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«Monstruosidades como yo —pensó Dhamon—, que me siento menos humano con cada semana que pasa».

Retiró los vendajes y echó una mirada a las heridas de las piernas y el pecho, que sanaban excepcionalmente bien. Tampoco se notaba cansado, a pesar de haber disfrutado tan sólo de unas pocas horas de sueño tras la prueba por la que había pasado. Las extremidades ya no le dolían, y se sentía estupendamente.

Su sentido del olfato era más agudo de lo normal, lo que le provocaba un cierto malestar. La empalagosa hediondez agridulce procedente de los cuerpos en descomposición se mezclaba con la porquería del corral, el sudor de sus camaradas y el de los aldeanos, los charcos de sangre seca y medio seca, y el mal olor de la ciénaga.

Dhamon se puso en pie, teniendo buen cuidado de no despertar a los otros; no porque le preocupara su bienestar y necesidad de descanso, sino porque no quería tener que tratar con ellos en aquellos momentos. Sin dejar de vigilar a los aldeanos sentados junto a la hoguera, se encaminó con paso resuelto en dirección a una choza situada unos metros más allá; se introdujo en el interior y sacó una caja. Mientras los aldeanos, sorprendidos, observaban y murmuraban, él desenvainó su larga espada y forzó la tapa para tomar un buen trago del contenido. El vino inundó sus sentidos con un intenso sabor a moras.

Se enderezó y escuchó cómo el portavoz del poblado protestaba, indignado, ante sus compañeros. Les dijo que había que detener a Dhamon, que no se le debía permitir que cogiera nada de las cabañas, pues no tardarían en ser ocupadas por dracs, los preciados hijos de Sable. Nura Bint-Drax se preocuparía de que Polagnar se repoblara con aquellas criaturas; ella se cuidaría de que el profanador de cabellos negros y sus amigos fueran castigados.

Para fastidiar a aquel hombre, Dhamon volvió a entrar en la cabaña y sacó varios paquetes más. Hurgando en su interior a la vista de los aldeanos, encontró ropas que le iban bien, y se puso unos pantalones y una túnica solámnica que estaban desgastados pero bien confeccionados. Volvió la túnica del revés para que no se viera el emblema. Introdujo, luego, unas cuantas mudas de ropa dentro de una mochila de cuero blando, incluidas dos camisas que parecían prácticamente nuevas. Se echó la bolsa al hombro y, a continuación, se encaminó hacia la fogata.

En un santiamén, los hombres se pusieron en pie, intercambiando nerviosas miradas, aunque dejaron de murmurar en cuanto Dhamon dejó caer la mano libre sobre el pomo de la espada.

—En alguna parte, tenéis suministro de agua potable aquí. —Se dirigía al portavoz, clavando la mirada, amenazador, en los ojos del hombre—. Hay al menos una docena de odres vacíos en esa cabaña. —Señaló con la mano la construcción que había estado saqueando—. Los quiero todos llenos de agua potable antes del amanecer. Quiero dos morrales de comida. Frutas y nueces a ser posible, nada de esa carne de serpiente que parece que os gusta tanto preparar.

—Nnno haremos tal cosa. —El más joven de los reunidos hinchó el pecho—. ¡Nnno vamos a ayudar a gente como tú, que va en contra de Nura Bint-Drax! ¡Al infierno contigo!

Dhamon desvió su mirada amenazadora hasta el hombre.

—Os ocuparéis de ello ahora, muchacho. O tal vez te gustaría compartir el destino de esos otros. —Indicó con la cabeza en dirección a los cadáveres y dio un golpecito con el pulgar sobre el pomo de su arma—. Os ocuparéis de nuestras provisiones, y nos marcharemos enseguida. Vosotros mantendréis el pellejo intacto, y Polagnar volverá a ser vuestro. Podréis limpiarlo todo para el próximo grupo de dracs que aparezca.

—Nura Bint-Drax os dará caza —replicó en voz baja el hombre más joven; su voz temblaba pero sus ojos mostraban una expresión desafiante—. Os hará pagar por lo que habéis hecho. Os servirá a la hembra de dragón como alimento.

—Tal vez sea yo quien dé caza a Nura Bint-Drax —respondió Dhamon mientras se terminaba el vino y dejaba caer la botella vacía a sus pies—. Sólo faltan unas pocas horas para el amanecer. Yo me daría prisa con esas tareas si estuviera en tu lugar.

Giró sobre los talones y registró las chozas que no había visitado aún; se tomó su tiempo, y de vez en cuando, dirigía ojeadas a los hombres de la aldea para asegurarse de que realmente reunían las provisiones que había solicitado. Encontró otros varios escudos y armas de Caballeros de Solamnia, así como capotes y capas que habían sido convertidos en ropa de cama. Todo lucía los emblemas de la Orden de la Rosa y de la Espada. Sólo había unas cuantas piezas de armadura intactas, y éstas eran piezas de las piernas y los brazos llenas de marcas del ácido de los dracs. Encontró también otras prendas solámnicas infestadas de agujeros y cortes efectuados por zarpas más que por espadas. Era evidente que una o dos unidades de Caballeros de Solamnia habían combatido contra los dracs, y tal vez los que sobrevivieron fueron transformados en tan horrendas criaturas.

Dhamon se encogió de hombros, alejó todas aquellas ideas como algo que no era de su incumbencia y siguió hurgando entre las pertenencias de los caballeros. Descubrió media docena más de medallones de plata de Kiri-Jolith, y decidió quedarse uno que llevaba diamantes. Había casi veinte anillos todos de oro, con rosas grabadas, y uno tras otro fueron a parar al interior de las bolsas. Se ató una bolsa al cinturón y luego introdujo otra en su bolsillo, esta última llena a rebosar con monedas de acero.

Realizó un viaje de vuelta a las cajas de vino. Guardó seis botellas cuidadosamente envueltas para que no se rompieran en una mochila, y se llevó una séptima de regreso a la cabaña donde estaban sus compañeros. Arrancó el tapón con los dientes y bebió un buen trago, agradecido de que diluyera el hedor del lugar. Se acordó, de repente, del morral lleno de vino que había dejado caer tras el matorral de guillomo, pero sabía que no existía motivo para ir a recogerlo teniendo tanta cantidad allí.

Maldred y Varek seguían roncando. Rikali volvió a despertarse y se dedicó a observar mientras Dhamon recogía un pequeño cofre que se encontraba al pie de la cama. El hombre le hizo una seña para que saliera al exterior, y ella lo siguió, teniendo buen cuidado de no despertar a Varek al pasar.

El cielo empezaba a clarear, y cuando la semielfa alzó la mirada se encontró con un trío de garzas azules que sobrevolaron el claro y se perdieron de vista.

—El alba —susurró—. Creo que ésta es la hora que más me gusta. El cielo aparece todo rosado durante un breve espacio de tiempo, como un beso. Luego, el cielo se torna azul por completo.

Rikali bajó la mirada hacia Dhamon, que estaba sentado en el suelo e intentaba abrir la cerradura del cofre con una daga de empuñadura de coral.

Con un leve esfuerzo, consiguió abrir la tapa y empezó a revolver las gemas que encontró en el interior. Rikali le había enseñado cómo descubrir defectos en las joyas, y extrajo las de más valor: principalmente, granates, zafiros y esmeraldas. Un jacinto del tamaño de un pulgar atrajo su mirada. Atiborró la bolsa vacía con todo ello, luego la ató a su cinturón, y tras llenar el otro bolsillo con las gemas más pequeñas, agarró una muñequera de oro batido tachonado de piezas de jade y turmalina, y lo encajó en su brazo. Una gruesa cadena de oro no tardó en colgar de su cuello.

—Son bonitas. —Riki contemplaba con fijeza las gemas como si estuviera hipnotizada, pero no hizo el menor gesto para tomar nada—. No son demasiado valiosas, en realidad —continuó.

Su compañero sostuvo en alto un topacio casi del tamaño de una ciruela.

—Sí, es bonito, pero a todas luces imperfecto. No obstante, nunca se tienen demasiadas gemas. Y por lo tanto…

Ésa y varias otras piezas las añadió a la segunda bolsa de monedas que colgaba fláccida a su costado. Tropezó con un brazalete de plata batida con incrustaciones de pedacitos de jade, y se lo arrojó a la semielfa.