—¿Quién eres? —repitió la mujer—. ¿Estás con Nura Bint-Drax?
Dhamon maldijo para sí cuando se iniciaron los temblores. Los músculos de las piernas y los brazos empezaron a saltar, y los dedos de pies y manos se retorcían de un modo irrefrenable.
—¿Te encuentras bien?
La joven lo siguió, indecisa. Echó una ojeada por encima del hombro a la entrada de la choza, y luego, volvió a mirar a Dhamon.
—¿Quién eres? ¿Me entiendes? ¿Estás con Nura Bint-Drax?
Dhamon cayó de costado, con las piernas dobladas hacia arriba, el pecho jadeante y los dedos paralizados todavía sobre el pomo de la espada. Intentó decir algo, pero su garganta se secó al instante, y todo lo que pudo proferir fue una especie de boqueo ahogado. Ya resultaba bastante difícil limitarse a respirar y seguir sujetando la espada. La mujer le decía algo, pero su corazón latía con tal fuerza que apenas conseguía escucharla; parecía insistir en saber quién era él.
—¿Estás enfermo?
Se acercó más y le acarició la frente con la mano, pero la apartó al instante, como si hubiera tocado una brasa encendida.
—Una fiebre terrible. ¿Quién eres? ¿Cómo es que tienes un arma? —decía la mujer, pero él captaba sus palabras de un modo vago—. Estás muy enfermo.
Desde algún punto en el exterior de la cabaña, la trompa siguió sonando, y justo al otro lado de la entrada escuchó el golpear de pies. Las sacudidas de un frío gélido, combatiendo el calor, empezaron a irradiar desde la escama y proyectaron a Dhamon al borde de la inconsciencia. Esa vez luchó denodadamente por mantenerse despierto.
—¿Qué haces aquí? —insistió la muchacha; dijo algo más, pero la mayor parte de ello se perdió en medio del martilleo de su cabeza—. Tú no estás con Nura Bint-Drax, ¿verdad? Tú no deberías estar aquí. —Alzó la voz—. ¿Puedes oírme? ¿Me oyes?
Él abrió la boca, en un nuevo intento de hablarle, pero sólo un gemido escapó, de modo que meneó la cabeza.
—Iré a buscar ayuda. —La mujer hablaba más fuerte aún, y desde luego él la oía con claridad—. Iré a ver a los dracs y…
«¡No!» aulló la mente de Dhamon. ¡No podían descubrirlo!; no, en aquel estado de impotencia. Los dracs lo matarían. Dhamon quiso alargar la mano para sujetar a la joven, agarrar su brazo y atraerla hacia él; quería decirle que permaneciera allí y que estuviera callada, quería explicarle que Maldred la rescataría a ella y a los otros siervos. Cuando el ataque producido por la escama cesara, la interrogaría, pero primero ella debía permanecer callada y cooperar, y él necesitaba que el dolor menguara un poco. Tenía que mantenerla junto a él e impedir que alertara a nadie. Distinguió un destello plateado, pero sólo una pequeña parte de su mente se dio cuenta de que se trataba de su espada y de que intentaba alcanzar a la muchacha con la mano equivocada. «Detente», se dijo. Era demasiado tarde. La hoja ya había hendido el aire y había penetrado en la joven.
Una expresión horrorizada apareció en el rostro de la mujer al mismo tiempo que un hilillo de sangre recorría su estómago. Cayó de rodillas y abrió la boca para chillar, pero únicamente un borboteo patético y unas motas rojas salieron al exterior. La muchacha se desplomó hacia el frente y cayó sobre Dhamon. Éste sintió cómo las piernas de la mujer se contraían una vez; luego, toda ella se quedó inmóvil.
«¡Tengo que salir de aquí! —pensó—. ¡Muévete!». La apartó de encima y encontró fuerzas suficientes para erguirse sobre las rodillas. Intentó no sentir lástima por ella; no era más que una baja, alguien que se había aventurado en el lugar equivocado en el momento equivocado. La joven sólo había intentado ayudar, y entonces su sangre lo cubría.
Se arrastró hasta la parte trasera de la choza sin sentir cómo las rodillas se movían sobre la tierra. Las ardientes sacudidas recorrían veloces todo su cuerpo, entremezcladas con punzadas de un frío intenso. Hurgando en la pared trasera, intentó hallar la salida. ¡Ahí!
—¡Ahí!
¿Había oído algo?
—¡Ahí! ¡Un intruso! ¡Un ladrón!
Las palabras fueron dichas en Común, pronunciadas por un humano, y cuando Dhamon miró por encima del hombro descubrió a un hombre, apenas más que un muchacho, de pie en la entrada de la choza. El joven realizó violentos ademanes en su dirección, y luego, hacia el cadáver de la muchacha. A su espalda se alzaba, imponente, un drac, con las zarpas extendidas y los labios echados hacia atrás en un gruñido.
Dhamon dejó de hurgar en el faldón de juncos y alzó la espada. Intentó ponerse en pie de cara a la criatura, pero no consiguió incorporarse. Levantó el arma por encima de la cabeza, pero la punta golpeó la pared de la choza que había a su espalda y se quedó atrapada allí un instante.
Sintió cómo la opresión en su pecho aumentaba a medida que el dolor crecía, y se esforzó por llevar aire a sus pulmones. El drac dio un paso al frente y, después, otro.
«¡Tienes que blandir el arma! ¡Ataca a la bestia!».
Tenía los dedos entumecidos, y el cuerpo tan torturado por el dolor producido por la escama de la pierna que no era capaz de obedecer las órdenes enviadas por su cerebro. Unas zarpas se cerraron alrededor de la mano de Dhamon y le arrancaron la espada. La garra libre del ser sujetó sus cabellos y tiró de él hacia adelante como si pesara lo mismo que una muñeca de trapo, arrastrándolo por el suelo, traspasaron el umbral.
Dhamon percibió la luz del sol cayendo desde las alturas, y el intenso calor del mediodía del pantano de Sable incrementó el ardor que recorría su cuerpo. Sintió cómo lo arrastraban por encima de las serpientes que alfombraban el suelo, y varias de ellas lo mordieron, lo que aumentó el fuego de su interior. Al cabo de un instante, todo lo que vio y sintió fue una fresca y agradable oscuridad.
10
Nura Bint-Drax
Maldred apartó una hoja de helecho y atisbo en dirección al poblado. No vio a Dhamon, pero comprendió que algo sucedía. Tres dracs montaban guardia ante el corral; uno de ellos gruñía en su curiosa lengua, mientras los otros dos miraban en dirección a una enorme choza cubierta de pieles de serpiente, en cuyo exterior estaba reunida media docena de siervos humanos.
—Serpientes —masculló recorriendo con la mirada el pueblo—. El suelo está repleto de víboras.
La trompa volvió a sonar. La tocaba un humano alto y delgado como un junco, subido sobre lo que parecían los restos de un pozo. Las notas no eran las prolongadas y lúgubres que el hombretón había oído antes; ésas eran agudas y cortas.
Cerca del corral, Maldred divisó más movimiento y vislumbró al sivak encadenado al árbol que Dhamon había descrito. El gigantón se movió en círculo hasta encontrarse prácticamente detrás del redil para echar un mejor vistazo al draconiano. Varek lo seguía en silencio. El draconiano aparecía a todas luces nervioso; daba zarpazos al suelo y retrocedía en dirección al tronco.
—Veo a Riki —susurró Varek—. Está en el corral. Tiene un aspecto terrible. Hemos de sacarla y…
Maldred se llevó un dedo a los labios.
La trompa calló, y las notas fueron reemplazadas por un discordante conjunto de gritos; eran palabras tan apresuradas y superpuestas que Maldred no consiguió entenderlas. Junto a las voces humanas se escuchaban las voces sibilantes de los dracs. Alargó la mano hacia la espada a dos manos de su espalda, y la hoja chirrió en la enrejada vaina al ser extraída.
—No veo a Dhamon —musitó—. No puedo oír otra cosa que esos condenados gritos.
—¡Nura Bint-Drax! —exclamó alguien en el poblado por encima del estruendo—. ¡Viene Nura! ¡Nura! ¡Nura! ¡Nura!
El extraño nombre fue repetido una y otra vez, hasta que se convirtió en un cántico proferido por todos los humanos y dracs.
El sivak se apretó contra el tronco. En un principio, Maldred pensó que se acurrucaba como un animal atemorizado, pero había algo distinto en su rostro, una expresión casi humana. ¿Desprecio? ¿Repugnancia?