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Dhamon, su amigo Maldred y una guardia de cuarenta ogros fueron designados para escoltar el rescate, o más bien, eso fue lo que dijeron. En realidad, Dhamon y sus amigos se dirigían a las minas de plata de Sable, donde muchos de los ogros de Donnag eran obligados a trabajar como esclavos hasta la muerte. El cofre de monedas y joyas no era más que una artimaña para conseguir que ella y Rig los acompañaran y ayudaran, pues el caudillo ogro se había sentido impresionado por Fiona y las habilidades del marinero, y quería añadir sus armas a la misión. No fue hasta que llegaron al claro situado frente a las minas de plata que la joven descubrió que la habían engañado.

—Embaucada —siseó entonces a Rig, al rememorarlo todo con total claridad.

Debería haber abandonado a Dhamon y a los otros justo allí mismo, y aquella noche tendría que haber marchado hacia Shrentak. Pero aborrecía la esclavitud, de modo que había decidido ayudar a liberar a los ogros.

»Fui engañada por Dhamon, por gente en la que tenía fe.

Habían luchado contra dracs y draconianos para rescatar a los ogros, junto con un pequeño grupo de humanos y enanos retenidos también como esclavos. Terminada la batalla, se había aparecido una extraña criatura de cabellos cobrizos. Tras lanzar un hechizo que los había atrapado a ella y a Rig, se había arrollado alrededor de Maldred y lo había cambiado.

—Desenmascaradlo —había dicho la niña con voz espectral—. Ahuyentad el hechizo que pinta una hermosa forma humana sobre su horrible cuerpo de ogro. Dejad al descubierto al hijo de Donnag…, ¡el enemigo de mi señora!

Cuando la transformación se completó, Maldred medía más de dos metros setenta de estatura; se había convertido en un ogro más impresionante e imponente físicamente que cualquiera de aquéllos que los habían acompañado. Sus ropas humanas habían quedado hechas jirones, sin que apenas cubrieran su enorme cuerpo, y Fiona lo había contemplado anonadada. Aquel ser, el Maldred con aspecto humano, le había hecho sentir algo por él, había conseguido ganarse su confianza, le había hecho dudar de su amor por Rig.

—Mentiras —repitió entonces con amargura a su compañero—. Todo fueron mentiras. El rescate jamás fue mío. Maldred nunca fue humano. Dhamon jamás fue digno de confianza. Mentiras, mentiras. Todo ello…

Realizada su cruel tarea, la niña se había desvanecido en las nieblas de la ciénaga, llevándose la alabarda mágica de Rig con ella. Dhamon y Maldred habían anunciado que iban a escoltar a los esclavos liberados hasta Donnag; habían invitado a Fiona y al marinero a ir con ellos, ya que les parecía más seguro. Pero en lugar de ello, la solámnica se había adentrado en el pantano, seguida por Rig. Maldred y Dhamon los habían llamado durante un tiempo, hasta que sus voces se fueron apagando con la lejanía; los ruidos producidos por animales e insectos habían acabado por ahogar los gritos.

—Maldito sea Dhamon Fierolobo. —Fiona giró para reanudar su viaje—. Y también Maldred. Malditos sean todos ellos.

—Nunca me gustó realmente Dhamon —masculló Rig mientras se ponía en marcha junto a ella. Cuando llevaban recorrido un corto trecho, añadió en voz baja:

»Me gustaría recuperar mi alabarda.

El terreno era cenagoso, con una gruesa capa de lodo y plantas en descomposición, y les succionaba los talones a cada paso. Andar era una ardua tarea, pero las duras condiciones sólo servían para que Fiona se mostrara más decidida.

Una repentina ráfaga de viento surgió de la nada y extinguió la antorcha de la mujer. La negra oscuridad de la ciénaga de Sable alargó sus zarpas y los cubrió desde todas las direcciones. El aire se detuvo. El dosel de hojas sobre sus cabezas era tan espeso que no dejaba pasar el menor atisbo de la luz de las estrellas. Todo era de un intenso tono negro.

—¿Fiona?

—¡Chist!

—Fiona, no veo nada.

—Lo sé.

—Tampoco oigo nada.

—Lo sé. Ése es el problema.

Los insectos habían dejado de zumbar, y el silencio resultaba tan amedrentador como el calor, la oscuridad y la humedad del lugar. Un hormigueo punzante recorrió la columna vertebral de la solámnica, una sensación que sugería que alguien o algo los observaba; algo que podía ver sin problemas en esa oscuridad cavernosa.

Rig nunca se había considerado un hombre que se asustara con facilidad. Sentía un respetable temor a los dragones y a las violentas tormentas en alta mar, pero a pocas cosas más. En ese momento, no obstante, experimentaba un miedo horrible y opresor. Consideró la posibilidad de agarrar a Fiona y retroceder, y se preguntó si podría siquiera ser capaz de desandar lo andado y encontrar el camino de regreso al claro de las minas de plata.

Tal vez aún podrían alcanzar a Dhamon y a Maldred. El marinero sabía que su compañera también debía estar asustada. Odiaba la idea de reunirse de nuevo con aquellos dos, pero sería la acción más prudente, ya que era un suicidio permanecer allí prácticamente indefensos en las tinieblas.

Los insectos reanudaron su constante zumbido, y el irritante sonido hizo que ambos respiraran algo más aliviados.

—No veo nada en absoluto, Fiona —refunfuñó Rig—. Ni siquiera la mano colocada frente a mi rostro. Quizá deberíamos regresar al claro y conseguir unas cuantas antorchas. A lo mejor hay algunos faroles en las minas. Puede ser que también un poco de comida. Marchamos con demasiada rapidez, sin recoger nada para comer.

—No. No. No.

—Fantástico. —El hombre exhaló con fuerza, dejando que el viento silbara por entre los apretados dientes.

—Tiene que haber un claro en alguna parte más adelante donde podamos ver. —Soltó la inútil antorcha y agitó la mano de un lado a otro, hasta que encontró a Rig y enlazó sus dedos con los de él.

Siguieron adelante como si estuvieran ciegos —rozando con el grueso tronco de una corteza peluda, avanzando penosamente a través de una charca de aguas estancadas— mientras sus rostros se crispaban en muecas de dolor cada vez que los matorrales de espinos les arañaban las piernas. Atravesaron una enorme telaraña y tuvieron que detenerse varios minutos para arrancarse la pegajosa masa.

—Sólo un poco más —susurró Fiona, decidida a poner más kilómetros entre ella y las minas de plata—. Más… lejos de Dhamon y Maldred.

Un enorme felino rugió a cierta distancia. Más cerca, algo siseó. Justo encima de sus cabezas, crujió una rama, a pesar de que no soplaba ninguna brisa en la ciénaga. Un hedor flotaba en el aire, tal vez proveniente de algún animal grande en descomposición no muy lejos de allí. Se percibía el fuerte olor acre de plantas putrefactas en el mantillo del cenagal. El aire caliente y el general ambiente opresivo de esa inmensa ciénaga provocaron arcadas a la mujer.

—Un poco más lejos, Rig. Sólo un poco…

—Hace tanto calor —respondió él.

El marinero escuchaba un ave con un curioso canto gutural, ranas que croaban ruidosamente, algo que producía un rítmico cloqueo. Deseó que soplara algo de brisa, otra solitaria ráfaga de viento, cualquier cosa que agitara un poco el aire.

Fiona aminoró el paso; su cuerpo empezaba a admitir la fatiga contra la que se rebelaba su mente. Avanzaron a trompicones sobre troncos y enredaderas caídas, y tantearon a ciegas por entre grupos de sauces. Una abertura en el dosel que se extendía en lo alto pintó el mundo de cambiantes grises.

Rig se dio cuenta de que no se trataba de la luz de las estrellas, pues el pedazo de cielo empezaba a clarear, encaminándose hacia el amanecer. No obstante, fue un cambio bien recibido, aunque fuera breve. Dejaron atrás la abertura para sumirse de nuevo en las tinieblas, y de improviso el hombre se puso alerta, oprimiendo con suavidad la mano de Fiona.

—¿Qué? —preguntó la mujer.

—Oigo algo.

—¿Maldred? ¿Dhamon?