Una extensión de aguas oscuras describía una curva en torno a una isla pantanosa, que se hallaba atestada de árboles-serpientes. El cielo estaba encapotado, y daba la impresión de que llovía algo más lejos. La aguda vista de Dhamon consiguió abrirse paso por entre la monótona oscuridad y vio justo lo suficiente como para saber que había alguna especie de edificaciones en la isla.
—Creo que he localizado tu poblado de dracs —manifestó, estudiando el agua—. Por todos los dioses desaparecidos, esta agua huele igual que una cloaca de Palanthas. —Soltó un sordo silbido—. Comprueba ese mapa mágico tuyo para asegurarnos de que éste es el lugar.
Avanzó pesadamente en dirección al borde del agua, deslizándose durante el último tramo de la embarrada pendiente al mismo tiempo que se movía por entre los cada vez más escasos árboles cubiertos de escamas. Dhamon se detuvo justo antes de llegar a la orilla al detectar una profusión de rechonchos cocodrilos y caimanes tan cubiertos de lodo que parecía como si se hubieran camuflado a propósito.
—Riki no vale todo esto —musitó—. Nadie vale tanto como para pasar por esto.
Maldred contempló el mapa durante un corto espacio de tiempo para asegurarse de que habían llegado al lugar correcto. Recorrieron unos ochocientos metros a lo largo de la curvada orilla, hasta que se hallaron al sudeste de la isla y llegaron a un muelle desgastado y cubierto de moho que se proyectaba hacia el interior de las aguas, con un extremo ladeándose precariamente. Había un segundo muelle, situado al otro lado y justo enfrente; atados a este último, se veían dos enormes botes de remos.
—Fantástico y realmente maravilloso —dijo Dhamon mientras bajaba los ojos con rapidez hasta un largo cocodrilo de un tono marrón amarillento—. ¿Alguna idea?
—En realidad, sí —repuso Maldred.
El hombretón se arrodilló sobre el fangoso margen con un ojo fijo en los cocodrilos, que mostraban entonces un creciente interés por el trío, e introdujo los dedos en la tierra a la vez que mascullaba algo en la lengua de los ogros.
—¿Qué hace?
Varek fue a colocarse cerca, balanceándose nerviosamente hacia adelante y hacia atrás sobre las puntas de los pies.
—Magia —respondió Dhamon, categórico—. Está realizando un conjuro.
—¿Crees que Riki está realmente allí? —El joven señaló la isla.
—Según el mapa de Mal, Polagnar se encuentra allí. Presuntamente es ahí adonde las ladronas la llevaban; de modo que sí, creo que está ahí.
Varek se estremeció y bajó la mirada hacia la punta de sus botas.
La atención de Dhamon se desvió hacia el creciente número de cocodrilos y Maldred. Aparecieron unas ondulaciones en el barro, que se abrieron hacia el exterior desde los dedos de Maldred y adoptaron una tenue tonalidad verdosa, para a continuación correr por el agua con un suave chapoteo. Al mismo tiempo, los cocodrilos se apartaron y dejaron un buen espacio de terreno libre al trío y a la magia.
—Estoy creando un puente —explicó Maldred; gruñó y el suelo gimió con él y su construcción se tornó más sólida y densa, reluciendo húmeda bajo el sol del atardecer—. Estoy subiendo parte del lodo del fondo, haciendo que sea sólido, de manera que no tengamos que arriesgarnos a nadar.
Profirió más palabras en la lengua de los ogros, y las ondulaciones de barro y agua se aceleraron para convertirse en una borrosa mancha oscura. El tono verdoso se desvaneció para dejar al descubierto un sendero de tierra de unos treinta centímetros de anchura que se extendía desde la orilla hasta un punto cercano a los botes de remos situados al otro lado.
—Sugiero que nos demos prisa —indicó el gigantón, señalando con la cabeza un cocodrilo especialmente grande que había alzado el hocico para apoyarlo contra el puente.
Había otras figuras nadando a su alrededor: unas con un aspecto que recordaba vagamente a un dragón, algunas con seis patas y otras con dos colas. Podrían haber sido caimanes contrahechos o alguna especie de lagartos acuáticos.
—Mi puente no durará mucho —siguió Maldred—, y tampoco mantendrá a raya a nuestros amigos del traje de escamas. Así pues, en marcha.
Dhamon prácticamente corrió a través del mágico sendero, chapoteando con los pies y lanzando una lluvia de barro a su espalda. Varek y Maldred lo siguieron, y los tres alcanzaron el follaje y el otro lado justo momentos antes de que el puente de lodo se disolviera.
—¿Cómo conseguiste…?
El hombretón posó un dedo sobre los labios de Varek.
—Poseo un considerable talento para la magia —respondió en voz baja— y carezco de tiempo para explicarte su mecánica.
Se abría una senda al frente, bordeada por más árboles cubiertos de escamas. Las serpientes eran demasiado numerosas para contarlas y, colgando en medio de lianas, llenaban el aire con un sonoro siseo. Las hojas y las flores eran negras, y la hierba del color de las cenizas frías. No había nada verde, y a través de una abertura entre hojas en forma de elefante de color negro como la medianoche, Dhamon captó una imagen de algo anguloso, el edificio que había divisado desde la orilla opuesta. Más cerca, clavado a una corteza peluda y oculto casi por enredaderas, había un letrero de madera cubierto de musgo, y el humano apartó la verde capa. En él cartel se leía: «Polagnar, población». Más allá, y por entre un par de troncos de cipreses, distinguió otra cabaña.
—Voy a echar una mirada. Esperad aquí —dijo Dhamon, cuya voz apenas se elevó por encima de un susurro.
Varek meneó la cabeza y señaló un par de huellas, unas pisadas más grandes que las de un hombre y que finalizaban en zarpas.
—Estas señales están por todas partes.
—Huellas de dracs —declaró Dhamon—. Regresaré enseguida. Mal, refresca la memoria de nuestro joven amigo respecto a los dracs, ¿quieres?
Dicho eso, abandonó el camino a toda velocidad y se introdujo en el follaje.
A medida que se aproximaba al poblado, Dhamon fue aminorando el paso para no pisar las serpientes que se retorcían por todas partes. Al atisbar más allá de los árboles que rodeaban Polagnar, vio un claro alfombrado de serpientes, una masa convulsa que se extendía de un extremo al otro sin dejar un solo pedazo de terreno sin ocupar.
Vio pruebas de incendios —los restos destrozados y ennegrecidos de hogares y negocios— y de lo que en una ocasión había sido Polagnar. Se habían construido chozas primitivas entre las ruinas, y éstas estaban cubiertas con una mezcla de paja y gruesos pedazos de piel de serpiente. Lagartos enormes tomaban el sol sobre los tejados. Al otro lado de donde se hallaba la choza más pequeña, se veía un círculo de piedras talladas y una viga chamuscada, posiblemente los fragmentos de un pozo. Había una enorme constrictor arrollada a él.
Al pasar por detrás de la cabaña de mayor tamaño, distinguió un corral de ganado, y en su interior vio al menos tres docenas de elfos, semielfos y enanos, así como un puñado de ogros. Todos ellos tenían un aspecto decaído y macilento. Algunos daban vueltas arrastrando los pies, pero la mayoría permanecían sentados con la espalda apoyada en la valla, sin siquiera levantar una mano para apartar de un manotazo las nubes de insectos que inundaban el aire. Había quienes hablaban, pero él se hallaba demasiado lejos para oírlos.
Observó a los prisioneros durante varios minutos, y se dio cuenta de que había dos dracs montando guardia. Decidió acercarse más para verlos mejor, pero entonces su atención se vio atraída hacia el extremo opuesto del poblado, donde descubrió a unos cuantos humanos. Toscamente vestidos, deambulaban de una choza a otra, apartando a un lado las serpientes con los pies mientras avanzaban transportando comida en bandejas de gran tamaño. Dhamon contempló a una joven que sostenía un escudo con pan, fruta y carne cruda. La muchacha desapareció en el interior de una de las chozas situadas más lejos, pero brillaba luz suficiente en la abertura de la entrada como para que el hombre pudiera ver cómo entregaba la comida a un drac. Cuando la mujer salió, llevaba el escudo vacío. El escudo estaba abollado y lucía un símbolo solámnico, la Orden de la Rosa.