Entre los dracs y las serpientes que se hallaban por doquier, parecía como si en el lugar hirvieran un centenar de marmitas. Los humanos se congregaban alrededor de un par de cobertizos recubiertos de musgo, que, según adivinó, les servían de alojamiento. Había doce chozas cubiertas con pieles de serpiente, y dieciocho dracs que pudiera ver. Las perspectivas eran muy malas.
«Magnífico —pensó Dhamon—. Sólo tengo un cuchillo diminuto como arma».
Dio una vuelta para observar con mayor claridad el corral. Los dracs que deambulaban por el poblado parecían turnarse para vigilar a todos los prisioneros.
—Magnífico —repitió en voz alta al mismo tiempo que vislumbraba algo más allá del corral—. Un draconiano, un sivak.
Se deslizó más cerca, y su boca se abrió, sorprendida.
La criatura mediría con facilidad tres metros de altura. Tenía los hombros más anchos que los de un ogro, y unas escamas de un apagado color plata le cubrían el torso y los brazos; éstas se transformaban en una piel correosa y segmentada a lo largo de la cola. La cabeza era amplia. Los ojos, negros como el azabache, estaban separados por una cresta de aspecto dentado que discurría por el largo hocico. Unos cabellos blancos y finos como una telaraña quedaban desperdigados a lo largo de la mandíbula inferior, haciendo juego con el color de los regordetes cuernos que se curvaban hacia atrás desde los laterales de la cabeza. Uno de los cuernos estaba partido por la parte central.
Llevaba una cadena gruesa alrededor de la cintura, y otra circundaba su cuello. Ambas cadenas rodeaban un ciprés e impedían que la criatura se moviera más de dos metros en cualquier dirección. Carecía de alas, pero su espalda mostraba gruesas cicatrices que señalaban el lugar donde habían estado los apéndices.
Dhamon había visto suficientes heridas recibidas en el campo de batalla como para saber que las alas habían sido amputadas. De todos los draconianos, sólo los sivaks podían volar, y a esa criatura le habían despojado de tal capacidad. «Pero ¿por qué? —articuló el hombre en silencio—. ¿Y por qué motivo se mantiene prisionero a un sivak?».
Se habían eliminado los extremos de las zarpas de la criatura, que presentaba con unos dedos romos parecidos a los de los humanos. Dhamon se preguntó si le habrían hecho lo mismo con los pies. La bestia seguía poseyendo dientes, gran cantidad de ellos, pero algo no era normal en la base de su garganta; había gruesas cicatrices y una herida abierta que no parecía haber sido causada por la cadena. Se había realizado un tosco intento de vendar la herida, pero la tela estaba enganchada en la cadena y no parecía servir más que para infectar aun más la lesión. Existían otras cicatrices por todo el imponente cuerpo de la criatura, la mayoría de ellas en los brazos.
Mientras observaba, la joven humana con el escudo solámnico volvió a aparecer. Esa vez transportaba tiras de carne, cuyo aspecto indicaba que procedían de algún lagarto de gran tamaño. El sivak retrocedió en dirección al ciprés, y ella arrojó la carne al suelo en el punto más alejado que la cadena permitía alcanzar al prisionero. Éste aguardó hasta que la joven se hubo marchado; luego, se adelantó y se arrojó sobre la comida para devorarla.
Cuando terminó, el ser alzó los ojos y olfateó el aire, curvando hacia arriba el labio deformado. Se dio la vuelta y descubrió a Dhamon. El sivak contempló al hombre durante varios minutos interminables sin parpadear y con el hocico estremecido. Finalmente, desvió la mirada, aparentemente desinteresado, y regresó a donde había sido depositada su comida, en busca de algún pedazo que le hubiera pasado por alto.
—Lo tienen como si fuera un perro —musitó Dhamon—. ¿Por qué? ¿Y dónde está Riki? —Deseaba encontrar rápidamente a la semielfa y seguir la marcha—. Ahí está.
La descubrió, apuntalada entre un elfo y un ogro, y con aspecto de estar muy mal. Tenía las ropas manchadas y hechas jirones, y los cabellos y el rostro, sucios de barro. Parecía agotada, y las mejillas hundidas indicaban que no había comido nada. Tenía los ojos abiertos y fijos en el vacío, y a pesar de estar colocada en línea directa a Dhamon, no lo veía.
—Te sacaremos de aquí —susurró él.
Se alejó con cautela y recorrió el resto del poblado, acortando camino para regresar al lugar donde había dejado a Maldred y a Varek. Una vez allí, les relató todo lo que había visto.
—Podemos irrumpir —empezó Varek—. Podemos…
La mirada severa de Dhamon le hizo callar.
—Hay al menos dieciocho dracs, y nosotros sólo somos tres. También hay un sivak, pero por un capricho del destino, probablemente no supondrá ninguna amenaza. Tú no tienes arma, y yo tengo un cuchillo. Creo que nuestra mejor opción es escabullimos hacia el interior durante la noche y llegar al corral por detrás.
Varek carraspeó e irguió los hombros.
—¿Qué os parece esto? —dijo—. Los tres nos acercamos al poblado desde distintas direcciones y nos lanzamos al ataque a una señal mía, de modo que obtendremos un cierto elemento sorpresa. Desconcertaremos a los dracs y los separaremos, cambiaremos de adversario cuando sea necesario, acabaremos con esto y cogeremos a Riki y…
—… nos suicidaremos —terminó Dhamon por él, para a continuación proferir un profundo suspiro y hundir la frente en la mano—. ¿Qué tal si primero mejoro un poco las posibilidades? ¿Y me deshago de unos cuantos dracs antes de que irrumpáis en el interior?
Expuso rápidamente un plan, y luego salió disparado en dirección al poblado enemigo.
Dhamon se aproximó a las chozas, agazapándose tras un guillomo para aguardar hasta que hubieron pasado un par de dracs. Se escabulló entonces a toda prisa por unos metros de terreno al descubierto hasta la parte posterior de la cabaña más cercana. Pegó el oído a la pared de juncos cubiertos de escamas y escuchó con atención. No consiguió oír otra cosa que el siseo de las serpientes, que se movían por todas partes.
Utilizó el cuchillo para abrirse paso a través de la pared, y entonces comprobó que la piel de serpiente era gruesa, carnosa y sangraba. Persistió, cortando la paja que estaba situada debajo, hasta formar una entrada y deslizarse hacia adentro. Estuvo a punto de vomitar debido al olor a sudor, desperdicios y cosas que no quiso ni identificar, y también necesitó unos instantes para que sus ojos se adaptaran al oscuro interior. Le hizo falta algún tiempo más para abrirse paso entre el revoltijo.
La choza estaba vacía de dracs y humanos, pero atestada de toda clase de otras cosas. Un grueso felpudo de pieles y capas constituía un lecho; la capa situada en la parte superior lucía un símbolo solámnico procedente de la Orden de la Rosa. Había un escudo con una rosa apoyado en la pared a poca distancia.
Se veían mochilas y morrales tirados por todas partes, la mayoría hechos trizas y vacíos, aunque del interior de algunos se habían desparramado objetos. Agarró rápidamente un guardapelo. Era de plata o de platino —estaba demasiado oscuro allí dentro para estar seguro—, pero pesaba lo suficiente como para tener cierto valor. Dhamon lo introdujo en su bolsillo y se encaminó hacia la puerta, pasando por encima de los restos de un jabalí que probablemente había servido de cena a un drac. Otros pedazos de carne estropeada y fruta podrida estaban desperdigados sin orden ni concierto.
Había cajones de embalaje apilados cerca de la entrada, algunos rotulados en lengua elfa y otros en Común. Estos últimos, que Dhamon podía leer, proclamaban que en una época habían contenido vino de moras procedente de Sithelnost, en los bosques de Silvanesti, situados al este. Meneó con suavidad las cajas, y se sorprendió al encontrarlas casi llenas.