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—Nura. Nura. Nura.

En la parte delantera del corral, Dhamon había conseguido recuperar el conocimiento y se encontraba entonces de pie junto a Maldred. Ambos hombres contemplaban con expresión estúpida a la chiquilla, que se hallaba en mitad de un segundo conjuro. Uno de los sirvientes humanos hizo una reverencia ante la pequeña y le entregó un blanquecino cuenco de madera.

La voz de la niña cambió de tono, y sus indescifrables palabras fluyeron con mayor rapidez. El drac llamado Aldor empuñó un cuchillo y tomó el cuenco que sostenía Nura, que aparecía curiosamente ennegrecido entonces, como si lo hubieran colocado en una hoguera. Con un sordo gruñido, el enorme drac se encaminó hacia el encadenado sivak.

—No puedo moverme —se quejó Maldred— ni un centímetro.

—Mis pies parecen de plomo —coincidió Dhamon, que no apartó los ojos de Nura—. Dicen que crea dracs con la sangre de auténticos draconianos —indicó, pensativo—, pero hace falta un hechizo complicado. Es necesario un dragón señor supremo para lanzar el conjuro, para darle un poco de su esencia. No hay un dragón, y mucho menos un señor supremo, en un radio de varios kilómetros alrededor de este poblado. La escama de la pierna me lo habría indicado si hubiera uno cerca. No me gusta nada todo esto.

El drac llamado Aldor realizó un profundo corte en el pecho del sivak y sostuvo el cuenco cerca del draconiano para que la sangre cayera dentro. El prisionero no pudo hacer absolutamente nada por repeler al drac, y cuando la sangre se convirtió en un hilillo y el recipiente quedó lleno, la criatura regresó junto a Nura, apartando las víboras que hallaba a su paso.

La chiquilla había puesto los ojos en blanco y abría y cerraba los párpados a gran velocidad. Su voz era distinta entonces, más veloz, más sonora, sin parecer ya la de una niña, sino la de un adulto. El tono era seductor.

Todos parecían subyugados por la voz de Nura, y la mayoría entonaban su nombre. Incluso Maldred se vio afectado. Dhamon necesitó de toda su concentración para no prestar atención a sus palabras, pero por mucho que lo intentaba no conseguía mover los pies; apenas era capaz de crispar los dedos bajo la mágica telaraña de la niña.

—Lucha contra ello —le dijo quedamente a Maldred—. Necesitamos tu magia para salir de aquí. No la escuches, Mal. Podría convertirnos a todos nosotros en dracs.

—Sólo a ti, hombre de cabellos oscuros —corrigió un drac situado a poca distancia—. Únicamente los humanos tienen la dicha de poder ser transformados en dracs. El resto serían… abominaciones.

La criatura le sostuvo la mirada a Dhamon, que contempló cómo Aldor alargaba el cuenco a Nura. Los ojos de la niña aparecían muy abiertos y oscuros, y revoloteaban, veloces, entre Dhamon y Maldred. Nura sumergió los dedos en la sangre del sivak y la removió con rapidez mientras seguía recitando incomprensibles palabras. Su voz perdió velocidad, y al mismo tiempo el sivak empezó a agitarse. Los músculos de los brazos y las piernas del draconiano comenzaron a saltar al compás de los movimientos de los dedos de la chiquilla.

Una transparente neblina roja surgió del cuenco que Nura sostenía, fluyó hacia el suelo y se deslizó despacio en dirección al corral.

La bruma se tornó más densa y oscura, hasta adquirir primero el color de la sangre y luego volverse casi negra. Unos zarcillos se enroscaron como serpientes alrededor de las piernas de los ogros y de Dhamon y Maldred. La neblina, fría y húmeda, mitigaba un poco el calor de la ciénaga, pero absorbía al mismo tiempo las energías de los prisioneros.

Dhamon sintió la fatiga, que le pesaba como una capa de invierno. La bruma se arrolló con más fuerza a su alrededor y se filtró bajo su piel. Intentó quitársela de encima y siguió concentrando sus pensamientos, arrojando a la niña fuera de su mente, imaginando que era libre.

—Puedo moverme —consiguió decirle, por fin, a Maldred, jadeando— un poco.

El grandullón contemplaba con fijeza a Nura.

—Yo apenas puedo hablar —repuso con voz ronca.

—Lucha contra ello. Hemos de salir de aquí.

—Ella es más fuerte que yo.

—Lucha contra ello, o somos hombres muertos.

Cuando la bruma alcanzó sus cinturas, Maldred había conseguido ya mover las manos, y empezó a gesticular con los dedos para tejer su hechizo.

—Todo es tan difícil.

—Por el poder del Primogénito —declaró Nura—. Por la voluntad de los Antiguos. Dame la fuerza para cumplir tus órdenes.

La neblina que envolvía a los prisioneros se espesó hasta adquirir la consistencia de arenas movedizas. La escama de la pierna de Dhamon empezó a calentarse, pero la sensación no empeoró. Unas imágenes centellearon en la cabeza del hombre; eran enormes ojos amarillos rodeados de tinieblas. ¿Un dragón? Existía una inteligencia en los ojos, y percibía algo más, pero no podía ponerle nombre.

—Por el poder del Primogénito —repitió Nura.

De nuevo, centellearon los ojos de dragón en la mente de Dhamon, y el rostro de la niña se reflejaba en ellos. Parpadeó furiosamente, deshaciéndose de la imagen al mismo tiempo que intentaba desterrar la pereza que amenazaba con dominarlo.

Maldred mascullaba entre dientes y en voz baja, y movía las manos a más velocidad. El gigantón arriesgó una mirada a la parte posterior del cercado, pero apenas consiguió distinguir a Rikali y a Varek, que permanecían hombro con hombro y no se movían; a continuación, su atención se vio atraída de nuevo hacia Dhamon, que había quedado totalmente rodeado por la niebla.

La garganta y el pecho de Dhamon se contrajeron. Parecía como si alguien hubiera introducido la mano en su interior y le oprimiera el corazón. A través de la bruma, bajó la mirada hacia su pecho. Allí había un símbolo garabateado en sangre. Era curioso, pero no había sentido nada, ninguna herida, y al atisbar a su alrededor, bizqueando por entre la neblina, vio el mismo símbolo en los pechos de los elfos, de los enanos y de Maldred.

—Mmm… mmm… —Dhamon intentaba decir «Maldred», pero todo lo que consiguió proferir fue un sonido ahogado.

Los ojos de Dhamon se abrieron de par en par cuando vio cómo los símbolos situados sobre un ogro cambiaban de forma. La sangrienta imagen se convirtió en un dibujo de escamas: pequeñas y negras que se extendían hacia el exterior. Empezó, entonces, a frotarse el símbolo de su propio pecho, pero las figuras en forma de escama también aparecían en él.

Volvieron a centellar imágenes tras sus ojos: las apagadas órbitas amarillas de una enorme hembra de Dragón Negro, con la niña reflejada en ellas, sonriente. A través de las imágenes y la neblina mágica siguió restregando el símbolo del pecho, luchando contra la antinatural fatiga al mismo tiempo que hundía los dedos por debajo de las escamas para arrancarlas desesperadamente.

«¡No me convertiré en drac! —Quiso chillar las palabras, pero las oyó sólo en su mente—. ¡Moriré primero!».

Hubo más cánticos, suaves al principio, procedentes del extremo más alejado del poblado. En ese momento, los sirvientes repetían: «Nura. Nura. Nura Bint-Drax». La canción fue recogida por la mayoría de los que se encontraban en el corral junto a él.

«¡Esto no puede estar sucediendo! ¡No es posible!», gritó la mente de Dhamon, y de improviso, encontró su voz.

—¡No hay ningún dragón en este poblado! ¡Sólo un señor supremo puede crear dracs! —se oyó gritar.

Por entre la neblina que seguía elevándose y una abertura en los cuerpos mutantes, Dhamon vio sonreír a la niña, que detuvo el conjuro el tiempo suficiente para sostenerle la mirada.

—El dragón se encuentra en todas partes —anunció Nura.