Él negó con la cabeza, pero entonces comprendió que ella no podía verle.
—No lo creo. No parecen botas. ¿Lo oyes? —Su voz era tan baja que su compañera tuvo que esforzarse por oírla—. Creo…
Le soltó la mano y se alejó unos pasos de ella; luego, desenvainó la espada y giró en un amplio arco. La hoja del arma, silbando en el aire, rebotó en… algo. ¿Madera? ¿Un árbol? ¡El marinero necesitaba desesperadamente ver!
Se escucharon más crujidos a un lado, esa vez seguidos por un gruñido que terminó en un sonoro siseo. Rig giró y, balanceando de nuevo el arma, golpeó algo más blando. Su enemigo invisible aulló, mientras el ligero ruido producido por el movimiento de las plantas indicaba que aquella cosa intentaba colocarse detrás de ellos. ¿A qué se enfrentaban?
—¡Fiona! ¡No te muevas de donde estás! —gritó—. No quiero acertarte a ti por error.
Oyó el leve rechinar de la espada solámnica al ser desenvainada, y se concentró en los sonidos sordos que se escuchaban frente a él, las hojas que eran apartadas a un lado. Giró en redondo sobre las puntas de los pies, siguiendo el sonido, y lanzó una estocada al frente. ¡Nada! Echó la espada hacia atrás y lanzó una nueva estocada más a su derecha. Otro alarido, y esa vez comprendió que había herido de gravedad a la criatura, pues una rociada de sangre ácida se esparció por el follaje y le salpicó el brazo.
—¡Oh! —gritó Rig—. ¡Fiona! Se trata de un infame draconiano. ¡No te muevas!
La mujer percibió ruidos en una dirección distinta, y trasladó el peso del cuerpo de un pie al otro, escuchando con atención.
—Dos draconianos, Rig —corrigió—. ¡No te muevas tampoco tú!
—No draconianosss —siseó una voz a la derecha de la solámnica—. Sssomosss dracsss.
—Draconianos, dracs, ¿qué diferencia hay? —escupió Rig—. Sois monstruos.
Fiona giró en redondo y, al hacerlo, dio un traspié con una raíz que sobresalía y salió despedida al frente. Pero sus dedos se mantuvieron firmes sobre el arma, que estaba extendida, y de algún modo consiguió alcanzar al drac. Se escucharon unos pasos pesados y una serie de gruñidos siseados, y la mujer se dio cuenta al instante de que había más de dos de aquellas criaturas.
¿Cuántos?
Se incorporó precipitadamente, balanceando la espada con energía para mantener a los seres apartados o, mejor aún, para conseguir herirlos. Volvió a rozar algo. Un rugido enfurecido dio testimonio de que se trataba de un drac, no del marinero, y al mismo tiempo sintió unas afiladas zarpas clavándose en su espalda. Se mordió el labio para no chillar.
—La mujer esss torpe —cacareó uno.
—Hombre torpe también —añadió otro.
—Por lo menos no soy feo —replicó Rig, que quería que Fiona escuchara su voz para que supiera dónde se encontraba—. Y vosotros sois tan feos que no hay palabras para describiros.
Si bien no podía verlos, sabía qué aspecto tenían: voluminosas criaturas con apariencia humana, dotadas de zarpas y alas, y cubiertas de lustrosas escamas negras.
Entonces se produjo un movimiento justo delante de él, y arremetió al frente, sintiendo cómo su espada se hundía en carne musculosa. Empujó el arma, hundiéndola hasta la empuñadura, y se encontró empapado de punzante ácido. Sabía que los dracs negros estallaban generando una explosión de ácido al morir, y se preguntó si el abrasador líquido dejaría cicatrices.
—¡Ha caído uno, Fiona! —anunció.
¿Cuántos faltarían? Sin una pausa, volvió a esgrimir el arma a ciegas una y otra vez, y acertó a otro, al que también mató.
«¿Cuántos hay?», aulló su cerebro.
Se escuchó otro sonido justo ante él de nuevo. Rig lanzó la espada hacia adelante y adivinó que había alcanzado a uno en el pecho. Aquél también estalló, y sobrevino un chorro de ácido. Al mismo tiempo, un drac situado a la espalda del marinero se adelantó y le mordió con fuerza en el hombro, agarrándole los brazos a la vez que intentaba echarlo al suelo e inmovilizarlo. Otro asestaba golpes a la espada, en un intento de arrancársela de la mano.
—Dracsss matarán hombre. Hombre no debería matar dracsss —siseó la criatura situada detrás de él—. Hombre no debería matar a misss hermanasss.
El ser volvió a morderle, y esa vez mantuvo los dientes bien clavados y no lo soltó.
Rig consiguió dirigir una estocada al frente y, pese a la oscuridad, dio en el cuerpo de otro drac. El arma se alojó con firmeza en la criatura. El marinero, cayendo de rodillas, liberó la espada con su peso al mismo tiempo que conseguía desasirse de las mandíbulas del adversario situado detrás de él. Forcejeando para incorporarse, blandió el arma en un arco dirigido hacia adelante y de nuevo fue recompensado con un aullido y una dolorosa lluvia de ácido, mientras a su espalda escuchaba a una criatura que huía abriéndose paso entre el follaje.
El marinero agitó el arma a su alrededor. No había más dracs ni árboles, sólo enredaderas que intentaban envolverlo. Volvió a girar y estuvo a punto de tropezar con la rama rota de un árbol. Alargando la espada para tantear el camino mientras avanzaba con cuidado, dejó atrás la rama y atravesó una zona de tallos y lodo.
—¿Rig? ¡Rig! —Fiona jadeaba, totalmente agotada y presa de terrible dolor debido al ácido abrasador liberado por el drac que había matado—. Se han ido. Están muertos o han huido. —Enfundó su espada y palpó a su alrededor hasta encontrar un árbol en el que apoyarse—. ¿Rig?
—Estoy aquí —fue la exhausta respuesta que le llegó—, sea aquí donde sea. Sigue hablando para que pueda localizarte.
Tuvieron que transcurrir varios minutos antes de que se encontraran al pie del mismo árbol. El hombre la ayudó a trepar, alegando que era más seguro encaramarse que descansar sobre el suelo. El ascenso fue una tortura, que tensaba heridas y músculos a los que ya se había exigido demasiado, pero de todos modos consiguieron llegar a las gruesas ramas bajas, aquellas sobre las que podían sentarse a horcajadas con las espaldas apoyadas contra el tronco. Vaciaron uno de los odres de agua intentando quitarse el ácido. Casi toda el agua restante la compartieron vertiéndola en sus gargantas.
—¿Sabes?, podría haber serpientes, o algo peor, en este árbol —indicó Fiona.
—La única cosa peor que una serpiente es Dhamon Fierolobo —fue la ronca respuesta de su compañero.
—Exacto. Maldito sea. Si no hubiera confiado en él, si no hubiera esperado que pudiera ayudarme…
—Fiona, con un poco de suerte no volveremos a verle.
—Sí, pero tal vez no debimos separarnos de ellos con tanta rapidez —reflexionó la mujer, cuya voz pareció un susurro desafinado—. No debería haber permitido que la cólera me guiara. Tal vez tendríamos que haber obtenido algo de comida primero y haber encontrado algunos odres de agua extra. A lo mejor… ¡Oh!, no sé.
Rig sabía que ella no podía ver cómo se encogía de hombros. Apoyó una mano en el pomo de la espada mientas pasaba el otro brazo alrededor de una rama para mantener el equilibrio. Cerró los ojos, y no obstante sus padecimientos y el insoportable dolor del hombro allí donde el drac lo había mordido, se quedó profundamente dormido en cuestión de segundos.
—Tenías razón, Rig: al menos no deberíamos haber abandonado el claro sin llevarnos unas cuantas antorchas —dijo Fiona al cabo de un rato—. No tendría que haber confiado en Dhamon. —Calló al escuchar que el marinero roncaba quedamente—. No debería haber dudado de ti —añadió en voz baja—. Realmente te amo, Rig.
Despertaron bien entrada la mañana, doloridos aún por la pelea y con las heridas supurando. Fiona insistió en que se pusieran en marcha de nuevo, antes incluso de que su compañero intentara siquiera encontrar algo que desayunar. El marinero decidió que podía esperar unas cuantas horas para comer, pero antes de que se dieran cuenta, el día ya se había desvanecido. Cuando la luz empezó a apagarse, buscaron otro árbol en el que pasar la noche. La solámnica contemplaba un moribundo tronco peludo de gruesas ramas cuando Rig señaló a través de una abertura en un velo de hojas de sauce.