamon giró en redondo para vigilar a los ogros; la mitad seguían sentados, observando con atención al cantinero como si se tratara del animador nocturno.
El joven tiró de la cabeza del hombrecillo y le retorció la barbilla, hasta que ésta señaló en dirección a la escalera. Un humo gris oscuro empezaba a acumularse en lo alto, y gruesos zarcillos reptaban hacia abajo al mismo tiempo que el olor de la madera quemada iba dominando los demás olores del lugar: porquería, sudor y cerveza derramada.
—¡Fuego! —chilló el hombre—. ¡Mi establecimiento se quema!
—Te quemarás con él si no me hablas de la semielfa —replicó Varek, sujetándolo con fuerza.
—¡No vi nada!
Había temor en los ojos del hombre, pero aparentemente decía la verdad. El joven le apretó la barbilla con energía antes de soltarlo y correr hacia al exterior.
El tabernero se agachó detrás del mostrador; las manos, convertidas en una mancha borrosa, agarraban las pocas cosas de valor que allí había y una caja de monedas.
—Todo el lugar arderá deprisa —comentó Dhamon, que, tosiendo, se encaminaba ya hacia la puerta. Se detuvo al ver que Maldred no se movía.
El hombretón había desenvainado su espada y tenía los ojos fijos en el rostro del ogro de mayor tamaño. La mayoría de los otros ogros se dirigían despacio hacia la salida, recogiendo antes sus conchas y monedas; unos pocos se llevaban también sus jarras de cerveza. Todos lanzaban juramentos.
—Las mujeres humanas —dijo Maldred en la lengua de los ogros, colocando el espadón en posición horizontal ante él—. ¿Las viste? ¿Viste a la semielfa?
El ogro de mayor tamaño negó con la cabeza y dio un paso en dirección a la puerta, pero el otro cambió de posición y se colocó entre él y la salida.
El humo flotaba entonces como una nube bajo el techo de la enorme estancia, y se distinguían puntos anaranjados ahí y allá, lo que indicaba que el fuego se había extendido por el suelo. En lo alto, junto a las escaleras, un tablón del techo crujió, se ennegreció y cayó al suelo.
—Las mujeres —repitió Maldred.
El ogro gruñó y dio un paso al frente, soltando sus conchas y extendiendo las manos con aspecto de zarpas.
—Mal… —dijo Dhamon—. Mal, salgamos de aquí. Riki es una superviviente.
Maldred hizo caso omiso de su amigo y apartó una de las manos de la empuñadura de la espada. Apuntó con el índice al enorme ogro y murmuró una retahíla de palabras, algunas en la lengua de los ogros. Había un timbre musical en ellas, y cuando terminó, el ogro gritó sorprendido. Una bola de fuego había aparecido en el aire a un milímetro del dedo del gigantón; la esfera giró, chisporroteó y siguió su movimiento, avanzando despacio en dirección al ogro.
La nube de humo era cada vez más espesa, y Dhamon retrocedió hacia la puerta, gritando a su amigo que se uniera a él. El edificio crujió a modo de protesta a su alrededor, y las llamas chasquearon y chisporrotearon con más fuerza. Se escuchaban golpes sordos en lo alto que indicaban la inmediata caída de las vigas, y desde el exterior, llegaban algunos gritos: «¡fuego!», «¡el local de Thatcher está ardiendo!», «¡Riki!». Esto último se repetía de un modo frenético.
—Mal… —instó Dhamon.
Las lágrimas resbalaban de los ojos de Maldred a causa del humo, y el gigantón tosió y movió las manos, haciendo que la bola de fuego aumentara de tamaño.
—Las mujeres. —Esa vez las palabras fueron acompañadas de un gruñido—. Tienes que saber algo.
El ogro siguió sin decir nada, y el hombretón señaló al suelo. Y la bola de fuego cayó y se rompió como si fuera un globo de agua. Las llamas se desperdigaron por el entarimado formando una línea entre Maldred y el otro.
El ogro aulló, y Dhamon lanzó un juramento.
—¡Mal! Este edificio se va a derrumbar encima de nosotros.
—¡La semielfa! —gritó el aludido, cuya voz superó los furiosos chasquidos y chisporroteos del fuego.