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Dhamon escuchó las palabras de la niña por encima de los cánticos de los aldeanos y el siseo de los millares de serpientes.

—Nura. Nura. Nura. —Los cánticos aumentaron de volumen—. Nura Bint-Drax.

—Soy un recipiente —continuó, hablando sólo a Dhamon—, alguien a quien la hembra de Dragón Negro concede poder.

«Un recipiente», se dijo Dhamon. Él fue en una ocasión un recipiente para la señora suprema Roja debido a la escama de su pierna, y si el vínculo no se hubiera roto, él seguiría siendo un peón de Malys. Entonces, tal vez, se convertiría en un peón de la señora suprema Negra.

—Me concede poder para crear dracs —insistió la niña, cuya voz sonó burlona—, pero yo prefiero lo que vosotros llamáis abominaciones: creaciones singulares, interesantes y totalmente leales. Por desgracia, tú eres humano, Dhamon Fierolobo, de modo que serás un drac y no una abominación.

Dhamon oyó cómo Maldred jadeaba de dolor a su espalda.

Alrededor de ambos, algunos de los ogros se transformaban con mayor rapidez que los elfos y los enanos. Uno en particular atrajo la atención de Dhamon, y su imagen lo llenó de terror. Las escamas se extendieron rápidamente hacia el exterior desde el dibujo del pecho y corrieron como agua por los brazos y las piernas; mientras, el rostro iba creciendo y desarrollando un hocico que recordaba al de un equino. Dos colas brotaron de su trasero: una roma y gruesa, y la otra larga como una serpiente. En el extremo de esta última, la boca de un ofidio chasqueaba y siseaba, intentando morder con furia a las otras criaturas mutantes que la rodeaban. Unas alas cortas se desplegaron de entre los omóplatos del ogro, festoneadas como las de un murciélago, pero membranosas como las de una libélula. El ser echó hacia atrás la cabeza deforme y aulló.

A un semielfo situado a poca distancia, le estaba creciendo un segundo par de brazos, y chirriaba presa de un dolor insoportable al mismo tiempo que arañaba la neblina que jugueteaba con sus cada vez más largas garras.

El aire estaba inundado de siseos, de gritos de rabia e incredulidad. Se escucharon unos cuantos chillidos en la lengua de los ogros que Dhamon no comprendía y algunos que, según sabían, eran profundamente sacrílegos. También se produjeron chasquidos y estallidos procedentes de extremidades que cambiaban o de nuevas que hacían su aparición. Los huesos se partían a causa de la tensión, y los cuerpos se tornaban anormalmente grandes, pesados y deformes.

Maldred profirió un rugido gutural, y Dhamon chilló. La transformación producía un dolor intenso, peor que el que había experimentado con la escama de su pierna, y allí donde las escamas se extendían por su pecho, parecía como si su piel estuviera ardiendo.

—¡No! —chilló al mismo tiempo que dedicaba todos sus esfuerzos a arrancarse las escamas.

Moviéndose lentamente, Dhamon intentaba salir de la bruma y alejarse del nefando conjuro de la niña. Pero tenía las piernas pegadas al suelo y resultaba difícil trasladarse, de modo que sólo conseguía avanzar unos centímetros cada vez. Por el rabillo del ojo, vio que los dedos de Maldred seguían retorciéndose y cómo la bruma se aclaraba alrededor de las manos del fornido ladrón.

—Qu…, qué…

Dhamon intentó decir más, pero se encontró con la falta de cooperación de su lengua, que sentía gruesa y seca. Miró al suelo, estremeciéndose al ver cómo fluían más escamas diminutas de la escama de dragón de su pierna.

—Dhamon, estoy poniendo todas nuestras esperanzas en Riki y en Varek —consiguió decir Maldred, y cerró con fuerza las manos, que empezaban a tornarse más gruesas y negras.

Por un instante, a Dhamon le pareció que el apuesto rostro humano de su viejo amigo sonreía. Luego, el color rosado desapareció y se tornó azul. A su vez, la cabellera se convirtió en una encrespada melena blanca a medida que Maldred se transformaba en el mago ogro que realmente era, el hijo único de Donnag. Se levantó por encima de todos los que se hallaban en el corral, y por su cuerpo se extendieron escamas negras, que corrieron por el pecho y ascendieron por el cuello.

Su rostro se alargó para formar un hocico draconiano, y una gruesa cresta brotó por encima de los ojos. Maldred hizo una mueca mientras daba un paso al frente sobre unas piernas que se tornaban gruesas como troncos, con venas arrolladas a su alrededor al igual que enredaderas. Sus pies crecían, y de ellos, brotaban zarpas, y surgían crestas espinosas de sus rodillas y codos. Y las manos, que ya no podían seguir siendo puños, se alargaban al mismo tiempo que un doble conjunto de zarpas emergía del lugar donde habían estado los dedos.

—Espero que Riki pueda…

No salieron más palabras de la boca de Maldred. En su lugar, una larga lengua bífida surgió veloz al exterior para lamer sus labios bulbosos. Siseó, y sus armas se agitaron en el aire, derribando a otro ogro al que le estaba creciendo ya un tercer brazo. Lanzó el brazo izquierdo contra Dhamon, al que golpeó con fuerza en el pecho, de manera que su amigo salió despedido varios metros hacia atrás en dirección a la parte posterior del corral.

«¿Ha sido un acto deliberado?», se preguntó Dhamon mientras se incorporaba penosamente y sin aliento, y contemplaba los barrotes a través de rendijas en la cada vez más espesa neblina.

«Tienes que salir de aquí. ¡Muévete!».

Todos los ogros, los enanos y los elfos se hallaban en pleno proceso de transformación. Ninguno había escapado al horrendo conjuro de la chiquilla, y ninguno tenía el aspecto de antes, a excepción de Riki y de Varek, que estaban acurrucados en el fondo mismo del redil y continuaban indemnes hasta el momento.

A un enano le estaba creciendo una segunda cabeza encima de la primera; otro, doblándose sobre sí mismo, se tornaba grueso y achaparrado, en tanto sus brazos se convertían en otro par de piernas y lo obligaban a andar como un perro. Al semielfo que Dhamon tenía más cerca le habían salido cuatro ojos, y el ogro más delgado era tal vez el que mostraba un aspecto más aterrador, pues se había vuelto más delgado aún y parecía una piel cubierta de escamas extendida sobre un esqueleto. Los huesos amenazaban con abrirse paso a través del tejido, y un par de alas esqueléticas brotaron de su espalda, agitándose y chasqueando, pero sin ofrecerle la oportunidad de salir volando.

Dhamon cerró los ojos e intentó moverse más deprisa. Retrocedió unos pasos arrastrando los pies, y fue a chocar contra algo que parecía tan sólido como un muro de piedra, sólo que el muro respiraba y resollaba, pues se trataba de otra criatura en plena metamorfosis. A Dhamon los brazos y las piernas le dolían terriblemente, y estaba seguro de que estaban creciendo o cambiando.

«¡Tengo que huir! —se dijo mientras avanzaba a ciegas—. Huir. No puedo volver a servir a un dragón». Sus pensamientos empezaron a embotarse, y percibió que su mente era reemplazada. «Hambre —reflexionó—. Tengo hambre. Fuerte. Soy fuerte. ¿Qué es lo que deseas Nura? ¡Mírame, Nura! Nura. Nura. Nura Bint-Drax».

—¡No! —volvió a gritar, con voz más profunda y que le resultaba desconocida—. ¡Por todos los dioses desaparecidos, no!

—¡Varek! —susurró Rikali, parpadeando con furia—. Varek, puedo moverme.

Había desviado la mirada de las criaturas que se transformaban, incapaz de soportar lo que les estaba sucediendo.

—También yo —replicó el aludido en voz apenas audible—, pero no estoy seguro del porqué.

—Fue Maldred —respondió ella mientras se movía despacio junto con Varek por entre las tablillas de la parte posterior del corral, esperando que la bruma ocultaría su huida—. Me pareció ver cómo lanzaba un conjuro. ¡Cerdos, la de veces que le he visto hacer magia! Tiene que ser el motivo por el que estamos libres.

Una vez fuera del cercado, Varek soltó una tablilla, que se echó al hombro como si fuera un garrote. Entregó a Riki los pequeños cuchillos que había dejado caer y luego había recogido del suelo, y por un momento pensó en agarrar a la semielfa y salir corriendo. Pero ésta se alejaba ya de su lado, rodeando el corral, del que iba soltando tablillas mientras andaba. Abriéndose paso por entre la alfombra de serpientes, dirigía su marcha hacia la niña.