—¡Maldita sea esta cosa! —exclamó en voz baja—. ¡Y maldita sea mi persona!
Frías oleadas palpitaban hacia el exterior desde la escama, como si Dhamon hubiera sido arrojado a un mar helado. Sus dientes castañeteaban, y se enroscó sobre sí mismo, aunque no consiguió más calor por estar en aquella posición.
La sensación persistió hasta que sintió que no podía soportarlo más y estuvo a punto de perder el conocimiento; luego, empezó a disiparse despacio, y tras unos instantes que le parecieron interminables, volvió a sentir calor. Se llenó los pulmones con el aire de finales de verano y se esforzó por incorporarse, pues el resbaladizo lodo se empeñaba en hacer que cayera. Rastreando, sus dedos localizaron una enredadera y, con su ayuda, consiguió ponerse en pie.
Por un instante, pensó en regresar junto a Maldred y Varek, a pesar de que le repugnaba la idea de aparecer desvalido ante ellos, pero de improviso sintió un mayor acaloramiento. Sacudidas de calor acuchillaron su pierna allí donde estaba incrustada la escama; eran regulares y palpitantes, como el latido errático de un corazón que no era el suyo. El calor se intensificó, y en un esfuerzo por negar su padecimiento, apretó los puños, de modo que las uñas se clavaron con fuerza en las palmas. Sintió sangre en las manos, pero no dolor, pues las heridas que se infligía a sí mismo eran insignificantes en comparación con lo que la escama le estaba haciendo.
—No —musitó—. Detén esto.
Siguió avanzando, tambaleante, a lo largo del arroyo sin dejar de canturrear las palabras, como si éstas pudieran ahuyentar el dolor. Tras unos cuantos pasos más, se desplomó; resbaló sobre una grasienta parcela de juncias y cayó de espaldas. A continuación, se deslizó de cabeza por la empinada orilla, hasta que un tacón se le enganchó en una raíz. Sus cabellos quedaron colgando sobre el agua.
El calor se fue incrementando, y las sacudidas se aceleraron hasta dejarlo sin aliento. Las extremidades le temblaban, pero era incapaz de controlarlas, y sus brazos aleteaban de un lado a otro mientras rezaba para que le llegara la inconsciencia, la muerte, cualquier cosa que aliviara el dolor. Rodó por el suelo hasta que su rostro quedó en el agua, y vomitó, vaciando su estómago de la poca comida que había consumido durante el día. A continuación, hizo acopio de todas las energías que tenía, alzó la cabeza y la descargó con fuerza contra una roca; se hizo un corte, que añadió un dolor sordo a sus sufrimientos. Volvió a levantar la cabeza, notó cómo la raíz se soltaba y sintió que recorría resbalando el resto del trecho hasta la parte inferior de la orilla, donde se giró hasta quedar con la espalda sumergida en el agua.
Esa zona no era profunda, de modo que el agua sólo le bañaba hasta la altura de los hombros y le cubría el lado posterior de la cabeza. Una parte de él se dio cuenta de que resultaba agradablemente fresca, aunque no servía para eliminar el calor devorador. En aquellos momentos, Dhamon temblaba ya de pies a cabeza. Se maldijo a sí mismo por perder el control del dolor, y maldijo al caballero negro y al dragón que lo habían llevado a ese estado de vulnerabilidad y tortura.
Su mente lo propulsó de vuelta a un claro de un bosque en Solamnia. Se hallaba arrodillado junto a un caballero negro, al que había herido mortalmente; le sujetaba la mano al mismo tiempo que intentaba ofrecerle todo el consuelo posible en los últimos momentos de la vida de aquel hombre. El moribundo le hizo una seña para que se acercara más, aflojó la armadura de su pecho y mostró a Dhamon una enorme escama color rojo sangre incrustada en la carne. Con dedos torpes, el caballero consiguió arrancar la escama, y antes de que Dhamon comprendiera lo que sucedía, la había apretado contra el muslo de éste.
La escama se ciñó a su pierna como si fuera un hierro candente presionado contra la carne indefensa. Fue la sensación más dolorosa que Dhamon había experimentado en toda su joven existencia, y peor que el dolor fue el deshonor: Malys, la hembra de Dragón Rojo y señora suprema a quien pertenecía la escama, usó ésta para poseerle y controlarle. Transcurrieron meses antes de que un misterioso Dragón de las Tinieblas, junto con una hembra de Dragón Plateado, llamada Silvara, utilizara magia arcana para romper el control de la señora suprema. La escama se tornó negra durante el proceso y, poco después, había empezado a dolerle periódicamente.
En un principio, el dolor era poco frecuente, breve y tolerable, y desde luego preferible a estar bajo el control de un dragón. Poco a poco, los ataques empeoraron y fueron durando más. Había buscado un remedio en numerosas ocasiones, recurriendo a místicos, sabios y ancianos que vendían botellas llenas de toda clase de apestosos brebajes. Había buscado la espada de Tanis porque se decía que localizaba para su dueño cosas perdidas y difíciles de conseguir. Dhamon le había pedido que le encontrara una cura, pero en su lugar lo había maldecido con visiones insondables.
—Debería matarme —siseó con los dientes bien apretado—; matarme y acabar con todo esto en vez de esperar como un idiota a que la sanadora de Mal exista.
Había jugueteado con la idea del suicidio en varias ocasiones, pero o era incapaz de encontrar el valor para hacerlo, o hallaba una razón para esperar que las cosas cambiaran; siempre encontraba alguna idea a la que aferrarse, como la misteriosa sanadora de Mal en las Praderas de Arena.
—Si existe.
Había creído en la posibilidad de que los ataques hubiesen acabado por fin, pues habían transcurrido casi cuatro semanas desde el último episodio. No obstante, una parte de él sabía que no era así, y el de esa noche era el peor que había padecido. En el pasado, el dolor persistía hasta que perdía el conocimiento, pero en esa ocasión parecía que no se le iba a conceder aquella gracia.
En el fondo de su mente, centellearon imágenes de la enorme hembra Roja llamada Malys, del Dragón de las Tinieblas y del Plateado. También vio otras imágenes, escamas y alas de color bronce y azul, y se preguntó si eran todo imaginaciones de su mente o si dragones de aquellos colores pasaban en esos momentos por encima de su cabeza, ya que la escama le concedía la capacidad de percibir si había dragones en las proximidades.
Permaneció postrado en el río, presa de enormes dolores, durante casi una hora, con lágrimas manando incontenibles de sus ojos, la respiración entrecortada y aspirando el fétido aire del lugar, mientras visiones de dragones de bronce, azules y negros nublaban sus pensamientos. Cuando las oleadas de fuego y hielo se tornaron irregulares por fin y disminuyeron en intensidad, se arrastró fuera del agua y trepó por la orilla hasta encontrar un terreno llano y más elevado. Se tumbó sobre la espalda y contempló con fijeza las innumerables estrellas que podía distinguir a través de una abertura en el follaje, haciendo todo lo posible por suprimir el martilleo de su cabeza. Cuando el aire cálido terminó de secarlo, se incorporó y manipuló con dedos torpes los cierres de los pantalones.
Se bajó los calzones y se inclinó al frente para estudiar su pierna. La gran escama negra del muslo derecho reflejaba débilmente la luz de las estrellas e iluminaba varias escamas del tamaño de monedas de acero que habían brotado alrededor de los bordes. Contó las pequeñas protuberancias —once—, dos más de las que tenía unas semanas atrás.
—¿Qué me está sucediendo? —musitó.