—Sivaks. Tres.
«Debe haber también un dragón en las cercanías», añadió para sí, pues la visión de un Dragón Negro todavía deambulaba por la zona más recóndita de su mente, y la escama de la pierna se iba calentando.
Los tres camaradas se pusieron en tensión cuando los draconianos descendieron de las alturas con las zarpas extendidas y los musculosos cuerpos rígidos como flechas. Dhamon se lanzó al frente casi con ansia; saltó y acuchilló al que iba en cabeza. Sangre y escamas plateadas volaron por los aires. El hombre blandió el cuchillo en un amplio círculo una y otra vez, y lo clavó profundamente en la pierna de la criatura. El ser retrocedió hacia el cielo.
Los dos draconianos restantes se abalanzaron sobre el humano, mostrando los dientes y con las zarpas brillando como acero pulido bajo el sol del atardecer. El primero se dejó caer, se deslizó sobre el agua y atacó el costado de Dhamon mientras resbalaba junto a él. Sus alas, batidas con fuerza, lanzaron un surtidor de agua hacia atrás y lo condujeron a toda velocidad en dirección a la figura de Maldred, que avanzaba ya.
El hombretón lanzó un mandoble de su enorme espada contra el ser y le cercenó el brazo izquierdo. Del muñón brotó un chorro de sangre que, describiendo un arco, alcanzó el rostro de Maldred y lo cegó. Sin ver, el gigantón siguió blandiendo su arma con energía; mientras giraba, acertó milagrosamente a la criatura, a la que eliminó. Maldred se pasó la manga y las manos por la cara con energía al mismo tiempo que parpadeaba para aclararse la visión.
El otro draconiano atacó a Dhamon.
—¡Necesito una espada! —gritó mientras cambiaba de mano el cuchillo—. Este maldito caza jabalíes no sirve de nada.
—¡La mía servirá! —gritó Maldred mientras cargaba al frente.
Al cabo de un instante, Dhamon se dejaba caer en cuclillas bajo las garras de la criatura a la vez que su amigo lanzaba un mandoble y daba en el blanco, rebanando un trozo de ala del draconiano. El ser fue a parar al agua. Varek se echó el bastón al hombro y se encaminó hacia el forcejeante draconiano.
—¡Dhamon, uno está descendiendo!
El último draconiano descendía en picado hacia ellos; llevaba las zarpas estiradas y las alas bien pegadas al cuerpo.
—Esa criatura estúpida debería marcharse de aquí mientras todavía sigue viva. Esa criatura estúpida debería… ¡Juntos ahora!
Dhamon y Maldred atacaron simultáneamente, y el espadón de este último se hundió profundamente en el muslo del atacante. Dhamon clavó el cuchillo en el pecho del sivak y lo liberó de un tirón, contemplando cómo el draconiano caía hacia atrás al mismo tiempo que su cuerpo proyectaba un chorro de agua y sangre hacia las alturas.
Antes de que Dhamon pudiera recuperar el aliento, la imagen del Dragón Negro creció en su mente y lo paralizó por un instante.
Percibía que el animal se hallaba cerca, descendiendo en picado, lanzándose como un rayo de oscuridad por entre el frondoso dosel verde de la ciénaga. El humano retrocedió en dirección a la pared de plantas más próxima, y una vez allí, miró a lo alto, escudriñando el cielo, a la espera de ver cómo el dragón descendía al claro.
—Nada —susurró—. ¿Dónde está el dragón?
De repente, sintió que algo le rozaba la pierna. Bajó la mirada y se encontró con lo que parecía su propio cadáver flotando de espalda sobre las poco profundas aguas. Había heridas abiertas en el abdomen y un muslo. Lo contempló fijamente con incredulidad, pero enseguida se dio cuenta de lo que era: el sivak que había matado. También estaban los cadáveres de Maldred y Varek; los draconianos muertos imitaban las formas de sus asesinos.
—¡Dhamon! ¡Por mi vida! ¡Mira!
Dhamon giró el cuerpo para localizar a Varek. El joven tenía la boca desencajada y su rostro era del color del pergamino descolorido. Sus temblorosos dedos dejaron caer el bastón.
—¡Por el bendito Steel Brightblade, mira eso!
Dhamon había esperado ver cómo el Dragón Negro sobrevolaba el claro, y había esperado también ver cómo su sombra impedía el paso a la luz solar acompañada por un revoloteo de sivaks; pero en su lugar, la criatura se alzó despacio, laboriosamente, espléndida, desde la zona más profunda de la ciénaga.
El dragón era repugnante y hermoso a la vez. Sus escamas húmedas relucían como un cielo estrellado, y sus brillantes ojos amarillos refulgían como soles gemelos. Su testa tenía forma de caballo, con una combinación de ángulos afilados y redondeados por todas partes, y una cresta dentada que discurría desde la zona situada entre sus ojos hasta la punta de los amplios ollares. Al abrir la boca, mostró unos dientes de un blanco deslumbrante, tan rectos y perfectos que parecían esculpidos; un increíble remolino de aire fétido escapó del interior.
Los tres humanos se quedaron como hipnotizados, aterrados.
Una larga lengua negra culebreó hacia el exterior para acariciar las barbas que pendían de la parte inferior de la mandíbula del dragón; luego, retrocedió hacia la parte más recóndita de la cavernosa boca. El sinuoso cuello se elevó sobre la superficie del pantano, y el ser sacudió la testa, lanzando una lluvia de gotas en todas las direcciones. Las alas, parecidas a las de un murciélago y enormes, abandonaron a continuación las aguas, golpearon el suelo de la ciénaga y luego se agitaron en el aire, mientras la criatura se alzaba, hasta flotar justo por encima de la superficie. El cuerpo parecía delgado comparado con el resto del animal; las patas, extrañamente largas y gruesas para su figura. Las colgantes zarpas acariciaron el agua, y su cola se movió con violencia de un lado a otro, creando olas. Después, el ser aspiró con energía.
—¡Sable! —gritó Varek—. Somos hombres muertos. Todos nosotros.
—¡Agáchate! —chillaron Dhamon y Maldred virtualmente al unísono.
Los tres se sumergieron bajo la líquida superficie justo en el momento en que la bestia lanzaba su aliento y una gota de ácido transparente como el cristal y en forma de abanico salía disparada hacia ellos. Con el ácido les llegó el fuerte hedor a azufre vomitado por el ardiente estómago de la bestia.
—No es Sable —jadeó Dhamon cuando, tras un buen rato de espera, salió a la superficie y echó a correr en dirección a la pared de plantas—. Es un animal grande, pero no es ni con mucho tan grande como para ser un dragón señor supremo. ¡Moveos, Mal, Varek!
La criatura medía unos treinta metros desde el hocico hasta la punta de la cola. Se trataba de una hembra de dragón bastante joven, pero de todos modos, de un tamaño formidable. Sus zarpas, negras como el azabache, chasquearon de manera amenazadora, al mismo tiempo que giraba la cabeza y su mirada se encontraba con los ojos de Dhamon, que contempló cómo los ojos de la bestia se entrecerraban hasta convertirse en rendijas finas como alfileres.
—¡Desperdigaos! —chilló—. ¡Desperdigaos!
Eran las mismas palabras pronunciadas meses atrás por su amigo y segundo en el mando Gauderic. Juntos habían conducido un ejército de elfos y humanos al interior de los bosques de Qualinesti en busca de un abominable y joven Dragón Verde, y finalmente encontraron a un Dragón Verde, aunque bastante más grande que aquél que buscaban. Recordaba el incidente con total claridad. Los hombres se habían dejado llevar por el pánico. Gauderic les había gritado que corrieran: «¡Desperdigaos!», les había ordenado.
Dhamon habían revocado la orden, y como oficial de más rango, había mandado que avanzaran y se enfrentaran a la criatura juntos, como una fuerza combinada. Sin embargo, cuando se vio atenazado por el miedo al dragón, el mismo Dhamon había huido de la batalla, con la escama de su pierna ardiendo como una llama, y con la mente llena de tan aterradoras imágenes del Dragón Verde que todas aquellas sensaciones lo dominaron por completo y le impidieron actuar.
Él y Gauderic fueron los únicos que sobrevivieron a aquel día. Él había huido, y el dragón había dejado a Gauderic con vida para que contara lo que había sucedido; hasta que Dhamon mató a su antiguo compañero en una pelea de borrachos en una taberna.