Miró el suelo a su alrededor y consideró la posibilidad de hurgar en el interior de algunas mochilas, pero un ruido al otro lado de la entrada le obligó a ocultarse tras las cajas.
Se escuchó un siseo; eran dos o tres dracs conversando. La palabra elfo surgió varias veces y humano sólo una; luego, las sibilantes voces se alejaron. Dhamon notó que sus piernas se entumecían y se dispuso a moverse, pero se escucharon más siseos, y al cabo de un momento un drac penetró en la choza. La criatura bostezó y se desperezó como lo haría un humano. Después, miró hacia la cama y se dirigió a ella, aunque se detuvo a medio camino y olfateó el aire. Había empezado a girar cuando Dhamon saltó de detrás de las cajas, cuchillo en mano y con la intención de clavarlo en un punto situado entre las alas de la criatura. La hoja se hundió con facilidad y hendió el corazón del ser. Antes de que el drac consiguiera ver quién había infligido el golpe mortal, ya había estallado en una ráfaga de ácido que cayó sobre el atacante. El ácido corrió por su piel, urticante y chisporroteando, dejando pequeños agujeros en los pantalones.
Dhamon volvió a acurrucarse tras las cajas, deseando fervientemente que ningún otro drac hubiera escuchado cómo moría su compañero. Permaneció inmóvil durante varios minutos, oyendo su propia respiración y el sonido de la leve brisa que susurraba entre la paja del tejado. Una vez que se hubo convencido de haberse deshecho del ser sin alertar a nadie, tomó la punta del cuchillo e hizo palanca en una de las cajas. Sonrió de oreja a oreja al descubrir que realmente había botellas de vino de moras en el interior. Dhamon deseaba ardientemente echar un buen trago de aquella bebida, pero sólo tenía tiempo de agarrar una mochila vacía y guardar dentro tres botellas, que acolchó con la ayuda de un capote solámnico que encontró. Echándose la bolsa sobre los hombros, se dirigió al agujero que había abierto en la parte posterior de la choza.
Justo cuando apartaba a un lado los juncos y se disponía a partir, escuchó una suave pisada a su espalda en la entrada de la cabaña.
—¿Un hombre?
Dhamon soltó los juncos y giró en redondo. Se encontró con otro drac, que, encorvado al frente, quedaba enmarcado por el dintel de la puerta. Se lanzó en busca del escudo solámnico al mismo tiempo que la criatura penetraba en el interior.
—Hombre nuevo en poblado —dijo el drac, mirándolo con atención—. El hombre nuevo no debería tener arma. —Entonces el drac alargó una zarpa—. Hombre entrega arma y sssuelta essscudo. Hombre debe comportarssse.
—No, hoy —susurró Dhamon.
Sostuvo el escudo frente a él y asestó una cuchillada hacia lo alto, de modo que su arma abrió una fina línea de sangre ácida en el cuello del ser. Éste se llevó las zarpas a la garganta y profirió un sonido borboteante justo en el mismo instante en que el otro se arrodillaba tras el escudo. Se escuchó otra explosión de ácido, y Dhamon volvió a estar solo.
Regresó a toda prisa a las cajas y aguardó varios minutos más. Al ver que no entraban más dracs en la choza, se aproximó con cautela a la cama y la arregló, ocultando las capas que el ácido había quemado. No quería que cualquier criatura que entrara allí una vez que él se hubiera ido descubriera señales de una pelea. Por suerte, cuando los dracs morían, no dejaban cadáveres tras ellos.
Salió apresuradamente por la parte posterior de la cabaña y corrió a toda velocidad hasta el límite de la vegetación arbórea situado unos seis metros más allá. Soltó el morral que contenía el vino tras un guillomo, y luego, volvió a recorrer con la mirada el poblado. Cuando estuvo seguro de que nadie le vería, corrió hasta la cabaña más próxima, sin desprenderse del escudo solámnico.
Había muchas voces siseantes en el interior de esa construcción, de modo que Dhamon se encaminó a otra, que parecía vacía. Se abrió paso por entre escamas y juncos, y penetró en ella. Esta olía tan mal como la otra que había visitado y tenía un aspecto muy parecido. Un revoltijo de objetos aparecía desperdigado por todas partes: capas que mostraban símbolos solámnicos procedentes de Caballeros de la Espada y Caballeros de la Rosa, morrales, arcas, restos de comida y huesos, y una serpiente muerta a la que habían asestado unos cuantos bocados.
Tres espadas estaban clavadas en el suelo junto a lo que se suponía que era una cama, y del pomo de la situada en el centro pendía de una cadena un símbolo de plata del tamaño de la palma de una mano. Era una cabeza de bisonte, cuyos cuernos parecían hechos de pedacitos de perla negra.
—Kiri-Jolith —musitó al mismo tiempo que se apoderaba velozmente de la cadena.
El símbolo representaba la Espada de la Justicia, el dios del honor y la guerra de Krynn, que en épocas pasadas había sido el patrón de la Orden Solámnica de la Espada. Kiri-Jolith había partido hacía ya muchos años junto con todos los otros dioses de Krynn, y los Caballeros de Solamnia que sin duda habían muerto en ese poblado no habían tenido a nadie que escuchara sus plegarias. Y entonces Dhamon poseía una antigüedad que alcanzaría un precio elevado, pese a sus abolladuras y rasguños. Limpió un poco de sangre seca que manchaba el borde, y luego guardó el objeto en su bolsillo.
Introdujo el cuchillo en el cinturón y evaluó las tres espadas. Finalmente, seleccionó la del centro, que era la que mostraba el filo más cortante.
—Por fin, tengo un arma decente —murmuró.
No muy lejos del improvisado lecho había una caja de embalaje vuelta del revés, sobre la que descansaban un gran tarro de cerámica cerrado y una diminuta caja de plata. En el interior del tarro, había una mezcla de hierbas, todas cuidadosamente conservadas y demasiado difíciles de manejar como para que pudiera ocuparse de ellas en aquel momento. La diminuta caja de plata era otra cosa, ya que encajaba fácilmente en su mano. Frunció el entrecejo, pues, no obstante su pequeño tamaño, tenía una cerradura. «Más tarde», articuló en silencio. La introdujo en el bolsillo y escuchó cómo tintineaba con suavidad contra el símbolo de Kiri-Jolith.
Había muchos morrales y sacos abultados, y un examen superficial mostró prendas en la mayoría, y raíces y polvos en unos cuantos, lo que le hizo sospechar que los solámnicos debían haber estado acompañados por un médico de campaña.
Finalizada su rápida inspección, se agazapó a un lado de la entrada, aguardando y escuchando. Allí no había cajas que pudieran ocultarlo, pero las sombras eran lo bastante espesas como para esconderse en ellas.
Un drac de pecho abultado penetró en la choza arrastrando los pies mientras siseaba y refunfuñaba para sí. Era la criatura de mayor tamaño de todas las que Dhamon había visto deambulando por el poblado, con un enorme cuello rechoncho, y el humano captó las palabras serpiente y comida antes de decidir que el ser se encontraba lo bastante sumido en las sombras del interior como para atacarlo sin ser visto. Hicieron falta tres estocadas en veloz sucesión, y Dhamon usó el escudo para protegerse de la acostumbrada lluvia de ácido. Tal y como había hecho antes, hizo todo lo posible por ocultar objetos que hubieran resultado dañados por el ácido, y siguió adelante, escabulléndose por detrás para dirigirse a toda prisa hacia la tercera choza.
Quedaban al menos catorce dracs en el poblado y quería deshacerse de unos cuantos más antes de que se dieran cuenta de que su número disminuía.
La cabaña siguiente albergaba dos criaturas, ambas dormidas, que proferían el sonido rasposo y sibilante que hacía las veces de ronquido. Se aproximó, sigiloso, a la de mayor tamaño; se movía con paso ligero y manteniendo el escudo ante él. Se sintió casi a punto de vomitar cuando aspiró una buena bocanada de lo que el ser sujetaba en la zarpa: un mono parcialmente destripado, que se descomponía en aquel calor. Cuando se encontró justo sobre la criatura, Dhamon contuvo la respiración y le hincó la punta de la espada en el corazón; luego, saltó atrás cuando se produjo la explosión de ácido. Sin un momento de respiro, giró en redondo y se dirigió hacia el otro drac, que seguía profundamente dormido. A éste le acuchilló el pecho, lo que provocó un aullido ahogado. Volvió a hundir el cuchillo y alzó el escudo justo a tiempo, pues la criatura estalló también.