—¡Nura! —chilló la semielfa—. ¡Detén tu conjuro! ¡Deja a estas gentes en paz!
Varek farfulló una plegaria a un dios desaparecido y fue tras ella.
Nura se quedó estupefacta, pues absorta en las abominaciones que estaba creando, no se había dado cuenta de que dos de sus víctimas escapaban.
Algunas de las criaturas que se transformaban salieron del corral. Unas pocas que apenas habían empezado a cambiar huyeron a través de las tablillas rotas hacia el interior de la jungla, y algunos dracs fueron tras ellas a instancias de Aldor. Otros dracs intentaron reunir a las criaturas en plena transformación dentro de los límites de la neblina roja, para que el conjuro pudiera acabar de modificarlas.
—¡La chiquilla! —gritó Rikali a Varek—. ¡Hemos de coger a la chiquilla! ¡Hemos de conseguir que se detenga!
—¡No! —chilló Varek al mismo tiempo que la apartaba de un empujón—. Riki, sal de aquí. Yo me ocuparé de la niña.
La semielfa sacudió la cabeza, desafiante, pero no consiguió atrapar al joven, y al cabo de un segundo se encontró cara a cara con un drac que le cortaba el paso.
—¡Cerdos!, mira que eres horrible —escupió ella.
Se agachó para esquivar las zarpas que intentaban atraparla y le acuchilló las patas con los pequeños cuchillos.
Unos cuantos metros más allá, Varek se enfrentaba a Aldor. El enorme drac cubrió con suma eficacia a Nura a la vez que escupía una gota de ácido en dirección al muchacho. La criatura sonrió, satisfecha, cuando éste lanzó un grito de dolor, y profirió una profunda y seca carcajada cuando su contrincante cayó de rodillas.
Nura se concentró en el hechizo y, ensimismada, no vio a Rikali. La semielfa había eliminado al drac con el que estaba peleando y se acercó a la niña por detrás. Apuntó rápidamente con una de las pequeñas dagas y la hundió hacia abajo; clavó la hoja en la espalda de la chiquilla, que lanzó un chillido de sorpresa. El cuenco cayó de sus manos, y fue a estrellarse contra el suelo, salpicando sus piernas con sangre de sivak.
—¡Estúpida! —exclamó Nura, dejándose caer al suelo para enderezar el recipiente e intentar devolver a su interior la sangre que se escapaba. La hechicera hizo caso omiso del arma que sobresalía de su espalda—. ¡No tienes ni idea de lo que has hecho! Has estropeado mi magia. ¡Morirás ahora! ¡Tu vida me pertenece! ¡Aldor!
El drac dio la espalda a Varek, y con las zarpas extendidas y el pecho hinchado, escupió a la semielfa con su venenoso aliento.
Al mismo tiempo, Varek se incorporó como pudo y cargó de manera torpe contra el ser. Bajando el hombro, se estrelló desmañadamente contra el drac, al que derribó e impidió que diera en el blanco. Riki aprovechó la situación, se lanzó al ataque y acuchilló a Aldor con el arma que le quedaba. Varek blandió el improvisado garrote sobre el brazo extendido de su adversario.
—¡Varek! ¡Detén a la niña! —gritó su compañera—. ¡Yo puedo ocuparme de este bruto!
Nura había terminado de recoger en el cuenco tanta sangre como le había sido posible y procuraba febrilmente revigorizar el conjuro, sin prestar atención a Varek y la semielfa, situados tras ella.
—¡Varek! —chilló Riki—. ¡La niña!
El joven abandonó de mala gana la contigüidad de su compañera y, aproximándose a Nura, blandió el garrote contra la nuca de la hechicera.
—¡Maldita niña! —gritó para dar más énfasis a su acción—. ¡Vete directamente al Abismo!
El golpe apenas desconcertó a Nura, aunque quedó bien patente que la hechicera se sintió muy enojada ante esa segunda interrupción. El aire se pobló de ruidos: los cánticos, los alaridos y los gritos de las abominaciones, y el siseo de los reptiles que serpenteaban alrededor de todos ellos.
—¿Cómo puedes seguir en pie? —preguntó Varek.
El muchacho se echó el arma hacia atrás otra vez, apuntaló los pies y arriesgó una breve mirada al corral mientras volvía a descargar un golpe. El horripilante espectáculo estuvo a punto de hacer que soltara el palo.
Unos cuantos ogros y enanos se habían transformado por completo. Uno tenía seis brazos y una única y larguísima ala que aleteaba enloquecida y amenazaba con enredarse entre sus tobillos. Otro mostraba un brazo que pendía inerte de la parte central del pecho. Otros eran… algo mucho peor.
—Monstruos.
Varek se estremeció, golpeando ciegamente una y otra vez a la pequeña, que parecía insensible a sus golpes.
—¡Debo finalizar el conjuro! —maldijo ésta—. ¡Están atrapados en medio del hechizo!
Las grotescas criaturas se asestaban golpes unas a otras, víctimas del dolor y la demencia. El ogro de aspecto esquelético lanzó un aullido cuando uno de sus compañeros le arrancó las alas, y una lluvia de sangre y ácido cayó sobre todos ellos. Un ser con dos cabezas intentaba morder a una bestia deforme que andaba a cuatro patas, y un enano salpicado de escamas había hundido la cabeza entre las manos y lloraba de un modo irrefrenable. Mientras Varek observaba, el enano fue ensartado por las largas garras de uno de sus compañeros.
—Se están matando unos a otros —manifestó, atemorizado.
—¡Se han vuelto locos! —exclamó la niña—. Debo finalizar el conjuro. ¡Aldor! ¡Mata a la elfa! ¡Luego, acaba con esta pulga que me importuna!
—Drac mata a elfa —declaró Aldor, y sus ojos centellearon, siniestros.
—Soy una semielfa —replicó Rikali, desafiante.
Se agachó cuando el ser soltó su aliento, y la gota de ácido pasó por encima de su cabeza y se cubrió de niebla a su espalda. Sin detenerse, la mujer se incorporó de un salto y lanzó una estocada con el cuchillo, cuya punta se hundió en el pecho de Aldor. Insistió en su ataque, intentando empujar al drac hacia atrás contra Nura, que estaba ocupada removiendo de nuevo la sangre del draconiano y hacía caso omiso de Varek.
El drac se agachó a ras de suelo cuando Riki atacó, extendió de par en par los brazos e intentó agarrarla; pero la semielfa era veloz: efectuó un regate, levantó el cuchillo y lo clavó en la garganta de su oponente. La mujer cerró con fuerza los ojos y volvió la cabeza, y al cabo de un instante, el enorme drac se disolvió en una nube de ácido que cayó sobre Varek y Nura.
—¡No! —aulló la niña. El ácido se mezcló con la sangre del sivak y chisporroteó en el interior del cuenco de madera—. ¡Nooooooo!
Sólo dos de sus valiosos dracs se hallaban en las proximidades, pues las criaturas en proceso de transformación habían conseguido eliminar a varios en su enloquecida furia. Nura hizo señas a sus sirvientes.
—¡A mí! —chilló—. ¡Deprisa, dracs míos!
En el interior de lo que quedaba del corral, sólo permanecían en pie una docena de criaturas. Dhamon había conseguido abrirse paso por entre los barrotes, y entonces rodó hasta quedar de espaldas. Tosió en un intento de eliminar de sus pulmones los últimos restos de la neblina roja. Se palpó el pecho, que estaba marcado por heridas frescas. Éstas indicaban los lugares de los que se había arrancado escamas, y los dedos revolotearon velozmente sobre la piel a fin de localizar más; luego, se dedicó a extraer un par situado cerca de la cintura. Recobradas las fuerzas, se levantó pesadamente y retrocedió, deseoso de poner una mayor distancia entre su persona y el cercado. La ciénaga estaba tan cerca de su espalda que resultaría fácil perderse en su interior. Perderse. Salvarse.
—Maldred. —Pensar en su amigo fue lo único que le impidió a Dhamon salir huyendo—. Tengo que despejar mi cabeza —se dijo en voz baja—, concentrarme. —Todavía conservaba pensamientos de poder, de hambre, de servir a Nura Bint-Drax—. Nura. Nura. Nura —se escuchó decir—. ¡No!
Centró sus pensamientos en Maldred y en Rikali. Contempló con atención la grotesca reyerta, pero todo lo que vio fueron criaturas repulsivas y deformes, y todo lo que oyó fueron sus chillidos mientras luchaban unas contra otras.